2017-08-24

¿Quién es Jesús para mí?

21º Domingo Ordinario - A

Isaías 22, 19-23
Salmo 137
Mateo 16, 13-20

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Todo el mensaje de los evangelios podría condensarse en la pregunta que Jesús dirige a sus discípulos. Es una pregunta crucial para todos los que nos llamamos cristianos. Porque de su respuesta dependerá la autenticidad de nuestra fe.

Primero Jesús les pregunta: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Y escucha sus respuestas, que son el eco de lo que el mundo piensa sobre él. También hoy podríamos llenar libros y páginas con lo que la gente dice de Jesús. ¡Hay tantas opiniones y teorías! A Jesús le han colgado todo tipo de etiquetas: profeta, sanador, místico, revolucionario, alma disfrazada de humano, avatar de una larga serie de seres iluminados, hombre bueno, rabí campesino o filósofo cosmopolita poseedor de conocimientos esotéricos. A parte, tenemos la imagen de Jesús que nos ha transmitido la Iglesia, y el que podemos conocer a través de las Escrituras y de la teología. ¿Con cuál de ellas nos quedamos?

Pero luego Jesús cambia la pregunta: ¿Quién decís vosotros que soy yo? ¡Esto es más difícil de responder! Si nos la hiciera a nosotros, ¿qué le diríamos? ¿Contestaríamos con una respuesta aprendida, de catecismo, o sabríamos responder con sinceridad, con lo que realmente sale de nuestro corazón? ¿Qué es Jesús para mí, ahora y hoy? ¿Qué significa en mi vida? ¿Qué importancia tiene para mí? ¿Cómo me relaciono con él?

Jesús, ¿quién eres para mí?

Pedro responde con palabras que hoy nos suenan familiares, pero en aquel entonces debían ser rompedoras y audaces. Tú eres el Hijo de Dios vivo. ¿Cómo podía saberlo? Pedro no habla por lo que ha oído u aprendido, sino por lo que vive. Ha compartido muchas horas con Jesús, lo ha visto curar, predicar y caminar por los caminos de su tierra. Ha hablado con él, ha comido con él y ha navegado con él por el mar de Galilea. Lo ama y le seguiría hasta la muerte… Pero ¿cómo puede saber que este rabino extraordinario es el mismo Dios, encarnado?

Hay cosas que se saben por experiencia, otras por razonamiento o sentido común. Pero hay otras que sólo podemos saberlas si alguien nos las cuenta. Afirmar que Jesús es Dios no puede hacerse si no es por revelación. ¿Quién le descubre a Pedro la identidad de Jesús? El mismo Dios, el Padre, que ha logrado entrar en el corazón de este discípulo tan entusiasta y sincero, tan deseoso de que venga su Reino, aunque todavía no ha madurado lo bastante como para comprender que este reino debe pasar por la cruz…

Jesús felicita a Pedro, no por su inteligencia o penetración, sino porque ha recibido un regalo de su Padre: la revelación de quién es él. ¿Quién puede recibir los dones de Dios, si no tiene el corazón abierto? Por eso Jesús confía en Pedro, aunque sabe que todavía le fallará. Confía en él pese a sus defectos y cobardías. Confía en el corazón abierto que ha recibido la voz del cielo. Y por eso le dice: Te daré las llaves del reino de los cielos. Lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos.

La autoridad de Pedro y, en consecuencia, la de todos los papas, viene de aquí. No de sus méritos y su valía, sino del hecho que es Jesús mismo quien le da las “llaves del reino”. Todo lo que haga en la tierra quedará sellado en el cielo. Del mismo modo, nosotros podemos aplicarnos la frase. Cuando hacemos algo por Jesús, o en su nombre, o por su amor, nuestras acciones en la tierra quedan inscritas, también, en el cielo. Nada de lo que aquí hagamos dejará de tener su eco ante Dios.

