2013-03-30

Pascua de Resurrección


«El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del sepulcro. Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien amaba Jesús, y le dijo: Han tomado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
[…] Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: Señor, si le has llevado tú, dime dónde le has puesto, y yo le tomaré. Le dijo Jesús: ¡María! Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: ¡Rabbuní!, que quiere decir: ¡Maestro!».

Las mujeres, primeros apóstoles

Tras la muerte de Jesús, los discípulos quedan sumidos en la duda y en la desolación. Pero, en la madrugada del primer día de la semana, las mujeres que lo siguen van al sepulcro. Allí encuentran la tumba abierta y al ángel que les anuncia que su Maestro no está allí. Ha resucitado.

María Magdalena, la que fue rescatada por Cristo, es la primera a quien se aparece Jesús. Es significativo que el autor sagrado reseñe esta primera aparición a una mujer. En aquella época, la palabra de las mujeres no tenía crédito alguno ni era válida ante un juicio. Y, sin embargo, la fe cristiana descansa en el testimonio de unas mujeres valientes.

María Magdalena mantenía una pequeña luz en su interior, pese a la oscuridad que la invadía. Aún amaba. Y esa llamita creció hasta convertirse en el sol cuando Jesús le salió al camino.
Después de ese encuentro, María echa a correr para ir a buscar a los discípulos. Es así como se convierte en apóstol de los apóstoles. Ella es portavoz de la noticia más importante del Nuevo Testamento: una mujer es la que comunica a los varones la buena nueva de la resurrección.

La resurrección, pilar del Cristianismo

María asume la autoridad de Pedro en el grupo. Va a encontrarse con Pedro y con Juan, sabiendo que son los que gozan de mayor confianza con el Maestro. Ellos corren al sepulcro, se asoman y ven la tumba vacía. Como nos relata el evangelista, el discípulo amado «vio y creyó». Desde ese momento, sus vidas darán un vuelco.

El acontecimiento pascual marca el origen del Cristianismo. La fe cristiana se asienta en la resurrección de Jesús. «Vana sería nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado», recuerda san Pablo. La resurrección es el fundamento, la piedra angular, la roca granítica que soporta nuestra fe.
Gracias a Jesucristo, hoy podemos experimentar, ya aquí, en la tierra, una primera vivencia de resurrección. Podemos paladear la eternidad. Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. A través del bautismo, todos morimos y resucitamos. El encuentro con Cristo vivo en cada celebración eucarística nos introduce en la vida de Dios. Y en la liturgia pascual celebramos esa Vida con mayúsculas. Somos partícipes de esa gran experiencia. La Pascua nos prepara para el definitivo encuentro con Jesús en el Paraíso.

Una experiencia que transforma

Está vivo. Es una afirmación rotunda que sale del corazón. No todo se acaba en la vulnerabilidad, en la limitación, en la levedad del ser. No todo finaliza con la muerte. Cada encuentro con Jesús es una resurrección.

Los cristianos hemos de ser cristianos pascuales. Vivir la experiencia de Cristo nos transforma el rostro, la mirada, el cuerpo… Toda la vida queda traspasada por esos destellos que inundan el corazón humano. La piedad popular insiste en una devoción del Viernes Santo, pero hoy, Domingo de Pascua, es el día más importante para el cristiano. Hoy las iglesias deberían rebosar. ¡No es un domingo cualquiera! En este domingo, todos somos testigos de la experiencia sublime de la resurrección.

No lo hemos visto, pero tenemos la certeza. Esta experiencia pasa por el corazón, no se puede medir ni evaluar científicamente. Fue esto lo que cambió el corazón de los discípulos. De ser hombres atemorizados y dubitativos pasaron a ser líderes entusiastas, que difundirían una nueva religión de alcance mundial. Esta es la grandeza de la Iglesia. Los primeros apóstoles eran hombres y mujeres como nosotros, gente corriente y limitada, pero que se abrieron al don de Dios.

Esta noticia no puede dejarnos indiferentes. Puede cambiar nuestra vida. Hemos de salir de esta celebración radiantes. El sol inunda la oscuridad del ser humano para transformar su vida.
Dios nos brinda su mayor regalo: una vida nueva, regenerada y lavada del pecado. La muerte da paso a la vida, la oscuridad se convierte en la luz; el odio se transforma en amor; de la noche pasamos a un cielo iluminado por el Sol de Cristo.

