2007-09-30

Un abismo insalvable

Domingo XXVI tiempo ordinario
Estando (el hombre rico) en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males; por eso encuentra aquí consuelo mientras que tú padeces. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar...”
Lucas 16, 19-31

El Dios de la justicia

Esta lectura nos revela que el Dios de la tradición judía es sensible y humano. Se conmueve ante el sufrimiento y la pobreza, y se indigna ante los ricos, que viven en la abundancia sin mirar a los más necesitados.

El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob; el Dios de Jesús de Nazaret, es un Dios con corazón, que se desposa con la humanidad y se compromete con ella. Sufre a su lado y no permanece indiferente a las injusticias. Con esta parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús nos alerta: ¿qué estamos haciendo con los pobres?

En la parábola vemos al hombre rico que banquetea espléndidamente mientras el pobre Lázaro, a su puerta, malvive recogiendo las migajas. Esta imagen evoca el enorme abismo que se abre entre los países ricos –Europa, América del Norte…- y los países más pobres de África, Asia, América del Sur. Los países pobres son como Lázaro, recogiendo miseria a los pies de los ricos que, en muchas ocasiones, han alcanzado su riqueza explotándolos sin escrúpulos.

La generosidad, coherente con la fe

No caigamos en el riesgo de hacer una interpretación marxista de esta lectura, que tampoco sería cristiana. La riqueza y el capital, en si, no son malos. Lo que sí debemos tener en cuenta es el uso que hacemos de ellos. No se trata de renunciar al dinero, a los bienes y a la propiedad. Se trata de ponerlos al servicio de todos, especialmente de los pobres. Hay personas muy ricas que son extraordinariamente generosas. La Iglesia, por su parte, recoge esta vocación de servicio al pobre y lo ejerce a través de las innumerables obras de Cáritas y las misiones, por todo el mundo.

No hablamos tanto del tener como del ser. ¿Cómo vivimos nuestra vida cristiana?

La fe coherente no se limita a la oración y a la celebración comunitaria. La fe también pasa por la generosidad económica.

La primera cosa que podemos cambiar es a nosotros mismos. ¿Cómo es nuestra vida con Dios, nuestra vida de pareja, familiar, social…? ¿Hay coherencia entre nuestra fe y lo que vivimos? Es necesario que vinculemos nuestro ser cristiano con nuestra vida social. No podemos dividir ni separar todas las facetas de nuestra existencia. Nuestros valores cristianos deben cruzarse con nuestra cultura para que el mensaje de Dios llegue a todos. Nuestra actitud con los más desvalidos también debe reflejar esta convicción.

Cambiar el mundo está en nuestras manos

Hay quienes afirman que la pobreza es un problema de los políticos. Pero los gobiernos no pueden resolver todos los problemas del mundo. Muchas revoluciones de la historia han venido, no de las cúpulas de poder, sino de la base social. El poder tiende a anquilosarse y a mantenerse; es en la sociedad viva, inquieta, responsable y emprendedora donde germinan las semillas del cambio. Con el enorme potencial que tenemos, los cristianos podríamos cambiar la estructura del mundo. Pero estamos adormecidos y dejamos que se cometan abusos y corrupciones sin número. Nos conformamos pensando que son los gobernantes quienes deben solucionarlo, y no nos damos cuenta de que no podemos esperar que el cambio sea de arriba abajo. El cambio se producirá de abajo arriba.

Claro que Dios ayuda, pero los cristianos estamos llamados a poner algo de nuestra parte. Nuestra misión es ser solidarios, compasivos, generosos y luchadores por la justicia, con todas nuestras fuerzas, tanto físicas, como anímicas y espirituales. Como decía san Ignacio, hemos de actuar como si todo dependiera de nosotros, pero con la confianza de que todo, finalmente, depende de Dios, reposando en él con fe sin límites.

Puede suceder que el desánimo nos invada. Hay tanto mal en el mundo, tantos conflictos, tantos problemas… No pensemos que el mal es irremediable. La mirada tierna y cálida de Jesús cambió la vida de muchas personas. Nuestra actitud, nuestras pequeñas obras de cada día, también pueden provocar cambios a nuestro alrededor.

