2011-03-26

La mujer samaritana

3 domingo Cuaresma -A-
Evangelio: Jn 4, 5-42

Dios nos sale al camino en la vida cotidiana

El evangelista nos describe un hermoso cuadro con enorme contenido catequético. Junto al pozo de Sicar, Jesús instruye a una mujer samaritana haciéndole descubrir la trascendencia del amor de Dios. El autor sitúa la acción de Jesús en un marco cotidiano y en un lugar físico y geográfico: Sicar de Samaria. Además, para dar veracidad al relato, señala la hora del día. Con estos detalles, quiere indicar cómo Dios entra en nuestra historia de cada día. Mucha gente debía ir al pozo de Jacob a buscar agua, como aquella mujer. Dios se manifiesta en nuestro quehacer ordinario, en nuestras acciones sencillas del día a día. No hay que esperar una gran revelación o un momento místico. Nos sale al encuentro paseando, trabajando, mientras estamos con los amigos… Dios es así de cercano.
Pero veamos la carga teológica de este encuentro y esta conversación de Jesús con la samaritana, junto al manantial.

La sed de trascendencia

Hemos leído en la lectura del Antiguo Testamento, como los israelitas murmuraban contra Moisés porque en su travesía por el desierto padecían sed. En nuestro itinerario por la vida también nosotros tenemos sed de Dios, sed de trascendencia. Pero, así como en el Éxodo es el pueblo quien pide a Moisés de beber, y él clama al cielo para que el agua brote de la roca, en el pozo de Samaria, es Jesús quien pide a la samaritana que le dé de beber. Con esta petición, inicia un diálogo que acabará en una catequesis sobre la gracia.
La mujer se extraña de que un judío se dirija a ella y le pida agua, ya que judíos y samaritanos estaban enemistados. Pero Jesús tiene muy claro que la salvación es universal y para todos. Aunque le diga que viene del pueblo judío, fiel a la tradición de su fe, la salvación está abierta al mundo entero.
Cuántas veces sufrimos necesidad y falta de agua. Cuando padecemos sed, vemos que es vital para sobrevivir. También tenemos otra sed, la sed de felicidad y de trascendencia, que buscamos saciar de múltiples maneras, a veces equivocadas. Cuando por el pecado o por el orgullo nos volvemos autosuficientes, nos damos cuenta de que, por mucho que lleguemos a beber del dinero, del sexo, del poder… siempre volverá a brotar en nosotros la angustia de la sed.

El agua viva

Jesús le ofrece a la samaritana una fuente de agua viva que nunca se agota, y que será “un manantial que salta hasta la eternidad”. En realidad, Jesús se nos está ofreciendo como el auténtico manantial espiritual, de aguas vivificantes que pueden apagar nuestra sed.
La mujer le pedirá que le dé a beber de esa agua, porque nunca más quiere tener sed. Está abierta, receptiva a las palabras de Jesús. Sólo Dios puede saciar nuestra sed de trascendencia y de felicidad.

De la experiencia al testimonio

Y Jesús cambia la vida de esta mujer, haciéndola apóstol, comunicadora de su experiencia de encuentro con el Mesías. “El Mesías que ha de venir soy yo, el que habla contigo”, le dice.
Él siempre está a nuestro lado. Hemos de aprender a verlo y a descubrirlo. Si nos abrimos de verdad, su gracia entrará como un torrente de aguas frescas en nuestro corazón y nos hará testimonios de ese encuentro con él.
La samaritana se convierte en anunciadora. Ha quedado tan impactada de sus palabras, de su amor y comprensión, que pasa a ser un pequeño caño de agua para los habitantes de su pueblo. Jesús se queda dos días allí, predicando, y las gentes del lugar creen que realmente es el Mesías.

Invitar a Jesús

“Quédate con nosotros”, le suplican. Estas palabras evocan el encuentro, después de resucitado, con los discípulos de Emaús. También nosotros hemos de saber invitar a Jesús a nuestras vidas. Sólo así llenaremos nuestra existencia de sentido y de felicidad imperecedera.
La eucaristía es la fuente donde bebemos los cristianos. En ella, Jesús nos invita a beber de su agua viva y a alimentarnos de su pan. En la medida en que nos acerquemos a ella y vivamos el amor de Dios en comunidad, podremos sentir que nuestra vida, ya aquí, comienza a ser eterna.

2011-03-19

La transfiguración

2 domingo Cuaresma -A-

Evangelio: Mt 17, 1-9.