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2013-03-23

Domingo de Ramos


«Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí. […] A la hora sexta, las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora nona, se oscureció el sol y el velo del templo se rasgó por medio. Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu. Y diciendo esto, expiró. Al verlo, el centurión glorificó a Dios, diciendo: Verdaderamente, este era Hijo de Dios». Lc 22, 14 - 23, 56.

Jesús muere hoy


En el comienzo de la Semana Santa, la lectura de la Pasión nos sitúa ante la muerte de Jesucristo. Meditar en ella nos recuerda que Jesús sigue muriendo hoy. Hoy sigue habiendo Pasión en el mundo, especialmente en la vida de todos aquellos que sufren. Jesús muere en los niños abandonados, maltratados, hambrientos de amor. Muere en los adolescentes sin norte, en los jóvenes sin futuro. Muere en los adultos que deben recomenzar de nuevo, porque han perdido el trabajo o han sufrido un contratiempo en sus vidas. Muere en los ancianos solos y abandonados...

¿Quién no se apiada ante la imagen de Cristo en la cruz? ¿Quién será incapaz de compadecerse ante una persona que sufre? No conmoverse ante el rostro del dolor es vivir indiferente, a espaldas de los que padecen. No conmoverse ante la Pasión es cerrar el corazón y hundirse en la vaciedad.

En este mundo que rinde culto a la ciencia y a la tecnología, donde parece que lo tenemos todo, nos falta, sin embargo, algo muy profundo. El mundo sufre de una enorme falta de esperanza. El dinero, el bienestar y la ciencia no acaban de llenar el anhelo humano. El hombre y la mujer necesitan mirar las cosas desde arriba para poder dar sentido a su existir.


Aceptar el dolor con paz


Jesús clavado en la cruz es la máxima expresión del amor de Dios y de su entrega. Por amor, libremente, asume su muerte tan injusta. Esa libertad conlleva una aceptación serena y pacífica del dolor. La Pasión de Jesús contiene una enseñanza pedagógica: aprender a aceptar el sufrimiento. Jesús no muere en medio de la desesperación, su agonía no es rebelde ni agresiva. Se deja llevar, abraza su muerte y abraza el dolor. Se abandona en manos del Padre.

Cuando miramos al Crucificado, su rostro sangrante nos está enseñando cómo asumir el dolor cuando este nos sobreviene.

La cruz, señal de un nuevo comienzo


La cruz es la sombra de un amanecer. La muerte de Jesús presagia la vida nueva de Cristo. En ella late la semilla de la resurrección. En la Semana Santa, los cristianos no podemos permanecer en la tragedia del Viernes Santo. Este día ha de servir para reflexionar sobre el misterio del dolor en el mundo y sobre el sentido último de la muerte. Pero no deberíamos recrearnos en una espiritualidad triste y desesperada.

La muerte de Jesús no es un final trágico. El Calvario marca el inicio de una nueva experiencia. Cristo, trascendiendo el dolor y la muerte, comienza una nueva singladura.

El cristiano también ha de recorrer un catecumenado largo e intenso durante su vida, hasta alcanzar la madurez en la fe, en la esperanza y en la caridad. Ha de morir al hombre viejo para renacer al hombre nuevo. Esta es la auténtica muerte. Expiramos con Cristo en la cruz para poder renacer a una nueva vida de Dios.

Acompañar a Jesús


Jesús entra en Jerusalén como rey sencillo y pobre. No lo hace a lomos de un caballo, como un conquistador, sino a lomos de un borrico, humilde y pacífico. Y la multitud canta de alegría cuando lo ve llegar.

Así como los suyos lo seguían en su entrada triunfante en Jerusalén, hoy también nosotros lo seguimos agitando ramos y palmas. A lo largo de la Semana Santa, a través de las procesiones y celebraciones, los cristianos acompañaremos a Jesús. Estas fiestas no deben reducirse a rituales repetitivos, meramente estéticos. Hemos de interiorizar su contenido.

La procesión simboliza el seguimiento a Jesús. En los apóstoles se da un doble seguimiento. Está el seguimiento físico, es decir, caminar con él, por toda Palestina, viviendo con él, compartiendo con él las experiencias de cada día. Y hay otro seguimiento interior, el proceso personal que va desde la llamada hasta la adhesión, a medida que los discípulos descubren el misterio de Dios en la persona de Jesús.