El abismo infranqueable: el egoísmo

La imagen del hombre rico abrasándose en el infierno es sobrecogedora. Pero su tortura es la misma de aquellos que se encierran en el ensimismamiento y viven centrados en su propio deseo. Vivir así nos quema, no en el infierno, sino aquí, en la tierra. Pensar sólo en uno mismo nos pulveriza, nos reduce a cenizas. Nos arrebata los sueños, la alegría, el sentido de vivir. Nos convierte en polvo.

En este mundo dominado por las tecnologías y la comunicación, ¡estemos alerta! Muchas son las personas que agonizan, clamando al cielo. Jesús nos llama a pensar en ellas. El hambre mata más que las guerras; el egoísmo quita más vidas que las propias armas. ¿Qué hacemos nosotros, con nuestra vida, con nuestros bienes y nuestro patrimonio? ¿Dónde están los pobres en nuestra existencia? ¿Vivimos para servirnos de ellos o para servir a los demás?

El hombre rico, consumido por el fuego, arde en el infierno y sufre tormentos sin fin. Lo que nos quema, en realidad, no son las llamas, sino el egoísmo. Lo que nos aparta de Dios y de la plenitud humana es el ego inflamado. Ese es el abismo insalvable, el precipicio entre el mal y el bien, entre ángeles y demonios, entre la generosidad y el egocentrismo. El infierno más profundo es la terrible soledad, la carencia de valores, vivir sin norte, sin principios.

Sólo Dios puede salvar ese abismo infranqueable, si dejamos que penetre en nuestro interior. Abramos nuestro corazón, abramos nuestras manos y tendámoslas a los demás. Solamente así construiremos el Reino del Cielo en este mundo.

2007-09-23

Nadie puede servir a dos amos

Domingo XXV tiempo ordinario
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, lo vuestro, ¿quién os lo dará?
Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.
Lucas (16, 1-13)


El dinero al servicio de las personas

Son palabras duras las que Jesús dirige a los suyos. El mensaje es rotundo: el dinero nunca puede ser un obstáculo para seguirle.

El dinero, en sí, no es malo. La economía mueve el mundo y nos proporciona recursos necesarios para vivir. Pero los cristianos debemos considerar cómo valoramos el dinero y qué lugar ocupa en nuestra vida. ¿Lo situamos por encima de todo? ¿Gira nuestra existencia entorno a él?

Es un reto saber evangelizar el mundo del dinero, la economía y la propiedad. Todo cuanto tenemos, desde la misma existencia, la familia, nuestro hogar, los medios de que disponemos, incluso nuestro patrimonio, todo es un regalo de Dios. No seamos marxistas ni puritanos. Dios nos da los talentos para desarrollar la economía y para incrementar nuestras fuentes de ingresos. Nos da la inteligencia para alcanzar la prosperidad. No podríamos construir casas, hospitales, escuelas, iglesias, sin dinero. Pero es importante tener sensibilidad a la hora de invertirlo.

Dios jamás olvida al pobre

En la lectura del Antiguo Testamento, del libro del profeta Amós, vemos cómo Dios se enoja con aquellos que se dedican a amasar sus fortunas a costa del sufrimiento de los demás: “Compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias” (Am 8, 4-7) El profeta ataca a quienes, por tener mucho dinero, se creen poderosos, por encima de los demás.

Hoy asistimos a un crecimiento económico descontrolado, vemos empresas que explotan a sus trabajadores para obtener mayores beneficios, especialmente si éstos son pobres y viven en condiciones ilegales, asfixiándolos y amenazándolos con el despido si no se doblegan a sus condiciones. El dinero fruto de la explotación es diabólico. Pero Dios tendrá en cuenta estas injusticias. Como sigue la lectura de Amós, “el Señor no olvidará nunca vuestras acciones”. Estamos abandonados en sus manos y llegará el momento en que se hará justicia.

Dios es tremendamente social. Los pobres ocupan un lugar preferente en su corazón, y no quiere que sean aplastados por un capitalismo exacerbado, falto de escrúpulos y de humanidad.

