2017-04-28

¿No ardía nuestro corazón...?

3r Domingo de Pascua - A

Hechos 2, 14-33
Salmo 15
1 Pedro 1, 17-21
Lucas 24, 13-32

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Las lecturas de la Biblia y los libros religiosos no siempre son fáciles de entender. Nos hablan de realidades que parecen muy alejadas de nuestra vida cotidiana. De pronto, sucede algo que nos hace comprender eso que hemos leído tantas veces y captamos su significado, porque ya no sólo lo hemos visto en un libro, sino que lo hemos vivido en propia carne, o lo hemos visto con nuestros ojos.

Así les sucedió a los apóstoles y a los amigos de Jesús. Habían leído en la Biblia que Dios enviaría un elegido, y que le concedería una vida eterna. Muchos judíos creían en la resurrección de los cuerpos al final de los tiempos. Creían que Dios, el Señor de la vida, amaba a sus criaturas y no dejaría que perecieran para siempre. Pero todo quedaba en una fe más o menos difusa, una esperanza en algo muy lejano.

Con la resurrección de Jesús, todo cambió. Comprendieron de golpe todas las escrituras que hablaban de resurrección y de vida eterna. Jesús les abrió la mente y el corazón, y supieron que realmente Dios es un Señor de vivos, y no de muertos. Vieron que Jesús estaba vivo de una manera inimaginable, saltando los límites del espacio y del tiempo, sin estar sujeto a la muerte nunca más. Y supieron que esta vida eterna también será nuestro destino tras la muerte. Dios es un gran maestro: no enseña con teorías, sino con hechos reales, con experiencias palpables. Jesús resucitado no es un símbolo ni un fantasma ni una imagen figurada: sus amigos lo vieron, lo tocaron, hablaron con él y comieron con él.  Los sentidos físicos: ver, oír, tocar, les ayudaron a abrir el corazón. Esta es la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que después de una larga conversación con Jesús, por el camino, lo reconocen, al fin, al partir el pan. ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?, se preguntaron. Sí, las palabras ayudan a abrir la mente y preparan el camino a la comprensión. Pero lo que definitivamente les cambia es el gesto: compartir una comida, estar juntos. Las obras, el dar y el darse, es lo que cambia la vida de las personas.

Las lecturas de estos días de Pascua son impresionantes. Relatan los momentos que fundamentan nuestra vida cristiana. Pedro lo resume en su discurso con sencillez: creemos en Jesús, un hombre que es Dios, y que ha venido a nosotros para darnos su vida infinita. El Dios que nos ha creado viene a hacernos participar de lo mejor que tiene: su propia vida eterna, su corazón inmenso rebosante de amor, su alegría, su belleza y su plenitud. ¡Esta es, sin dudas, la mejor noticia que un ser humano puede escuchar!  Tenemos un gran motivo para vivir alegres, sin miedo y dando lo mejor de nosotros a los demás, como el mismo Cristo lo hizo. 

2017-04-22

Alegrarse y confiar

2º Domingo de Pascua - A

Hechos 2, 42-47
Salmo 117
1 Pedro 1, 3-9
Juan 20, 19-31

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Es muy alentador recoger las frases que Jesús pronuncia después de su resurrección y que recogen los evangelios. De alguna manera, nos marcan una hoja de ruta, un programa de vida a todos los cristianos.

«Paz a vosotros». Jesús nos da la paz. Paz en hebreo es un concepto mucho más rico que en nuestra lengua. No sólo significa calma y sosiego, sino salud, prosperidad, abundancia de bienes, alegría, plenitud. Shalom es lo mejor que se podía desear a una persona: una vida buena, llena de sentido. Esto es lo que Jesús desea y trae a todos los que confían en él. Igual que los apóstoles, esta paz nos llena de alegría: ¡somos amados de Dios!

