2006-06-25

Confianza en medio de la tempestad

Después de una larga jornada predicando a las gentes, Jesús se aleja de la playa para descansar, con paz y sosiego. Para ello, sube a la barca con sus discípulos y se aleja de la orilla.

Ya en alta mar, llega un huracán y se levanta la tempestad. Las olas zarandean la barca y los apóstoles tienen miedo. Jesús duerme. ¿Cómo es posible? Podría parecer que es indiferente al peligro que corren? Jesús duerme porque confía en Dios Padre.

Dios está en medio de la tormenta

En nuestro mundo de hoy, muchos son los oleajes que sacuden nuestro corazón. Sólo duermen tranquilos quienes tienen paz, los que confían en Dios. Jesús tenía calma en su interior porque la rica relación con su Padre, Dios, lo llenaba.

Analógicamente, la Iglesia hoy es un barco que navega en alta mar, con la misión de llevar la buena nueva y rescatar a las gentes que se hunden en el egoísmo. También recibe los embates de muchas olas, a través de las críticas mordaces y despiadadas y los ataques contra los valores cristianos. La Iglesia está en un momento crucial de su historia. La increencia, la calumnia, el narcisismo, sacuden con fuerza esta embarcación. A pesar de todo, más que nunca hemos de saber que, aunque parezca callar, Dios está a nuestro lado.

Crisis de confianza

Hoy, además de la crisis de fe, se da una crisis de confianza. Nos cuesta mucho confiar en los demás. No sólo en los personajes públicos, sino en los seres cercanos: la familia, los amigos, el mismo Dios. La hermosa relación entre el hombre y Dios, como vemos en el relato del Génesis, se rompe cuando nace la desconfianza. Toda desconfianza destruye relaciones y proyectos humanos. Esta es la gran crisis de nuestra civilización. Cada vez avanzamos hacia un mundo donde todo es virtual. Y la confianza debe ser encarnada. Confiar, además, no es un mero estado psicológico, o un sentimiento pasajero de bienestar. Es la certeza de saber que, abriéndonos a la otra persona, podemos crecer y madurar.

La falta de alegría, de entusiasmo, de fe, es una consecuencia de la pérdida de confianza. Si perdemos la fe, la esperanza, el amor, la confianza, ¿qué nos queda? Nada. Un absoluto vacío, abismo sin sentido. En el caso de las relaciones que han durado largos años, como en muchas parejas, cabe preguntarse cómo es posible que se rompa algo que se ha vivido con plenitud durante mucho tiempo?

Cuando se pierde la confianza, se pierde el sentido de la vida. Sobre la confianza se construye todo. Los cristianos estamos llamados, no sólo a creer, sino a confiar en Dios, y a amarlo con intensidad. Creer, amar, esperar, se culminan con el confiar.

Dios no duerme

No podemos apearnos de la confianza. Podemos sentir miedo e inquietud, es muy humano. Pero, ¡el milagro es que el barco aún no se ha hundido! Y es porque Dios no duerme. Siempre vela, junto a nosotros. Finalmente, dice el evangelio, Jesús se levanta, increpa al viento y hace callar las aguas.
No nos desengañemos. El mundo vive inmerso en la tempestad. Nuestra vida transcurre en medio de un constante vaivén. Pero, ¡tengamos calma! La barca seguirá a flote. Dios nos dará la fuerza y la serenidad. Más allá de nuestras facetas físicas y psicológicas, tenemos una parte espiritual que nos da una enorme fuerza. Somos hijos de Dios, de su misma naturaleza. Si alguna vez nos preguntamos cómo es posible que una persona, hija de Dios, sea capaz de hacer tanto daño, es porque esa persona se ha rendido a la seducción del mal.

¡Cuántos son los ruidos que nos envuelven! Los vendavales y el estruendo desestabilizan la sociedad y el mundo entero. Necesitamos paz, calma, sosiego. La alcanzaremos en su plenitud en el cielo. Pero en la tierra nuestra vida es lucha contra el mal. Nuestra misión es rescatar de las aguas turbulentas a muchas gentes y traerlas hacia la luz del rostro de Dios. El mundo es una batalla continua. Pero, en medio de la brega, dejémonos enamorar por Dios. Él nos dará fuerzas y llenará nuestro corazón de calma y de paz.

2006-06-18

Corpus Christi

Dar la vida, el mayor gesto de amor

El sentido teológico de esta fiesta es el misterio de Cristo, hecho pan y vino en el sacramento de la Eucaristía. En la última cena con los suyos, antes de morir, Jesús pronuncia estas palabras: ?Tomad, esto es mi cuerpo?, y ?Haced esto en memoria mía?. Entrega su cuerpo y su sangre, es decir, su vida entera. Y lo hace por amor. Con esta frase, Jesús está diciendo: tomad, esta es mi vida, mi libertad, mi deseo de hacer la voluntad del Padre. Cristaliza para siempre ese momento culminante con un gesto de entrega total.