La patología del dinero

Existe una patología social muy grave: la enorme dependencia del dinero. Para muchas personas, todas las facetas de su vida giran entorno a las ganancias, al poseer, al consumir, y todo se supedita a los ingresos económicos.

¿Tener es lícito? Claro que sí. Todos necesitamos vivir, y unos pueden tener más que otros, incluso ser ricos. Disfrutar de una buena posición económica no es malo en absoluto. Pero lo importante es que ese dinero, sea poco o mucho, esté ganado con honestidad y podamos compartirlo, siendo solidarios con los demás, especialmente con los que no tienen.

Se gastan enormes fortunas en obras inmensas y lujosas, para el disfrute de unos cuantos millonarios. Se levantan rascacielos y se construyen islas artificiales cuyo coste es incalculable. Con sólo una pequeña parte de esos dispendios, se podría acabar con el hambre de África. Esto nos demuestra que en el mundo hay recursos suficientes para todos, ¡los hay! El problema es que falta una conciencia solidaria. Las personas pensamos sólo en nosotras mismas, en nuestro lucro, ignorando las necesidades de los demás. Tendemos a marginar a los que nos incomodan y no queremos angustiarnos pensando en su situación. Sólo nos preocupa nuestro confort.

Dar, señal de gratitud

Cuando nos duele compartir y dar algo de lo que es nuestro, es el momento de pensar que nuestra riqueza sólo tiene sentido cuando gira en torno a las personas, a su bienestar, y también a la voluntad de Dios, y no al contrario.

Si Dios nos da las capacidades para obtener dinero, al menos, como agradecimiento, deberíamos destinarle una parte de nuestras ganancias, lo que entre los judíos es el diezmo. Las campañas de la Iglesia contra el hambre, o para recaudar fondos contra el sida, las drogas, las enfermedades… todas ellas nos interpelan y nos están diciendo justamente esto. No es posible que, con todo lo que tenemos y disfrutamos, no seamos capaces de hacer vibrar la cartera. Si nuestro corazón se conmueve, también debe notarse en nuestra aportación para estas causas, al servicio de los más necesitados. Si no es así, tal vez es porque estamos secos y endurecidos y tan sólo venimos a misa para calmar nuestra conciencia.

El compromiso social nace de nuestra fe

En el evangelio, Jesús señala que, quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho. Con estas parábolas alude a una realidad mayor. Somos administradores de la riqueza de Dios. Hemos recibido muchos dones y esto supone una gran responsabilidad: ¿qué hacemos para potenciar esa riqueza? ¿Cómo la utilizamos? En la parábola del administrador astuto, Jesús elogia su habilidad para manejar el dinero y crear una situación propicia para él. No está elogiando su falta de honestidad, sino su astucia.

Podemos cambiar el mundo. No permanezcamos sentados, impasibles. Hemos de salir a predicar, a anunciar, cada cual a su modo, que se pueden hacer muchas cosas para mejorar la sociedad. Un cristiano coherente se compromete con la sociedad y sus necesidades.

Seamos benevolentes con el pobre y potenciemos nuestra mayor riqueza, que no es el dinero, no, sino algo infinitamente más grande: saber que Dios nos ama, muchísimo. Este es el gran tesoro que nos da fuerzas para levantarnos cada día, trabajar, sufrir, amar, luchar… Nuestra gran riqueza se encuentra en el corazón de Dios.

2007-09-16

El cielo se alegra cuando un pecador se convierte

Domingo XXIV del tiempo ordinario.
Ciclo C
Lc 15, 1-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”.

Los que se creen perfectos

El evangelio de hoy vuelve a señalar la controversia que se daba entre Jesús y los fariseos. Era muy frecuente que se acercaran a Jesús publicanos y gentes consideradas pecadoras. Eran personas que sentían que algo debía cambiar en su vida y reconocían que en Dios estaba la respuesta a su búsqueda, el sentido de sus vidas, la felicidad. Marginados por su condición de publicanos, tachados de pecadores, acudían a Jesús, quien los escuchaba y les hablaba al corazón.

