2019-07-27

Dios es Padre

17º Domingo Ordinario - ciclo C


En la lápida funeraria de una gran mujer puede leerse esta inscripción: «Dios es Padre». Como si toda su vida se resumiera en esta frase, tan simple, tan corta en palabras pero tan inmensa en significado. Descubrir que Dios es Padre puede realmente marcar un hito y transformar por completo la historia de cada ser humano.

Muchos creen en Dios. Pero ¿en qué Dios? ¿El todopoderoso juez, que puede condenar una ciudad o una cultura? ¿El Dios terrible ante el que hay que arrodillarse y someterse? ¿Un Dios inaccesible cuyos designios jamás llegaremos a comprender? ¿Un poder que mueve el universo? ¿Es Dios una «fuerza»? ¿Una energía bondadosa, pero impersonal y difusa?

La Biblia, con Abraham, ya nos muestra algo distinto de estas ideas: Dios es una persona. Con él podemos dialogar, ¡incluso regatear! Dios es un tú con quien hablar, en quien confiar y a quien pedir. Dios escucha.

Jesús da un paso más allá que el resto de su pueblo judío. Cuando sus discípulos le piden que les enseñe a rezar, él les muestra que Dios no sólo es «el-que-es», ser supremo, amor y sabiduría sin límites. Dios es «Padre» en el sentido más entrañable del término. Es nuestro origen, pero también es alguien que nos ama con entrañas de madre y padre. Alguien que comprende nuestra humanidad, nuestras necesidades vitales, desde el hambre de pan hasta el hambre de sentido. Es padre providente, que da lo mejor a sus hijos. Si nosotros, que somos malos, sabemos ser buenos y generosos… ¿cuánto más lo será Dios?

Los creyentes tenemos un problema: no acabamos de creer que Dios sea tan bueno, tan amoroso, y que nos ame tan incondicionalmente. Como nosotros juzgamos, premiamos, nos vengamos, castigamos y dosificamos nuestro amor, creemos que Dios también lo hace. ¡Qué equivocados estamos! Cuando Dios perdona, borra toda culpa y nos deja limpios. Cuando Dios ama, no es por nuestro mérito sino porque él quiere. Cuando nos regala algo, no pide nada a cambio ni nos ata con hipotecas ni deudas. Dios nos da todo cuanto necesitamos para vivir en plenitud pero, sobre todo, se nos da a sí mismo. Nos entrega a su Hijo, derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Podemos hablarle, podemos tocarlo, podemos acogerlo como un niño, podemos comerlo en la eucaristía. ¡Qué Dios tan asombroso el que se hace diminuto para poder entrar dentro de nosotros! Dios es Padre. Llamémosle así, como Jesús hacía: Abba. Papá. Papá querido. Esta es la oración más hermosa, más profunda y sanadora. Cuando ya no nos queden fuerzas para otra cosa, sepamos alzar los ojos al cielo y pronunciar esta sencilla palabra con la confianza de que somos escuchados: Abbá. Papá.

2019-07-18

Cuando Dios viene a tu casa



16º Domingo Ordinario - C

Lecturas
Génesis 18, 1-10a
Salmo 14
Colosenses 1, 24-28
Lucas 10, 38-42

Homilía

Las lecturas de hoy, que parecen tan distintas, convergen en un mismo tema, en el fondo. El tema en torno al que giran es la hospitalidad.

Acoger al viajero, al forastero, al visitante esperado o quizás inesperado que llega a tu puerta. La hospitalidad, sagrada en las culturas antiguas, adquiere aún más valor a la luz del evangelio. Cuando acoges a un forastero, es a Dios mismo a quien estás acogiendo.

Abraham, bajo su tienda, acoge a tres viajeros misteriosos que se acercan a su campamento. Su reacción es espléndida. Ellos parecen ir de paso, pero es él quien los llama y los invita. Prepara la mejor comida y los atiende con generosidad. Ellos, a cambio, le dejan con una promesa, la mejor que podían brindarle a un hombre casado con una mujer estéril: tener un hijo. La descendencia lo era todo para los antiguos patriarcas. El premio por alojar a los tres viajeros no podía ser más grande.