Los cristianos estamos llamados a vivir este seguimiento interior. Vivamos la Semana Santa como una gran interpelación. En ella recordaremos los momentos cumbre de la vida de Jesús. Que cada cuadro plástico, cada paso procesional, cada lectura, nos lleve a revivir con hondura los acontecimientos de la Pasión.


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2013-03-15

La mujer adúltera


«Los escribas y fariseos le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la Ley nos ordena Moisés apedrear a estas; tú, ¿qué dices? […] Como ellos insistieran, Jesús se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté libre de pecado, arroje la primera piedra».

Una situación comprometida

Jesús ve ya próxima su pasión y se retira al monte de los Olivos para orar. Necesita meditar sobre el sentido de su donación, que pasa inevitablemente por la muerte. Al amanecer, sereno y lleno de Dios, acude al templo para instruir a su pueblo. Es en este momento cuando los fariseos y los escribas aprovechan para traerle a una mujer sorprendida en adulterio. Quieren comprometerlo, haciendo referencia a la ley y la tradición judías. La dureza de los fariseos está lejos de entender la misericordia de Dios. Acusan a la mujer y quieren condenarla a morir. Jesús, compadecido de ella, responde con una táctica inteligente a la tendenciosa pregunta y les da una respuesta lapidaria: «Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra».
Llenos de odio y de rencor, los fariseos y los escribas reconocen, a regañadientes, que en ellos también hay pecado. Y se alejan, uno a uno. Los acusadores no soportan la franqueza de su oponente y lo dejan solo con la mujer. Entonces Jesús ejerce el ministerio del perdón. Tiene piedad de la mujer adúltera y la perdona. Con un talante dulce y exigente a la vez, le pide que no peque más. Es un fiel reflejo del corazón compasivo y ardiente de Dios, que nos invita a vivir llenos de su gracia y de su amor.

El legalismo religioso

En esta intensa lectura, Jesús se nos muestra como un hombre libre respecto a la ley. Por encima de la rigidez legal, antepone el bien de la persona. También hay en su respuesta una apelación a la coherencia. Muchas veces guardamos una extremada dureza en el cumplimiento de la ley, pero en cambio se nos escapan otras actitudes de delicadeza, comprensión y misericordia. La ley debe estar al servicio de la persona, este es el mensaje de Jesús.

Contra el machismo judío

El mundo semita marginaba a la mujer. En esa cultura, como en otras tantas, las mujeres sufrían las consecuencias de un menosprecio social. Muchas conductas que hoy consideramos moralmente reprobables eran permitidas a los varones, por el hecho de ser hombres y, en cambio, eran condenadas en la mujer. Jesús sale a favor de la mujer. En esta ocasión, la defiende porque está en una situación débil y vulnerable. Pero también la defiende porque para Él es digna y valiosa, igual que el hombre. Jesús rompe con esa tendencia machista y apuesta por el valor de lo femenino y la paridad en la dignidad de ambos sexos.

Otra concepción de la ley

La ley es el amor: esta es la gran revolución de Jesús. No hay ley que valga por encima de la dignidad de la persona. La ley no lo justifica todo. Este mensaje de Jesús es especialmente actual hoy, cuando la legislación se politiza para servir a diversas ideologías. Muchas veces se quieren justificar leyes y decisiones apelando a los sentimientos humanitarios, jugando con la buena fe de las gentes, para favorecer intereses ocultos de grupos de poder. Jesús, en la cruz, muestra la máxima expresión del amor y de la libertad, que la ley ha intentado aniquilar. Toda ley que trata de suprimir la vida de un ser humano no está fundamentada en valores religiosos. La vida es un valor supremo; si la ley no está al servicio de las personas y de su dignidad, se convierte en un instrumento de dominación.

El perdón, muestra del mayor amor

Una de las características que distingue a los cristianos es el perdón. Quien ama perdona sin límites, como recuerda san Pablo en su carta a los Corintios. «Porque mucho has amado, mucho se te perdona», son las palabras de Jesús a la mujer pecadora que le unge los pies.

A la mujer adúltera, que buscaba el amor tal vez de manera un tanto frívola y errada, Jesús le enseña el amor incondicional y verdadero. La mujer conoce la pureza del amor auténtico con el perdón de Jesús y queda restaurada. Libre de su condena, se siente amada y perdonada, a punto para empezar una nueva vida. El perdón regenera y da fuerzas para recomenzar.