¿Quién es Jesús para nosotros? Si queremos conocerlo, no nos faltan medios. Tenemos las escrituras y la enseñanza de la Iglesia. Tenemos la eucaristía para encontrarnos con él, físicamente, en el sacramento del pan. Tenemos a nuestros prójimos, imagen predilecta de Dios, y en especial a los más pobres y necesitados. Tenemos, finalmente, la oración, espacio donde abrir el alma y comunicarnos con él. Conocer a Jesús y cultivar la amistad con él debería ser el centro de nuestra vida, si es que queremos vivir como cristianos auténticos. Y no hay mejor medio de conocimiento que el trato diario, frecuente, sincero y tierno. Como sucede entre los enamorados, que cuanto más se ven y más hablan, más se desean y se conocen, así también podemos alimentar nuestra amistad con él. 

2017-08-18

Mujer, qué grande es tu fe

20º Domingo Ordinario - A

Isaías 56, 1-7
Salmo 66
Mateo 15, 21-28


Jesús se retira con sus discípulos a una región pagana, cerca de las ciudades de Tiro y Sidón. Hasta ahora se ha movido entre las aldeas de su Galilea natal y Judea, territorio conocido, entre sus paisanos y gentes creyentes en el Dios de Israel. Esta vez se adentra en territorio extranjero y de ámbito urbano, donde se practican otros cultos y religiones.

Pero, de alguna manera, su fama de obrador de milagros lo persigue. Una mujer cananea se entera de que Jesús, el que cura enfermos y expulsa demonios, está allí, y corre a buscarlo. Su religión no es la de Israel, pero ella tiene fe, no en un sistema de creencias, sino en una persona. Ella cree en Jesús. Es como si, hoy, una persona de afuera viniera a la Iglesia pidiendo ayuda. No practica, quizás ni siquiera cree en Dios, pero cree en las personas. Tiene fe en la bondad de alguien que pueda escucharla.

La actitud de Jesús parece de reserva, como si no quisiera hacerle caso. Son sus propios discípulos quienes piden que la atienda, más por quitarse una molestia de encima que por otra cosa. Entonces se da un diálogo sorprendente entre Jesús y la mujer. Él la prueba. Dice que sólo ha venido para las ovejas descarriadas de Israel; no está bien dar el pan de los hijos a los perros. Ha venido a rescatar a los perdidos, a los pecadores, a los alejados… Pero, finalmente, a los de su pueblo. La mujer no se arredra. El amor y la preocupación por su hija, poseída por un mal demonio, la hacen audaz e ingeniosa en su réplica: También los perritos pueden comer las migajas de los hijos. Como queriendo decir que Dios es para todos, incluso para los no practicantes de una religión. El amor de Dios es universal y no se limita a un pueblo o a una cultura.

Jesús elogia la fe de la mujer cananea como no elogiará la de nadie en su pueblo. A sus propios discípulos, muchas veces, les reprochará su falta de fe. En cambio, esta mujer cree en él sin dudar. La fe le da coraje, y esto derrumba toda la resistencia de Jesús. Qué grande es tu fe. Que se haga como tú deseas. Cuando nuestra confianza es grande, el mismo Dios nos «obedece». ¡Dios nunca se resiste ante una súplica confiada y humilde! ¿Sabremos nosotros pedirle, confiando en su bondad, igual que esta mujer? Quizás muchos alejados de la Iglesia, algún día, nos darán una lección de fe a los que creemos estar cerca…

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2017-08-04

Este es mi Hijo, escuchadle

18º Domingo Tiempo Ordinario - A

La Transfiguración de Jesús
Lucas 9, 28-36

Los tres evangelios sinópticos, Mateo, Marcos y Lucas, narran la transfiguración en el Tabor con palabras casi idénticas. Esto significa que el relato se transmitió fielmente entre las primeras comunidades, y que fue una experiencia impactante y fundamental para los discípulos.