Los cristianos heredamos esta manera de amar, dando sin límites, con generosidad. No necesariamente hemos de morir para dar la vida. La mejor manera de entregar la vida es dar nuestro tiempo, lo que somos, vivimos, celebramos, aquello de Dios que hay en nosotros.

El fundamento de la fe es la entrega

Antiguamente, nos dice la Biblia, se sacrificaban animales ante Dios. Jesús se sacrifica él mismo en rescate por la humanidad. Su sangre, vertida por amor, es la ofrenda. Va más allá del cumplimiento de unos preceptos: da su vida, entrega su corazón a Dios. El cristianismo no se fundamenta en los ritos, sino en la entrega.
La dinámica eucarística es ésta: oblación, entrega a Dios y a los demás. La misa nuclea el fundamento de nuestra fe. El gesto de partir y tomar el pan y el vino sacramentaliza la presencia real de Jesús.

Estamos llamados a trabajar por hacer cielo en medio del mundo con un abandono total en Dios. Esto supone luchar a contracorriente. Es difícil predicar al vacío, ante personas de corazón endurecido y cerrado, o ante gentes que han perdido el sentido de la existencia, que se sienten derrotadas, que optan por estar en el arcén espiritual. Pero Jesús lo hace, dando hasta su vida. Nosotros también podemos hacerlo. Podemos ir dando nuestra vida, poco a poco, por amor. Estamos llamados a ser pan y vino para los demás.

Nos convertimos en pan y en vino

Cristo es verdadero pan para el cristiano. Nuestras células espirituales necesitan el alimento de su cuerpo y de su sangre y el oxígeno del amor de Dios. A medida que lo asimilamos, nuestra vida va creciendo a la par que la vida de Jesús. Como él, que nació, fue niño, creció y, ya adulto, predicó hasta su muerte, nosotros también hemos de pasar ese proceso en nuestras vidas. El cristiano adulto deja de ser un niño inmaduro psicológicamente y sale a anunciar la buena nueva. Hace de la palabra de Dios vida de su vida. La madurez cristiana se demuestra en una entrega como la de Jesús, en la donación de la propia vida.

Nuestra vida ha de convertirse en una hostia pura. Es entonces cuando saldremos de la multitud sin norte y caminaremos hacia la plenitud del amor de Dios.

2006-06-15

La Trinidad: Dios es una familia

Dios es comunidad

El misterio de la Trinidad nos revela las entrañas de Dios, lo más profundo de su corazón. Dios es una única naturaleza y tres personas. ¿Cómo entenderlo? La Iglesia ha hecho un gran esfuerzo para explicarlo y llegarlo a comprender.

Dios es Padre y Creador. Decide entrar en la historia de la humanidad a través de Jesús y en el devenir de la Iglesia a través del Espíritu Santo. Nunca os dejaré solos, dice Jesús. Y así es.

Hoy atravesamos épocas difíciles. Parece que entramos en una era glacial espiritual. La fiesta de la Trinidad nos recuerda que dentro de Dios hay una familia, una unidad inquebrantable. Son tres en uno, con la misión de santificar el mundo y hacer el Reino de Dios presente en la tierra.

Dios Padre

Dios Padre está muy lejos de esa imagen que algunas tendencias culturales han transmitido, de un Dios juez y fiscalizador. Dios no es autoritario ni coarta nuestra libertad. Es un Dios amigo. Aún más, es un padre. De ahí que nosotros podamos dirigirnos a él como hijos. ¡Qué diferente es hablara Dios como a un padre! Jesús lo llamaba Abbá, palabra cariñosa que significa, literalmente, papaíto. Dios ama tanto a sus hijos que les da completa libertad, sin condicionamiento alguno, permitiendo que, incluso, puedan volverse contra él y matar a su hijo. No desea una relación interesada ni mercantilista. No quiere un amor a cambio de favores. Siempre estaremos en deuda con él, pero Dios es inmensamente generoso. Tan sólo hemos de reconocer su gratuidad. Nos regala el universo entero, el cielo estrellado, el canto de los pájaros, la luz de un amanecer o la belleza del ocaso, la sonrisa de los niños y la madurez de los ancianos. ¡Dios es bueno!

Dios Hijo

El Hijo tiene una sintonía especial con Dios pues lo ve como padre. Por él, es capaz de sacrificarlo todo, incluso la vida. Y trabaja para que todos conozcan la palabra de Dios. Es un empresario del Reino de Dios en el mundo. El Hijo, Jesús, es nuestro hermano y nos acompaña en nuestra trayectoria como creyentes. Jesús cura, perdona, obra milagros. No por hacer algo espectacular, sino para hacernos felices. La intención de los milagros es siempre pedagógica o terapéutica, jamás de vanagloria.

El Espíritu Santo

El Espíritu Santo es un hermoso don. Lo tenemos dentro. Si este don explotara, el mundo entero cambiaría. No podemos ignorar la potencia del amor de Dios. Deberíamos guardar una profunda devoción a la Santísima Trinidad. Nuestras liturgias comienzan en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esta es nuestra realidad cristiana más genuina. Dios se nos hace vivo en la eucaristía, como regalo del Hijo, a través del pan y el vino. La misa tiene una profunda dimensión trinitaria.