Los escribas y fariseos pertenecían a un grupo prestigioso, una clase social alta y de buena reputación. Observantes estrictos de la Ley, llegaban a creerse puros y perfectos, en contraste con los pecadores, y formaban una elite con poder religioso e influencia sobre el resto de sus conciudadanos. Hoy día, este grupo podría muy bien ser el conjunto de los creyentes, los que van a misa, cumplidores con el precepto. La tentación de juzgar y señalar a los demás es la misma.

Son estas personas, que no reconocen fallos en su conducta, que no creen necesitar la misericordia de Dios, los que murmuran y critican a Jesús.

La salvación es un regalo

Jesús responde a sus murmuraciones con tres parábolas: la oveja descarriada, la dracma perdida y el hijo pródigo. En todas ellas, lo más importante a destacar, más incluso que la conversión del corazón, es la inmensa misericordia y generosidad de Dios. No se trata tanto de esforzarse, de ganar méritos, de hacer el esfuerzo por convertirse y volver a él, como de recibir la gracia inmerecida de Dios. La salvación es un regalo suyo. Una relación mercantilista, que ofrece favores a cambio de la gracia, no nos garantizará el cielo. El mismo Papa Benedicto XVI lo apuntó recientemente en una de sus homilías: el solo hecho de venir a misa y cumplir el precepto no nos asegura la salvación. Dios nos regala su perdón. Más que nuestro esfuerzo, el amor infinito de Dios, su gracia, su iniciativa, serán lo que nos salve.

El pastor busca a la oveja descarriada. Cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros y comunica con alegría a sus amigos que ya la ha encontrado. Así mismo la mujer, cuado encuentra su moneda perdida, reúne a sus amigas y celebra el hallazgo. El cielo se alegra con cada persona que se convierte, que es hallada y que regresa al amor de Dios.

Evangelizar con respeto

La figura del pastor que sale en busca de la oveja perdida nos muestra que los cristianos no podemos quedarnos encerrados en nuestro redil. Hemos de salir más allá de nuestro territorio, proyectándonos hacia fuera, evangelizando, con dulzura, con belleza, con hondura; hemos de aventurarnos para ir a los que no conocen a Dios o viven al margen de él.

Pero, en nuestra tarea evangelizadora, nunca debemos forzar la fe. Colonizar no es lo mismo que invitar, ofrecer, regalar. Jamás hemos de imponernos. Estamos llamados a conquistar, a seducir, a atraer, con ternura, a los demás, con un profundo respeto a su libertad.

Tan sagrado es creer como respetar la libertad del otro. La fe no puede imponerse. Antaño, la pedagogía era más impositiva. Algunos tal vez aún recordamos aquella frase: “la letra con sangre entra”. En la evangelización no puede ser así. Hemos de educar enamorando.

La ruptura, el mayor sufrimiento

La parábola del hijo pródigo nos muestra con claridad cómo es Dios. En esta historia, vemos como un joven insensato pide su herencia y dilapida sus bienes. Cuando lo ha gastado todo, se queda solo, siente frío y hambre. Alejado de su padre, de su familia, de su hogar, su hambre, antes que nada, es un hambre de calor.

Entre tanto, el padre siempre espera, asomado al camino, día tras día, anhelando que el hijo vuelva. Y el hijo regresa, compungido, y pronuncia aquellas palabras: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco llamarme hijo tuyo. Acéptame, al menos, como uno de tus criados”.

El padre lo acoge, lo abraza, lo cubre de besos, lo viste y festeja su regreso.

El retorno del hijo pródigo es una imagen de la conversión. No sólo se refiere a una conversión en el sentido moral, de abandonar una vida disoluta o reprobable. El sentido más hondo de la conversión es la reparación de una ruptura. El padre sufre con la ruptura, del mismo modo que Dios sufre cuando el hombre rompe con él y se aleja, creyéndose mejor que nadie, por encima de los demás, pensando que puede prescindir de su amor.