Una experiencia mística en el Tabor

Jesús lleva a sus discípulos más allegados, Pedro, Santiago y Juan, a un monte elevado, y allí se transfigura ante ellos. En el Antiguo Testamento, la montaña se define como un lugar donde Dios se revela. El texto de la transfiguración es una teofanía, es decir, una manifestación de Dios. Leemos cómo el rostro de Jesús cambia y sus vestidos aparecen blancos como la luz. Es una forma de expresar cómo Jesús revela a sus amigos la experiencia íntima que tiene con Dios. Desvela su identidad como hijo del Padre y a la vez corre el velo de las entrañas de Dios. Los tres discípulos son testigos de una experiencia luminosa.
En el centro de este pasaje evangélico también encontramos a Moisés y a Elías, dos figuras clave del Antiguo Testamento, conversando junto a Jesús. Moisés representa la Ley, Elías el profetismo, la línea de profetas que anuncian la venida del Mesías. Jesús, en el centro de ambos, representa la culminación de la Ley y de los profetas. Él es la única ley: la ley del amor, y el único profeta, que nos anuncia el reino de los cielos, la nueva humanidad, que alcanza la plenitud en su persona.
Pedro dice a Jesús: ¡Qué bien se está aquí! Construyamos tres tiendas. Para él, es una experiencia hermosa que desearía eternizar. Es testigo del anuncio de la resurrección de Jesús, atisba una vida plena que va más allá de la muerte. Por eso quiere permanecer en ese éxtasis, en esa plenitud. Tanto él como sus compañeros, Santiago y Juan, quedan profundamente impactados por la experiencia.

Escuchadle

De la nube sale una voz que dice: “Este es mi hijo el amado, el predilecto: escuchadle”. Se pone de manifiesto la relación paterno-filial entre Jesús con Dios Padre. Para el Padre, Jesús es su hijo, el que lo llena de gozo, y en él tiene puestas todas sus esperanzas para la redención del mundo. A la vez, Jesús se siente hijo pleno del Padre. Es desde esta sintonía entre ambos que el Padre nos dice: “Escuchadle”.
Hoy se habla mucho. Políticos, filósofos, medios de comunicación… no cesan de transmitirnos mensajes. Sin embargo, ¡qué poco se escucha! La actitud de escucha es fundamental en la vida del cristiano. Sólo si sabemos escuchar y tenemos tiempo para ello aprenderemos a discernir lo que realmente quiere Dios para nosotros.
La escucha atenta es necesaria para forjar nuestra vida espiritual. Especialmente, esta escucha tiene que ir dirigida a la palabra de Dios y a los signos de los tiempos: saber leer entre líneas lo que Dios nos está queriendo decir a través de los acontecimientos y las personas que nos rodean.

Mirar las cosas desde Dios

Jesús les dirá a sus amigos que no cuenten nada hasta que él resucite de entre los muertos. A esto, en teología, se le llama secreto mesiánico. Jesús no quiere precipitar los acontecimientos, pero sí deja claro que quiere ir a Jerusalén, sabiendo que el camino hacia Jerusalén significa ir hacia la cruz, hacia la pasión, hacia el Gólgota.
La vida del cristiano tiene estos dos momentos: la experiencia luminosa del encuentro con Cristo y, por otro lado, la experiencia de dolor y de cruz, como vivencia de abandono total en manos de Dios.
Hoy, cada domingo, los cristianos estamos siendo testigos de la experiencia del amor de Dios, como aquellos apóstoles. Cada eucaristía es un Tabor que nos ayuda a transformarnos con el pan y el vino. Nuestra alma adquiere luminosidad con la presencia de Cristo. Tomar a Cristo ha de transfigurarnos y elevarnos para saber vivir con serenidad y mirar nuestra vida desde la trascendencia, desde “la montaña”. En definitiva, la comunión nos hará contemplar el mundo desde Dios.

2011-03-12

Las tentaciones

1 domingo de Cuaresma -A-
En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar durante cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre…
Mt 4, 1-11

Cuaresma, tiempo de acercarse a Dios

En este primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone reflexionar en las consecuencias pedagógicas y espirituales que se extraen del texto sobre las tentaciones de Jesús. Cuaresma siempre es un tiempo indicado para fortalecer nuestra relación con Dios. Para ello, es preciso buscar tiempo para la soledad y el silencio. Como veremos en el evangelio, Jesús se retira al desierto a orar. Después de ese tiempo, en el cual es tentado, sale reforzado en su relación con Dios, superando las tentaciones del diablo.
La vida del cristiano es un auténtico combate contra las múltiples realidades malignas que nos alejan de Dios. Jesús nos enseña a vencer las tentaciones y nos demuestra que el bien y el amor son más fuertes que el mal.