En el evangelio encontramos a Jesús, siempre viajando, acogido en Betania por sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero en esta acogida se da un matiz. No basta, como hace Marta, preparar una buena comida y una habitación confortable. Marta se afana, se prodiga, y lo hace con la mejor intención, pero… ¿hasta qué punto es totalmente generosa o quiere lucirse como buena ama de casa? ¿Por qué ese estrés y esa inquietud? En cambio, María, no hace nada. Se sienta a los pies del maestro y escucha. No prepara la casa, pero ha preparado su corazón. Marta hace cosas, María está acogiendo al huésped, y está centrada, no en sí misma o en sus tareas, sino en él. Toda su atención se vuelca en Jesús.

Santa Teresa dice que Marta y María deben andar juntas, pues en la acogida no hay que descuidar los aspectos materiales y el confort del invitado, por supuesto. Pero hay que organizarse y tener claro qué es lo primero, qué es lo más importante. María, dice Jesús, ha escogido la mejor parte. Porque ha querido estar por y para el invitado. Las personas siempre son más importantes que los detalles materiales, aunque estos también lo sean.

María de Betania, como Abraham, acogió al mismo Dios. No sabemos cuál fue su recompensa, pero Jesús afirmó que ella se quedaba con la mejor parte. ¿Y qué mejor parte que el mismo Jesús, su compañía, su presencia, su amistad?

Cuando alguien viene a visitarte es Dios quien te visita. En toda persona que acoges está Dios. Deberíamos recordarlo cada día. Y para acoger hay que abrir la casa. Deberíamos abrir nuestra casa, y también nuestra morada interior, nuestra alma, para acoger a Cristo que pasa cerca. A veces Dios se presenta de anonimato, como los tres visitantes de Abraham. Dios viene disfrazado, escondido, discreto. Viene en el extranjero y en el visitante. Y es también ese «misterio escondido» del que habla San Pablo en la segunda lectura. Un misterio que es «Cristo en vosotros». Un misterio que, para los cristianos, se esconde en esa pequeña casa dorada, el sagrario de nuestras iglesias. Un misterio que, aún más hondo, se oculta en nuestro corazón si sabemos abrirle las puertas. ¿Le dejaremos entrar? ¿Lo invitaremos, como Abraham? Si así lo hacemos, no seremos nosotros quienes le demos de comer, sino él quien se convertirá en nuestro pan y en nuestra agua viva, el alimento que nos hará crecer y tocar una vida muy distinta, transformada por su presencia.

2019-07-12

Reconciliar cielo y tierra



15º Domingo Ordinario - C


Lecturas:
Deuteronomio 30, 6-14
Salmo 68
Colosenses 1, 15-20
Lucas 10, 25-37

Homilía

Quisiera empezar hoy con unas líneas de la segunda lectura, de san Pablo a los colosenses, porque son impresionantes si nos paramos a meditar su sentido: «en él (en Jesús) quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz».

¿Nos hemos detenido a pensarlo? Toda la plenitud de la vida, todo cuanto podamos anhelar, y mucho más, está en Cristo. En él la humanidad llega a su cumbre. Y su venida a la tierra tuvo como fin reconciliarlo todo, el cielo y la tierra. Ya no hay más divorcio ni alejamiento entre las cosas de Dios y las de los hombres. En Cristo cielo y tierra se abrazan. Nuestro universo, nuestra realidad, no es algo aparte de la realidad divina, sino que está penetrada de divinidad. Podemos vivir de otra manera, compartiendo la hondura de vida que nos ofrece Jesús. En él todo está unido y entrelazado. Y esto es importante: nuestra vida es una, y no podemos separar, en ella, lo divino de lo humano. Ambas dimensiones han de ir de la mano y estar armonizadas. No podemos ser religiosos de una manera y comportarnos en el mundo de otra, como si no tuviéramos fe.