El hijo mayor de la parábola reacciona de manera agresiva ante la bondad de su padre. Lo increpa con dureza. “A mí, que siempre he estado a tu lado, obedeciendo todas tus órdenes, jamás me has ofrecido una fiesta”. Si realmente estuviera unido al padre, se sumaría a su alegría. En cambio, tiene celos. Su actitud también nos interpela. Dios es tan compasivo que, a veces, su misericordia nos indigna. Pero, ¿cómo puede enfadarnos que Dios sea bueno y misericordioso con el pobre, con el pecador? El hijo que no se ha ido de casa está mucho más distante de su corazón. El que estaba cerca, en realidad, está muy lejos. Se enfada. Ha roto con él.

La peor inmoralidad

A veces tendemos a interpretar el pecado reduciéndolo a cuestiones de moral sexual. Pero también existe la moral social. Peor que la pornografía es el afán de poder. Peor aún que la prostitución es el orgullo y la soberbia. Existe la pornografía del terror, del egoísmo, de la prepotencia, mucho más terrible que la del sexo. Porque ésta tiene enormes consecuencias morales. Cuando una persona se endiosa y se olvida de los demás, cuando se convierte en el centro de su propia vida y cae en la vorágine de la avaricia, del afán de dinero y poder, ignorando la pobreza y el sufrimiento de aquellos que sufren por su causa, esa persona cae en la mayor de las inmoralidades. Está atentando contra la caridad, la fraternidad, la solidaridad y el bien de las personas. Está rompiendo con Dios.

Dios también es alegría

Dios es paz, comprensión, misericordia. Pero también es fiesta y alegría. Se regocija y quiere celebrar la venida de los que se han convertido y vuelven a él.

¿Sabemos alegrarnos con él? ¿Estamos en su órbita, sintonizando con su corazón? ¿Perdonamos como él? ¿Somos compasivos? Por supuesto, que todos necesitamos convertirnos, nunca estamos totalmente limpios de corazón. Pero lo deseamos, y este deseo va acompañado de una misericordia creciente con los demás, especialmente con aquellos que no nos caen bien, con los que nos critican o nos han ofendido, con los que nos desprecian. Cuando lleguemos a las puertas del cielo, no nos examinarán de nuestros méritos, sino de lo mucho que hemos amado, de lo mucho que hemos perdonado. Las puertas del cielo se abrirán en la medida de lo mucho que hayamos dejado que Dios corone nuestra existencia.

2007-09-09

Quien quiera seguirme…

Dios en el centro de nuestra vida

La bondad de Jesús cala en los corazones de quienes le escuchan. En un momento dado, mira a su alrededor y ve a una multitud que le sigue. Entonces se dirige a aquellos que quieren ir en pos de él con una interpelación que no deja de sorprender por su exigencia.

Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta frase suena como un bofetón. Sus palabras se clavan como dardos. ¿Cómo interpretarla?

No podemos interpretarla de modo literal o fundamentalista. Dios no desea la ruptura de las familias ni el abandono de los deberes de cada cual. No se trata de rechazarlo todo, de abandonar la familia o de romper con nuestro entorno. Eso sí, para quien dice sí a Dios, él es lo primero en su vida. Es tanto, o más, que la propia familia. La persona que sigue a Dios abre su corazón a él para incluirlo y situarlo en el núcleo de su existencia.

La familia

Jesús pide a quienes realmente quieran seguirlo que pospongan padre, madre, hermanos, familia y sitúen a Dios en el centro de su vida. Esta es la condición necesaria para que se dé una total sintonía con él, una confluencia de libertades –mi libertad, la libertad de Dios- y de voluntades acordes.