Ser amigos de Dios

La fiesta de la Trinidad nos invita a ser amigos de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿Cómo cultivar esta amistad?

A Dios Padre le podemos rezar de muchas maneras. Ante la belleza de la creación, podemos elevar un canto de alabanza, una bendición, podemos hacer poesía, arte. Podemos disfrutar de un paseo junto al mar, al atardecer, o subir a una montaña. Tal como nos narra el Génesis, Dios paseaba con Adán a la caída de la tarde, por el paraíso.

Amar a Dios Hijo se traduce en obras de amor. La participación en la Eucaristía, no obligada, sino vivida como una invitación, es un gesto sublime de caridad.

¿Cómo ser amigos del Espíritu Santo? Dejándonos llenar por él. A veces no es necesario hablar tanto. Ya somos templo, sagrario del amor vivo del Espíritu Santo. Albergándole en nuestro interior, nos convertimos en llamaradas que arden en amor hacia los demás e iluminan el mundo.

2006-06-04

Pentecostés, el fuego de Dios

La familia de Dios

En esta fiesta celebramos un acontecimiento clave en nuestra historia: el nacimiento de la Iglesia. No se entendería un largo trayecto de más de 2000 años de Cristianismo sin el soplo del Espíritu Santo sobre los primeros discípulos.

La Iglesia naciente predica con fuerza, tenacidad y entusiasmo, convencida del mensaje redentor de Jesús. Hoy, nosotros pertenecemos a una institución que va más allá de las estructuras: somos familia de Dios, amigos de Dios. Le pertenecemos. Y él, con inmensa generosidad, nos regala su Espíritu Santo.

Ese Espíritu Santo que descendió sobre los apóstoles es el mismo que recibimos en el Bautismo, en la Confirmación y en la Eucaristía. Siempre presente, vela por nosotros.

Muchas personas argumentan diciendo que creen en Dios, pero no en la Iglesia, y dicen no necesitar de una institución para relacionarse con él. Pero nuestra adhesión a Jesús implica algo más que la fe individual y personal. La verdadera adhesión a su mensaje nos lleva a vivir en comunidad. No podemos vivir la fe solos, al margen de la familia de la Iglesia. Necesitamos un sentido de pertenencia a una comunidad. Más allá de la liturgia, ser cristiano significa sentirse parte de la familia de Dios y saber vivir las consecuencias de esta experiencia puertas afuera, en medio del mundo. Pasadas las puertas del templo, ¿somos testimonios vivos de esta experiencia de cielo en la tierra? La eucaristía no es otra cosa que pregustar el paraíso, saborear un anticipo de la eternidad que nos espera. Nuestra actitud al salir de la celebración ha de ser de profunda gratitud a Dios por el regalo de su Espíritu.

Herederos de una misión

Para los cristianos es importante sentirnos familia, pertenecientes a una realidad trascendente en medio del mundo. Somos parte de Dios y herederos de la instrucción que Jesús dio a sus apóstoles: id y predicad la buena nueva a todas las gentes. Como los atletas, hoy tomamos el relevo de esa misión y estamos llamados a llevar la llama del Espíritu Santo al mundo.

La fuerza de los primeros apóstoles fue enorme. El Espíritu caló en lo más hondo de su corazón. ¡No tenían miedo! Jesús había atravesado los muros del cenáculo, saludándoles con estas palabras: ?Paz a vosotros?. No sólo atraviesa los muros, sino que penetra su corazón, abriéndoles el entendimiento. Por fin los discípulos serán capaces de dar un salto cualitativo en su fe: ahora no sólo creerán, sino que sabrán dar su vida. No permanecen quietos y salen a predicar.

Un fuego que cala hondo

El Espíritu Santo los llena de alegría. Hemos de salir de nuestro cenáculo interior, cerrado y egoísta, de nuestras miserias, resquebrajada la rígida estructura humana y dejando que la brisa fresca del Espíritu penetre en nuestro corazón, para darnos fuerza y entusiasmo.

Celebramos el nacimiento de la Iglesia en el mundo. Celebramos que, para nosotros, quien está a nuestro lado es nuestro hermano. Nuestro hogar es éste. Nuestra familia va más allá de los vínculos de sangre o de las ideologías. Nos une el amor de Dios. Pese a nuestras flaquezas, somos llamados a generar Reino de Dios en el mundo. Hemos de llenar el mundo de esperanza, ilusiones, solidaridad. Hemos de ser bálsamo para los pobres y para los que sufren, tónico para el alma que padece. Ante el dolor y el sufrimiento ?dos realidades muy humanas ?la esperanza se erige como un anhelo genuinamente humano. La esperanza y el amor salvan al hombre de perderse en el vacío.

¡Vale la pena creer! Hoy hemos de salir con alegría de este templo: Dios nos llena y nos colma con su mayor regalo: el Espíritu Santo.