La primera lectura nos habla de un mandamiento que Moisés propone al pueblo. El evangelio, con el diálogo de Jesús y el escriba, nos recuerda este mismo mandamiento. Es la regla de oro, el núcleo de la Torá: el amar a Dios por encima de todas las cosas… y al prójimo como a uno mismo. La primera parte es muy clara. Los judíos la tenían clara, y parece que los cristianos también. Hemos de amar a Dios. Pero una cosa es entenderlo y otra practicarlo. Y aquí es donde llega la segunda parte del mandamiento, la piedra de toque y de tropiezo. Porque ¿cómo demostrar nuestro amor a Dios? ¿Bastan las plegarias, las alabanzas, los sacrificios y el culto? ¿Bastan los sentimientos y las efusiones íntimas? ¿Bastan las buenas intenciones? Aquí Jesús pone el dedo en la llaga.

En la parábola del buen samaritano nos muestra a un hombre herido y tirado en el camino y a dos buenos cumplidores de la ley que, por no quedar impuros y por llegar a tiempo a sus deberes religiosos, pasan de largo ante él. Ese sacerdote y ese levita que no ayudan al pobre herido son buenos creyentes, quizás, y creen amar a Dios. Pero han divorciado la realidad divina de la humana. Se han olvidado de la segunda parte del mandamiento: amar al prójimo como a ti mismo. Y no se dan cuenta de que esa es la mejor manera de amar a Dios.

Jesús es rotundo: equipara el amor a Dios al amor hacia el prójimo. No hay mejor manera de demostrarlo. Es más, ignorar al prójimo, abandonarlo a su suerte, desatenderlo, es ignorar, abandonar y descuidar a Dios. Lo que a uno de estos hicisteis, a mí me lo hicisteis, dirá en otra parábola. ¿Quieres amar a Dios? Ama a tu prójimo, sea amigo o desconocido, vecino o extranjero. Cuida de él. Preocúpate y ocúpate de su bienestar. Hazte cargo de él cuando esté desvalido. Cúralo, llévalo allí donde puedan ayudarle. Esto es, verdaderamente, amar a Dios.

Quizás, cuando lleguemos al cielo, nos sorprenderemos al ver allí a muchas personas que no fueron muy religiosas, o incluso fueron increyentes, pero supieron amar a los demás mucho mejor que nosotros.  Quizás nos llevaremos más de una sorpresa… Ojalá no nos quedemos atrás, y ojalá Dios nos pueda acoger con los brazos abiertos, porque hemos aprobado el examen del amor.

2019-07-05

Los envió de dos en dos



14º Domingo Ordinario - ciclo C

Lecturas:

Isaías 66, 10-14
Salmo 65
Galatas 6, 14-18
Lucas 10, 1-20

Homilía:

El evangelio de este domingo es una lectura que podemos leer como si Jesús estuviera hablando a cada uno de nosotros. Jesús nos está enviando. Sus seguidores no somos meros creyentes o buenas personas que intentamos cumplir sus mandamientos. Sus seguidores estamos llamados a ser como él: misioneros, cada uno a su manera, en su lugar. Somos enviados a dar una noticia al mundo.

¿Cuál es esta noticia? El reino de Dios ha llegado entre vosotros. En palabras actuales, podríamos decir: Dios está con nosotros. Dios no sólo existe: nos acompaña en esta vida. Está presente aquí: habita en nuestro interior y actúa a través de nosotros. ¡No esperemos más ni busquemos más! Lo tenemos aquí. Es hora de empezar a vivir de otra manera, sabiéndonos hijos amados de Dios.

Esa es nuestra misión: hacer ver o entender a quienes nos rodean que Dios está presente en nuestra vida y que tenemos mil motivos para estar agradecidos y contentos.

Por supuesto, esta misión va a topar con todo tipo de respuestas, desde los que nos escuchan entusiasmados, los que se alegran más o menos, los indiferentes y los rabiosamente opuestos. ¡De todo hay en la viña del Señor! Así que Jesús nos prepara y nos da sabios consejos.