Seguir a Dios requiere dejar muchas cosas atrás. Son aquellos lastres que nos impiden acercarnos a él. A veces pueden ser personas, situaciones, cosas que nos atan. La familia puede ser un gran apoyo en la vocación si se alegra de ésta y la comparte. Pero, en ocasiones, también la familia, cuando se opone, puede dificultar o impedir la fe. En nuestro mundo de hoy los cristianos no son arrojados a los leones, pero sí existen muchas fuerzas sutiles que quieren arrancar la fe de la sociedad y de nuestro corazón. Cuando Jesús dice: “Quien no lleve su cruz no puede ser discípulo mío”, se está refiriendo a esto. Llevar la cruz por decir sí a Dios puede acarrearnos conflictos sociales y familiares; muchas veces comportará navegar a contracorriente y enfrentarnos a la oposición de muchos. Es en esos momentos cuando hay que estar dispuesto a dejarlo todo por la vocación. Es entonces cuando debemos recordar que, en el origen de todo está Dios. Él ha querido nuestra existencia y nos ha regalado todo cuanto tenemos: vivir, respirar, los padres, el esposo o la esposa, los hijos, la familia, el trabajo, los bienes que disfrutamos… Todo cuanto tenemos es suyo. Ignorar a Dios es la gran tragedia del ser humano.

Jesús no quiere que rompamos con nadie; su único deseo es que seamos capaces de amarle mucho.

El mayor obstáculo: uno mismo

Pero a menudo puede suceder que el mayor obstáculo a superar seamos nosotros mismos. “Negarse a sí mismo” alude al mayor de todos los impedimentos: el ego. Las personas tendemos a aferrarnos a nuestro concepto de la realidad, a nuestros criterios, nuestro modo de hacer y de pensar. Somos duros y reticentes a cambiar. Nos centramos en nosotros mismos y pretendemos que la realidad se adapte a nosotros o que el mundo gire a nuestro alrededor.

Negarse a sí mismo significa volcarse en los demás, especialmente en los más pobres, necesitados de nuestro amor. Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de caer en el narcisismo. Negarse a sí mismo se traduce por ocuparse de los otros, por diezmar una parte de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestros afanes, para la causa del Reino de Dios.

Repensemos nuestra vida con Dios. Es posible que el mayor obstáculo sea yo. Este es el bache más difícil a superar, el mayor muro: vivir centrado en uno mismo.

La sabiduría del corazón

Sigue hablando Jesús con la parábola del hombre que calcula bien antes de echar los cimientos de su torre. Calculemos bien. Es ahí donde entra en juego la inteligencia del corazón. Esa inteligencia no es mero saber abstracto, ni erudición, sino sabiduría. Es la inteligencia del amor que nos permite descubrir la voluntad de Dios. ¿Cómo alcanzar esta sabiduría?

Los niños, con su innata sabiduría natural, nos muestran una maravillosa capacidad para captar las verdades espirituales. El niño intuye esa realidad trascendental que le rodea. Luego, si no recibe la educación adecuada, tal vez su entorno y la sociedad lo despistarán y adormecerán su sensibilidad religiosa. Pero, si ésta se cultiva, crecerá y enriquecerá su vida. Los niños que dan sus primeros pasos en la fe son, en muchos aspectos, auténticos maestros.

La verdadera sabiduría consiste en abrirse a Dios y dejarse llenar por su amor. Del intelecto pasamos a la experiencia. Del puro raciocino llegamos a la vivencia palpable. Los cristianos estamos llamados a ser excelentes, no en estudios, teología, filosofía o conocimientos científicos. El día en que muramos, no nos examinarán de nuestras capacidades intelectuales, sino de nuestra apertura a Dios. Nuestra aspiración es obtener un “diez” en el amor, en el servicio, en la generosidad, en la entrega a los demás.

2007-09-02

Llamados a la humildad

Domingo XXII del tiempo ordinario
Lc 14,
1-14
“Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

El banquete de los fariseos
Jesús nos propone en esta lectura una actitud fundamental en la vida cristiana: la humildad. Aprovecha el contexto de un banquete al que es invitado para asentar criterios.

En ese banquete, Jesús observa a los fariseos. Entre los hombres de esa clase social, muchos pugnaban por los primeros puestos, por la preeminencia y la notoriedad. Hoy hablamos de ese afán por querer salir en la foto.

Hemos de huir de la vanagloria. El único que posee gloria es Jesús, y renunció a ella. Esto supone un cambio de mentalidad, en contra de las corrientes de nuestra cultura.

¿Qué significa la humildad evangélica?