Jesús llena las almas vacías con su agua viva. Pero después nos envía a saciar la sed de muchos otros. «Como el Padre me envió así os envío yo.» Si Jesús es mensajero del Padre Dios, nosotros somos mensajeros del Hijo. Somos portadores de su paz. No se puede ser cristiano sin ser misionero. Cuando nos quejamos de que nos faltan fe y alegría, entusiasmo y empuje evangelizador, quizás deberíamos preguntarnos si lo que nos falta son ganas de compartir con otros lo que hemos recibido. De lo que damos a los demás nunca nos falta. ¿No será que los cristianos nos hemos acomodado mucho, queriéndonos quedar sólo para nosotros el tesoro de Jesús? ¿No será que nos hemos encerrado demasiado en nuestras parroquias, templos o grupos? ¿Nos hemos olvidado de salir, remando mar adentro en el oleaje del mundo que espera una buena noticia?

Quizás hemos perdido el gozo y la confianza que nos impulsan a ser agradecidos y compartir lo que tenemos. ¿Somos conscientes del gran regalo que nos ha dado Jesús con su resurrección?

La carta de Pedro habla de vivir con alegría: aunque la vida presente esté cargada de problemas, vivir sabiendo que al final pasaremos a otra vida infinitamente más plena y hermosa nos da esperanza y fuerza para vivir mejor esta etapa terrenal, llena de pruebas. Es como correr una carrera llena de obstáculos sabiendo que en la meta nos espera una fiesta y un premio. ¡Todo se supera y se corre con mayor entusiasmo!

En contraste con el incrédulo Tomás, que no quiere creer a sus compañeros, Pedro habla con cariño de los creyentes que sin haber visto a Jesús creen en él y lo aman. Tomás no se fía de sus propios amigos, con los que ha convivido durante tres años. En cambio, muchos fieles del primer siglo creen sin haber conocido siquiera a Jesús. ¿Por qué? Porque se fían en los testimonios de los apóstoles. Los amigos de Jesús están llenos del Espíritu Santo, ya no son vacilantes ni cobardes, nada les detiene y su vida es coherente con su prédica. Por eso convencen, y la fe se traduce en confianza y alimenta la alegría. La fe no es una creencia ciega, sino un confiar cimentado en algo sólido.

¿Cómo debía ser el testimonio de los primeros creyentes? La primera lectura de los hechos de los apóstoles nos da pistas. Las primeras comunidades eran humanas y posiblemente tenían tantos defectos como las comunidades parroquiales de hoy. Pero había en ellos algo que los distinguía del resto de la sociedad: su alegría, su fraternidad, el hecho de compartir los bienes y reunirse para celebrar, con gozo, su fe.

¿Damos este testimonio los cristianos de hoy? ¿Brillamos por nuestro talante alegre, acogedor y entusiasta? A veces, más bien parecemos lo contrario. Nuestras celebraciones parecen funerales, la sociedad nos ve como personas intolerantes y cerradas, poco alegres y menos aún atrevidas y valientes a la hora de hablar de Jesús. Perdemos el tiempo discutiendo sobre muchos temas interesantes, ciertamente. Pero a veces parece que algunas controversias morales o políticas son más importantes que seguir anunciando a Jesús, el centro de nuestra vida, y vivir imitándole a él.

¡Señor mío y Dios mío!, exclama Tomás, cuando ve a Jesús resucitado y toca sus llagas. Ojalá todos los cristianos podamos hacer nuestras estas palabras, llenas de adoración y reconocimiento. Ojalá en nuestras vidas sea cierto que Jesús, y no otras cosas, ideas o preocupaciones, es nuestro Señor y nuestro Dios. Nuestro centro, nuestro amor. A partir de él, todo lo demás se pondrá en armonía.

2017-04-14

Vio y creyó

Domingo de Pascua de Resurrección

Hechos 10, 34-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9


Las lecturas de la vigilia pascual y el día de Pascua nos relatan cómo vivieron los primeros momentos de la resurrección sus discípulos. Mateo nos cuenta la experiencia de las mujeres; Juan nos explica lo que sucedió cuando él y Pedro corrieron al sepulcro vacío.

En todos los relatos vemos que la resurrección resulta sorprendente para quienes amaban a Jesús. Al principio nadie lo entiende, porque va mucho más allá de lo que podían esperar. Se asustan, dudan, no caben en sí de gozo… ¿Qué está ocurriendo? Jesús está con ellos, vivo, pero de otra manera. No es un fantasma, no es una visión colectiva, no es fruto de su imaginación ni de su fe (en aquellos momentos, tenían muy poca). La resurrección no es el mito de un dios que se sacrifica y renace con la primavera, como en otras religiones antiguas. Jesús es Dios, pero también fue un hombre de carne y hueso, murió de verdad y su resurrección es un hecho real, aunque inexplicable desde la estrechez de la razón humana.

