A parte de los doce, mucha gente se movía alrededor de Jesús, deseosa de descubrir el rostro de Dios. Jesús designa a setenta y dos discípulos y los envía a predicar a las aldeas de su tierra. Los manda para que se entrenen en la gran tarea de ansiar el mensaje de Dios a todos los pueblos.
“La mies es mucha y los obreros pocos”, dice Jesús. “Pedid al amo de la mies que envíe operarios a su mies”. Hay muchos campos para evangelizar, pero somos pocos para ese gran cometido. A los cristianos de hoy, Jesús nos invita a incorporarnos a esa labor misionera de proclamar la buena nueva.
Os envío como corderos
Antes de partir, da a sus discípulos varias consignas. Con estas instrucciones, Jesús deja claro que no quiere colonizar ni obligar a nadie a creer en él.
“No llevéis manto ni bastón, ni os entretengáis por el camino”. “Os mando como corderos en medio de lobos”. Es decir, que en la misión no se trata de imponer nada a quien no quiere abrir su corazón. Los misioneros han de ser humildes, sencillos, pacíficos y mansos como corderos. No podemos arrasar, como ciertas ideologías que van coartando las libertades e imponiendo su criterio. Jesús quiere que los suyos anuncien con serenidad el Reino de Dios.
Dad la paz y anunciad el Reino
La primera consigna es desear la paz a quienes los reciben. La gente está falta de paz, inmersa en problemas de toda índole. Lo primero que deben hacer los apóstoles es desear la paz a todos.
Quedaos allí, continúa Jesús, respetad sus costumbres, comed lo que os den, con gratitud. El obrero bien merece su salario.
La siguiente consigna, que es el núcleo de la misión, es anunciar: el Reino de Dios está cerca, está llegando. Los apóstoles preceden a Jesús, que trae consigo un Reino de paz, más allá de las diferencias; un reino solidario, con esperanza y ánimo para crecer. El Reino de Dios no es otra cosa que la encarnación del amor de Dios en el mundo, a través del mismo Jesús.
Él dará sentido y esperanza a nuestra vida. Se entregará del todo para que alcancemos una alegría existencial plena y profunda. Anunciad esto, dice Jesús. Llega aquel que llenará vuestra existencia de sentido y felicidad.
Sanar el cuerpo y el alma
También les dice Jesús: curad a los enfermos. Sanar es el otro gran cometido de los apóstoles. Mucha gente enferma padece dolencias físicas, pero, más honda aún, que debilita la existencia y la mina por dentro, es la falta de razones para vivir. No saber a quién amar, no sentirse amado, no tener un proyecto, una motivación, algo que dé sentido profundo a la vida, es la enfermedad más grave. Hay muchas personas que tienen de todo: dinero, salud, compañía… Y, sin embargo, aún les falta algo.
Hay una terrible enfermedad que afecta a un nivel humano más allá de lo fisiológico y lo psíquico: la carencia de Dios. El Reino de Dios sanará lo más hondo de nuestro ser. Allí donde no llega la psicología ni la psiquiatría, ni la ciencia médica, allí puede llegar Dios. Ese dolor existencial que no pueden curar los psicólogos puede sanarlo Dios.
Curar a los enfermos, aparte del carisma sanador del cuerpo físico, es también sanar el alma, la vida entera. Ante los grandes interrogantes de la persona: ¿en qué creemos?, ¿quién somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Ni siquiera las ciencias tienen respuesta. Pero la sabiduría que emana del propio Cristo es fuente de salud, tanto para el cuerpo como para el alma.
Vuestros nombres están inscritos en el cielo
Los setenta y dos regresaron contentos. Hasta los demonios y los malos espíritus se les sometían. Cómo no iban a hacerlo, ante la fuerza rotunda del amor, del perdón, de la infinita misericordia.
Pero Jesús les dice que no deben estar contentos sólo porque han peleado y vencido contra el mal. Sí, han hecho un buen trabajo, la gente los ha escuchado y se han convertido. Pero la mayor alegría es otra. “Estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo”. Están grabados en el corazón y en la mente de Dios. Eso debe alegrarnos.
Somos enviados
Cuando finalizamos la misa, el sacerdote nos dice: “Id en paz”. También nos envía, llenos de paz y alimentados por la Eucaristía. Y vamos al mundo como corderos.
No somos lobos ni hemos de ser como ellos para vencerlos. Ser como ovejas, aún llevadas al matadero, como el mismo Jesús, significa renunciar al poder. Después de recibir el alimento eucarístico, tenemos la fuerza suficiente para salir afuera y explicar las grandezas de Dios. Podemos comenzar con la propia historia. ¡Qué gracia tan grande, cuántos dones nos ha dado Dios!
Nuestra misión, hoy, es ésta: anunciar por todo el mundo que el amor de Dios está cerca y que somos instrumentos de ese amor. Ojalá vengamos a misa cada domingo, contentos porque hemos cumplido nuestra labor. El testimonio de una vida entregada a los demás es el mejor mensaje evangelizador que podemos transmitir. No nos rindamos. Continuemos, tenaces, valientes. Demos lo que tenemos y hemos recibido. Comuniquemos.
No podemos quedarnos sólo en la eucaristía, cerrados en el ámbito parroquial. Esto empobrece nuestra fe. No nos quedemos aquí. Fuera la gente nos espera, hambrienta, para que les anunciemos el amor de Dios.
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