Dios, el primer humilde

Dios es el gran humilde que nos da ejemplo el primero. A través de la encarnación nos va revelando su pequeñez y su sencillez. Asume la condición humana y su fragilidad. Un niño en un pesebre es la imagen más bella de este Dios humilde.

Dios no premia al que se libra a una carrera trepidante por brillar, ya sea intelectualmente, económicamente o de otros modos. Dios, en cambio, enaltece al humilde. Jesús fue el primero. Obediente al Padre, fue dócil y aceptó pasar por todas las humillaciones posibles. Y Dios lo enalteció, resucitándolo después de su muerte.

Ser humilde significa replantearse muchas cosas. Supone renunciar a ser infalibles, a querer tener siempre la razón, a discutir o pelear por imponer nuestra verdad, salvaguardando nuestro orgullo. Es muy difícil aceptar que el otro no piensa igual que nosotros y que podemos equivocarnos, que nuestra percepción de las cosas no es siempre certera. Dios es el único que jamás se equivoca. Pero nosotros, desde el momento en que nos levantamos y damos el primer paso, nos equivocamos una y otra vez. Somos así, y pensar que no podemos fallar es petulancia y vanidad.

Ser últimos

El mundo se ve agitado por las luchas por ser el primero en todos los ámbitos: en el político, el religioso, el social, el cultural… Nos gusta posicionarnos, ser protagonistas de la historia, ser el centro. Para decirlo en una expresión coloquial, nos miramos demasiado el ombligo, o pretendemos que el mundo gire a nuestro alrededor.

Más allá de nosotros existe una realidad muy rica y diferente, ni más ni menos importante que la nuestra, ante la que no podemos cerrar los ojos.

El humilde vive en paz. No busca competir con nadie ni pasar por delante de los demás. La dinámica de la humildad es pacífica. Entraña aceptación, calma y sosiego.

Este evangelio de hoy es una llamada a echar el freno en esa carrera desenfrenada hacia poseer más, dominar más, ser más que nadie, con un orgullo sin límites.

Nuestro lugar es servir

Renunciar a competir también nos evitará mucho sufrimiento. El desgaste psíquico, anímico y espiritual de querer mantenerse siempre en el primer puesto, es enorme. Y ese esfuerzo nos aleja de Dios y de la realidad que nos envuelve. Nuestro lugar es para servir. Si alguien nos coloca ahí donde estamos es porque cree en nosotros y confía que estamos capacitados para prestar un servicio a los demás.

Sólo los últimos son felices, libres de la competitividad, del afán de figurar y de la vanagloria. Tan sólo en una cosa hemos de afanarnos: en correr para ayudar y atender a quienes nos necesitan, a los más pobres y olvidados. Únicamente en esto hemos de apresurarnos para ser primeros. En cambio, a la hora de buscar poder, reconocimiento, prestigio y honor… en esto, seamos últimos.

La imagen del banquete, en los evangelios, ha de leerse como un símbolo de la eucaristía. A este banquete están especialmente invitados los más pobres, los alejados, los que sufren. Esos cojos, ciegos y lisiados de los que habla Jesús son, en realidad, los humildes. Los que no poseen nada ni pueden presumir de nada, en su pequeñez. Los humildes sintonizan con el corazón de Dios de un modo especial. Y nosotros, hijos de Dios y creados a imagen suya, somos transmisores de su humildad. Ser humilde, en clave cristiana, no es otra cosa que ser una persona abierta a Dios. Ser humilde es poner el corazón en Dios, y no en el dinero, el prestigio o el conocimiento intelectual. Los humildes sólo cuentan con su bondad, su sencillez y su gratitud. Pero tienen el mayor tesoro: el amor de Dios.

Ojalá los cristianos vivamos con la sensibilidad despierta y tengamos nuestras puertas abiertas a quienes más sufren. Dichosos los humildes, dice la bienaventuranza, porque ellos verán a Dios. Lo verán en el rostro de tantas y tantas personas sencillas, necesitadas, carentes de ayuda y afecto. En ellos, cuando sepamos acogerlos, veremos a Dios.