Sólo un encuentro con Cristo vivo puede explicar la fuerza con que nació y creció la comunidad cristiana en los inicios. Sólo el amor y la presencia de Jesús puede sostener la Iglesia dos mil años después. Nada que se sostenga en una ilusión o un engaño dura mucho tiempo. Ni siquiera los imperios y las instituciones humanas más consolidados.

Dios tiene detalles hermosos. Quiso empezar la historia de su encarnación contando con una mujer: María, su madre. La segunda parte de la historia, la resurrección, también comienza con las mujeres fieles que lo acompañaron hasta su muerte. Ellas son las primeras que lo ven, ellas son las primeras que reciben el anuncio gozoso. La buena noticia de Dios con los hombres está enmarcada por dos experiencias inefables donde las mujeres son coprotagonistas. Hoy vemos que, en las celebraciones de Semana Santa, y en todas las misas y actividades parroquiales, en general, las mujeres son clara mayoría. La Iglesia tiene un rostro muy femenino, ¡sin duda!

¿Qué les dice Jesús a las mujeres? Alegraos. Soy yo. ¡No temáis! Después les da una misión: Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea. Allí me verán.

Las mujeres son misioneras. Muchas veces son las que tienen que alentar y sostener la fe de los hombres, más incrédulos y reticentes. Las mujeres madrugan, compran perfumes, preparan lienzos, cuidan de los vivos y de los difuntos, se preocupan por los detalles. Por eso salen al sepulcro, al rayar el alba. Por eso Dios las encuentra, porque están despiertas, en vela. Su actitud les permite estar alerta a lo que está sucediendo: un hecho que cambiará toda la historia humana.

¿Cómo vivimos los cristianos de hoy? ¿Sabremos celebrar la Pascua con la plena convicción y sentimiento de que Jesús está vivo entre nosotros? En la misa nos sale al encuentro. Hecho pan llama a nuestras puertas para habitar nuestro cuerpo. Su Espíritu pide alojarse en nuestra alma. ¿Le abriremos las puertas? ¿Sabremos alegrarnos y salir corriendo a anunciarlo, como Magdalena, Salomé y María de Cleofás?

Juan y Pedro viven otra experiencia. Aún antes de ver a Jesús, comprueban que el sepulcro está vacío. ¿Dónde está el maestro? Con sobriedad, Juan relata su propia reacción: vio y creyó. No nos habla de sus sentimientos, ni de lo que debió imaginar, creer o esperar. Simplemente: vio y creyó. ¡Qué sencillas palabras, y qué grandes!

Nuestra fe no es una creencia ciega en ideas bonitas. Juan no creyó porque tuviera una experiencia mística o un gran deseo de que su maestro resucitara. Juan creyó porque vio. Y más tarde, en sus cartas, escribirá lo que todos sus compañeros vieron, oyeron, tocaron, con sus ojos y con sus manos. La experiencia de encuentro con Jesús no es mental, ni psicológica ni esotérica. Es física, palpable y real. No se da en un limbo espiritual ni en un plano metafísico, sino en este mundo material y terrenal. Impresiona pensar que la resurrección ocurrió en una oscura gruta de roca, que hoy millones de turistas visitan, quizás sin captar del todo la relevancia del misterio insondable que encierra.

Dios no nos pone las cosas tan difíciles. No reserva sus dones a una élite de místicos iniciados. No. Dios está cerca de su pueblo, de todo pueblo, de todos nosotros, gente normal y corriente, y nos sale al encuentro en nuestro día a día. Esto significa «ir a Galilea». Galilea es el escenario de la cotidianidad, del trabajo, de la familia, de los afanes y sudores, de la amistad. Es nuestra ciudad, nuestra casa, nuestro barrio. Ahí encontraremos a Jesús. Pero, tras su resurrección, podemos vivir nuestra vida de siempre de otra manera, totalmente nueva. Ahora sabemos, porque él nos lo ha dicho, que es una vida que nunca termina, que avanza hacia su plenitud y que tendrá un glorioso final.

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