El primer consejo es viajar ligeros de equipaje. ¿Qué significa ir sin manto y sin sandalias, sin bolsa y sin dinero? Que para anunciar a Dios no necesitamos grandes recursos. Basta nuestra presencia, nuestra sencillez, nuestra vida. Anunciar a Dios no requiere mucho dinero ni grandes campañas mediáticas. El mejor marketing somos nosotros, con nuestro testimonio y ejemplo.

El segundo aviso es dejarse acoger y adaptarse a las personas que nos reciben, aprender a hablar su lenguaje y comprender su forma de ser para comunicarnos de manera efectiva con ellas. San Pablo lo sabía hacer muy bien, decía que él se hacía a todo con todos. Eso es lo que significa comer lo que nos den y de lo que tienen: arraigarse en la cultura en la que estamos viviendo. No podemos ser buenos evangelizadores si parecemos aterrizados de otro planeta, si nos aislamos o segregamos, o si nuestra actitud y discurso resultan extraños e incomprensibles.

El tercer aviso es desear la paz: nuestra actitud nunca ha de ser beligerante ni conquistadora, sino amistosa y pacífica. Y si nos reciben con hostilidad, nunca devolver el golpe, sino marchar a otro sitio. Sacudirse el polvo no es vengarse ni sentirse superior a nadie: es no dejar que se nos pegue el resentimiento y la animadversión que hemos recibido. Todo eso, ni un momento debe permanecer en nosotros.

¿Qué hemos de hacer? Anunciar a Dios y curar a los enfermos. Cada cual tiene su carisma y no todos podemos hacer milagros, como hacía Jesús. Pero todos podemos aliviar y hasta curar muchos dolores, físicos y anímicos, con nuestra escucha, nuestra bondad y nuestras palabras llenas de amor. Nuestra presencia puede ser muy sanadora.

Finalmente, Jesús nos da aliento: él está con nosotros y nos da su poder. ¿Qué poder? El poder del Espíritu Santo, que es el mismo amor de Dios. Con esto, nada ni nadie nos podrán hacer daño, y sabremos qué hacer y qué decir en cada momento. No vamos solos, sino bien acompañados.

Además, Jesús hizo algo muy humano: envió a sus discípulos de dos en dos. Sabía la necesidad de compañía y apoyo que tenemos las personas, y sabía que el mejor mensaje que podían dar sus seguidores era un testimonio de amistad mutua, de trabajar en equipo, de ir a una. Jesús nunca nos envía solos ante el peligro. Él mismo contó con un grupo de discípulos que le ayudaron. Confía en nosotros. La misión del Reino de Dios es trabajo de grupo, no de solitarios.

El evangelio sigue contándonos que los discípulos volvieron al cabo de un tiempo, entusiasmados por el éxito de su misión. Jesús los acoge con alegría, y les dice algo más: no deben enorgullecerse ni estar contentos por sus triunfos, sino porque han trabajado en la mies del Señor. Ahora su jefe es Dios, y es un privilegio estar al servicio de su reino. Estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo. Estemos contentos cuando servimos a Dios, porque trabajar para él es un regalo y fuente de alegría profunda que no se agota.

Finalmente, una pincelada sobre la segunda lectura, de san Pablo. Pablo entendió muy bien el mandato de Jesús y él fue un apóstol incansable, que viajaba siempre con algún otro compañero (Bernabé, Silas, Lucas…) a anunciar el reino de Dios. Pablo sintió la enorme alegría de esta misión, y también fue humilde. No se enorgullecía de nada, sino de la cruz. Aceptaba con entereza y sin abatirse los fracasos, los golpes y los rechazos. Su gloria era la cruz, pues esto lo identificaba con su Maestro y lo acercaba más al corazón de Jesús. Lo más importante para él era la nueva criatura: es decir, sentir que él se había convertido en un hombre nuevo cuando Jesús lo llamó y él respondió.


Así es: Jesús nos llama porque nos ama. Y con la misión que nos encarga nos hace un don inmenso: convertirnos en hombres y mujeres nuevos, con una vida densa y vibrante que nos abre las puertas del cielo, ya aquí en la tierra.