La primera tentación, superar la filantropía

Tras ayunar durante cuarenta días, Jesús siente hambre. Será a partir de esta necesidad real que el diablo querrá introducirse en él y fragmentar su relación con Dios. Así lo hace con las personas. Cuando alguien se siente débil, frágil, inseguro, está expuesto a ser fácilmente utilizado. Esta tentación tiene que ver con nuestras necesidades físicas, materiales y psicológicas. El diablo juega sucio, aprovecha la debilidad de las personas para atacar. Pero Jesús resiste fuerte y se abandona totalmente en Dios. Frente a la maniobra del diablo, responderá: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de Dios”.
La humanidad no necesita solamente bienestar material; no sólo vive del progreso. Por supuesto, Dios conoce nuestras necesidades y sabe que necesitamos el pan cotidiano. Pero nuestra vida no sólo es material, sino también sobrenatural. Por tanto, también necesitamos comer el pan de Dios, que es Cristo.
Los miembros de la Iglesia hemos de ser muy conscientes de que hemos de despertar en la gente apetito de Dios. Quedarnos en la pura filantropía, en las acciones sociales y benéficas, es insuficiente para un cristiano. Hemos de pasar de la solidaridad a la caridad, al amor. Hemos de alimentar nuestras almas, viviendo según la palabra de Dios, haciendo su voluntad. Este es nuestro pan: decirle sí a él, a todas.

La tentación de la desconfianza

“Si eres hijo de Dios, lánzate desde lo alto del templo, y los ángeles te recogerán”, continúa el diablo. Justamente, lo que más claro tiene Jesús es su filiación divina, que se manifestó en el Jordán. No necesita poner a prueba a Dios, porque no duda de él, sabe que lo ama. Entre Jesús y Dios Padre no hay grieta alguna por donde pueda entrar el maligno. En cambio, qué soberbia tan grande la del ser humano que desconfía de Dios. Esa desconfianza es la que lo precipita al abismo.
Los cristianos también sufrimos cuando achacamos a Dios todos los problemas del mundo. El mundo va mal porque las personas somos egoístas e irresponsables. Dios no quiere el sufrimiento, no quiere que nadie se lance al abismo. Si hay dolor, somos nosotros los causantes, porque no utilizamos correctamente nuestra libertad y no queremos ponernos en manos de Dios. Luego, nos horroriza la maldad que vemos a nuestro alrededor. Resulta fácil echar las culpas a Dios. Pero, aunque él pudiera evitar el mal, nunca hará nada sin contar con nuestra libertad.
El ser humano quiere actuar al margen de Dios, y es entonces cuando se generan auténticas catástrofes. La peor tentación es apartar a Dios de nuestras vidas. Jesús replica al demonio: “Apártate, Satanás”. En cambio, nosotros decimos: “Vete, Dios. Aléjate”. Lo rechazamos y esto nos lleva a la ruina.
Jesús responde también al diablo: “No tentarás al Señor, tu Dios”. No meterás cizaña entre el Padre y yo, nunca podrás quebrar nuestra unidad.

La tentación de la idolatría y el culto a sí mismo

Si la segunda tentación cuestiona la confianza en Dios, la tercera es una promesa: “Todo esto te daré si te postras y me adoras”. Jesús, con Dios, ya lo tiene todo. No necesita que el diablo le ofrezca los reinos del mundo. Jesús era un hombre carismático, con una personalidad atractiva, que movía a las gentes y tocaba sus corazones. Usando su reconocimiento social y religioso, Jesús hubiera podido caer en el tobogán del poder, manipulando a las masas y utilizándolas para sus fines. ¡Cuánta gente, en nombre de Dios, utiliza a los demás! Jesús siempre rechazó el poder. Incluso cuando obraba milagros y las gentes lo perseguían para hacerlo rey, él siempre se apartaba. Nunca quiso para sí culto alguno ni reconocimiento. Tenía muy clara su prioridad: Dios Padre.
Hoy, frente a la cultura de la idolatría, adoramos al dios dinero, al dios poder, al dios consumismo. El diablo sabe que la ambición, la posesión y el dominio sobre los demás es un plato suculento que hace caer fácilmente a las personas. Los diosecitos modernos piden nuestra reverencia y adoración. Jesús, en cambio, renuncia al poder porque es Dios quien reina en su corazón, y sólo a él le rinde culto; Dios es su máxima gloria.
Los cristianos hemos de apartar de nosotros esos cultos paganos que nos alejan de Dios. Quizás existe otra sutil tentación, más diabólica aún: el culto a uno mismo. Yo me convierto en dios de mí mismo, me erijo en máxima autoridad y me creo en la posesión de la verdad. Cuántos personajes históricos se han aupado por encima de los demás y se han abrogado un poder que ha ocasionado grandes catástrofes. A lo largo de la historia han surgido muchos falsos mesías. El peor terror es actuar creyéndose Dios sin serlo. Por otra parte, Dios carece de esos atributos de poder y destrucción que muchos le achacan. Dios quiere nuestra libertad. Tanto la respeta, que asumirá que no le queramos sin castigarnos por ello. Simplemente nos dejará.
A nada ni a nadie hemos de adorar. Sólo a Aquel que nos ha creado y amado sin límites. Reconocerlo ya es adorarlo.