Jesús lleva tiempo avisando a sus amigos que su final, en Jerusalén, será previsiblemente una muerte violenta. Es realista: sabe que lo perseguirán y lo condenarán porque conoce a su gente y sabe que los grupos de poder no van a aceptarle a él, ni su persona ni su misión. Pero, por otro lado, Jesús no quiere hundir a sus discípulos en el miedo ni en la desesperanza. El realismo ante el mal no significa derrotismo ni inmovilidad. Jesús quiere que sus amigos tengan también otra certeza: que él es el Hijo de Dios, y que, como tal, su historia no terminará en la derrota ni en la muerte. Por eso se lleva a sus tres amigos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, a un monte alto. El monte es el lugar donde cielo y tierra se tocan, un lugar de oración, de contemplación silenciosa y de adoración. Y es allí donde los discípulos ven, claramente, quién es Jesús. El cielo se abre y lo acompañan dos grandes personajes de la historia de Israel, vivos en el más allá, Moisés y Elías. Moisés representa la Ley, el corazón de la identidad judía. Elías es el portavoz de los profetas, la voz de Dios en el mundo. Entre ellos, como suprema ley y supremo profeta, está Jesús. En él se culmina la ley de Dios y la profecía. Ya no son necesarios más leyes ni anuncios, porque el reino de Dios ha llegado con él. El Shemá hebreo se concreta: Israel, escucha… ¿a quién? Dios mismo responde desde la nube celeste: a mi Hijo amado, predilecto, elegido. Escuchadle a él.

Los discípulos quedan desconcertados, como toda persona que vive una experiencia mística y todavía no sabe muy bien cómo explicársela. Tendrán que guardarla en su corazón, meditarla largamente y asimilarla para poder, un día, contarla. Por eso dice el evangelio que, de momento, no contaron a nadie nada. Ciertas vivencias no pueden ser divulgadas de inmediato, hasta que no son interiorizadas y comprendidas.

La reacción de Pedro es muy humana, pero tampoco es la que Dios quiere. Como siempre, Pedro es el hombre de acción. Propone levantar tres tiendas, una para Moisés, otra para Elías y otra para Jesús. La mayoría de personas creen que esta reacción es un poco ingenua y alocada. Pedro se siente tan bien ahí arriba que quisiera quedarse para siempre en éxtasis. Y está tan aturdido que sólo piensa en poner unas tiendas para su Maestro y los ilustres invitados bajados del cielo.

Pero esta propuesta de Pedro, según los teólogos más profundos, va más allá. La palabra “tienda” en la cultura judía significa algo más que un refugio para guarecerse. Tienda es la tienda de la alianza, el tabernáculo itinerante del éxodo, el lugar donde habita Dios, el templo portátil que se recordaba en la fiesta de los tabernáculos o de las tiendas. En lenguaje moderno, diríamos que Pedro le dijo a Jesús: mira, vamos a construir tres capillas, o tres templos. Uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías. Es decir: vamos a levantar tres edificios para glorificaros. ¡La vanidad humana convertida en devoción!

¿No es esta la actitud de muchos creyentes? Queremos poner a Dios en un pedestal y, allí, bien colocado, adorarlo y rendirle culto. Queremos glorificarlo encasillándolo en templos y edificios, en estructuras y liturgias. Pero luego, cuando salimos de la iglesia, volvemos a nuestra vida cotidiana y nos olvidamos de él. Esta reacción de Pedro es la misma que la del rey David queriendo construir un templo al Señor del cielo y la tierra, o la de Salomón. El templo, en realidad, no da gloria a Dios, sino a los hombres; y termina siendo una prisión dorada que intenta atrapar a Dios en los esquemas humanos.

El evangelista dice que Pedro no sabía lo que decía. No, no lo sabe, pero pronto tendrá una respuesta. Lo que Dios quiere no son tantos cultos, ni edificios ni pompas. No quiere ser encerrado en estructuras. Dios quiere que escuchemos a su Hijo amado y que lo amemos, como él lo ama. Hacer caso a Jesús: ese es el verdadero culto y la verdadera adoración. Cuántas veces, pretendiendo adorar a Dios, lo único que hacemos es escucharnos a nosotros mismos y nuestras oraciones, y no sabemos escucharle a él. ¡Qué ruidosas y pretenciosas son nuestras devociones, a veces! 

Jesús devuelve a sus amigos a la realidad, con sencillez. Y descienden del monte. Escuchad y guardad en vuestro corazón lo que habéis vivido. Quizás Pedro, Santiago y Juan todavía no han entendido mucho lo que han visto y oído… Pero lo comprenderán cuando Jesús resucite, un año más tarde. Sabrán que su maestro es realmente Dios y que después de la muerte y la aparente derrota, su amor, su reino, prevalecerán. El Tabor se convierte en un faro de esperanza.

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