2011-03-05

Enraizados en el corazón de Cristo

9º Domingo Tiempo Ordinario -A-
Mt 7, 21-27
“No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”.

Encarnar las palabras

Las palabras de esta lectura evangélica corresponden al final del sermón de la montaña. Jesús nos llama a la autenticidad. Nos recuerdan las palabras de Benedicto XVI a los cristianos de hoy: no es suficiente con asistir a misa para salvarse. O las palabras de San Pablo en su carta a los corintios: aunque hablara la lengua de los ángeles, aunque me dejara quemar vivo, si no tengo amor, nada tengo.
Jesús radicaliza su discurso: “Aquel día muchos dirán: Señor, hemos predicado en tu nombre y en tu hombre hemos hecho milagros. Y yo les diré: No os conozco. Apartaos de mí”.
¿Qué significan estas duras frases? Conocer a Jesús no consiste sólo en escuchar su palabra o en obedecerla. Conocer a Jesús es vivir de su palabra y encarnarla en nuestra vida. Jesús nos pide algo más que un servilismo religioso y una adhesión ritualista; nos pide que vivamos de él y que nos convirtamos en otros cristos en medio del mundo.

Fundamentos sólidos de nuestra existencia
En la parábola del hombre prudente que edifica sobre roca pueden verse reflejadas muchas personas que han sabido construir su vida a partir de la roca firme, que es Jesús. La alegoría nos hace meditar si hemos sabido levantar nuestras vidas sobre el fundamento de nuestra fe. ¿Hemos sido capaces de construir una Iglesia sólida que sabe desafiar los contratiempos? ¿Hemos sabido levantar una humanidad basada en profundos valores religiosos?
Las personas que viven de Dios y lo convierten en el centro de su existencia han sabido sobreponerse ante las riadas y contradicciones del mundo. Si reconocemos y enraizamos nuestra vida en el mismo corazón de Cristo, no hemos de temer a nada ni a nadie.

Edificar sobre arena

Pero el necio no logra mantener su vivienda sólida porque ha construido sobre la arena de la indiferencia, las ideologías y el orgullo de la vanagloria. Lo que se construye poniendo únicamente al hombre como fundamento acabará por destruirse, porque la falta de la dimensión trascendente hará que nada se aguante en su vida. Aquel que construye sobre arena ha caído en la ideología del relativismo —todo vale, nada es absoluto, todo es efímero—. ¿Cómo puede sostenerse algo sobre este fundamento?
Ahora nos preocupamos porque vemos a mucha gente alejada de la Iglesia, y es natural; hemos de hacer lo posible por acercarla y darle un motivo de esperanza. Pero no olvidemos que los que estamos y seguimos dentro de la Iglesia hemos de procurar que nuestros cimientos nunca se debiliten. La comunión, el amor y la fidelidad forman la argamasa que consolida nuestra fe en Dios y en la Iglesia. Nadie se enfría si realmente está unido a Cristo. Él es el origen de nuestro amor, nuestro fundamento. Más que sus palabras, lo es su misma persona.

No caigamos en la vanagloria
Queremos hacer muchas cosas buenas y a veces caemos en el hiperactivismo, incluso pastoral. “En tu nombre hemos hecho muchos milagros”, claman los hombres de  la parábola evangélica. Quizás, inconscientemente, nos motiva la vanidad y toda esa proyección es nuestra obra antes que la obra de Dios. Por eso Jesús dice: “No os conozco”.
No olvidemos nunca que lo más importante es entrar en esa esfera íntima con Dios a través de la oración y la comunión con la Iglesia. Nuestra oración tal vez está llena de nuestra voz, pero nos falta escuchar más. Orar es un diálogo íntimo con el amigo que ocupa nuestro corazón. Sabemos dirigirnos a Dios y sincerarnos con él, pero… ¿sabemos escucharle? ¿Sabremos oír lo que él quiere para nosotros? Y si lo escuchamos, ¿sabremos acoger su mensaje? A eso se refiere Jesús cuando dice que se salvará “aquel que cumple la voluntad de mi Padre”.
Sólo abandonados totalmente en Dios la fe de nuestra vida se mantendrá firme. Lo importante no es sólo lo que hacemos, sino lo que dejamos que Dios haga en nosotros.