Finalmente, Dios es el único libre de pecado y de culpa. Jesús, pudiendo condenar, no lo hace. La Iglesia, los cristianos, tampoco podemos juzgar ni condenar a nadie. Hemos de ser misericordiosos y comprensivos, como el mismo Dios. 


2013-03-09

El hijo pródigo


«Se acercaban a él todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les propuso esta parábola, diciendo: ¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve y vaya en busca de la perdida hasta que la halle?».

Retrato del corazón de Dios

La narración del hijo pródigo es una de las más bellas del Nuevo Testamento. Con la figura del padre, Jesús revela las entrañas del corazón misericordioso de Dios para con su criatura.

El hijo pródigo lo tiene todo junto a su padre, pero este respeta con delicadeza su libertad, aunque sabe que su decisión los hará sufrir a los dos. La ruptura lo conmueve, pero deja marchar al muchacho libremente. Y, a partir de entonces, se asoma cada atardecer para divisar en lontananza si ve llegar a su hijo. Su corazón está volcado ante su posible regreso.

Por otra parte, el hijo, después de dilapidar su herencia, siente la necesidad de volver. Echa en falta el calor del padre. Lejos se encuentra solo y vacío, pensando en todo lo que ha perdido. Para el padre esta separación solo ha sido un paréntesis. Él espera con ansia la vuelta de su hijo.

El hijo vuelve porque, pese a su orgullo, tiene la certeza absoluta en su corazón de que el padre lo acogerá de nuevo. Por eso regresa convencido. Cuando ambos se abrazan, el dolor y el arrepentimiento del hijo se funden con la profunda alegría del padre. El abrazo acaba en una hermosa fiesta de reencuentro.

Una historia que se repite

Este relato es una historia que se repite en la humanidad cada vez que el hombre decide independizarse de Dios y alejarse de Él. El hijo pródigo es reflejo de aquellas personas que olvidan que todo cuanto tienen es don de Dios y deciden derrochar su existencia a espaldas de aquel que les ama sin medida.

Llega un momento, trágico, en que el ser humano se encuentra desnudo ante su soledad. Todos los bienes que ha disfrutado resultan efímeros y no sirven para alimentar su alma. Se siente vacío. Conoce su finitud y su miseria, y pasa hambre. Es una necesidad no solo física, sino de afecto, de sentido, de esperanza. Quizás una de las hambres más terribles que puede padecer la persona es no tener un motivo para vivir y luchar cada día, una razón para levantarse, respirar y agradecer su existencia.

Entonces llega la añoranza de la calidez perdida. Movido por la sed, el corazón humano puede cambiar su rumbo y regresar a la fuente de la vida. No todas las personas dan este paso, sino aquellas que saben sincerarse consigo mismas, abrirse y pedir ayuda. La confianza en la bondad del Padre da la fuerza necesaria para volver. Es misión de la Iglesia ser fiel reflejo de la misericordia de Dios. Los cristianos hemos de brindar respeto, tacto y comprensión. De lo contrario, los alejados de Dios nunca sentirán la confianza necesaria para acercarse.

La lógica del perdón

Pero, en estas ocasiones, la bondad y la misericordia no siempre son entendidas. Así, vemos como el hermano mayor siente celos y se enfada con su padre por lo que ha hecho con su hermano menor. De nuevo se produce un alejamiento y una ruptura. El que no se había ido, en realidad está lejos del corazón del padre. Y este vuelve a sentir otro dolor: el de su hijo mayor, que también lo tiene todo, pero no entiende su amor compasivo. A pesar de todo, el padre quiere continuar la fiesta. Porque su hijo perdido estaba lejos y ha vuelto; lo daban por muerto y lo han recobrado vivo.

Los cristianos vivimos en una comunidad, cobijados en el regazo de Dios. Pero muchas veces tampoco entendemos la lógica de su amor y de su perdón. Como el hermano mayor, nos creemos privilegiados por ser obedientes y cumplidores con nuestro deber, y nos erigimos en jueces de los demás, a quienes condenamos sin miramientos. Hemos de entender que uno de los rasgos característicos del cristiano es el perdón. Sin reconciliación no puede haber fiesta ni eucaristía. El perdón, que no lleva cuentas de los agravios, que es inmensamente olvidadizo, es una de las claves del amor de Dios al ser humano.

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2013-03-01

La higuera sin fruto


«Y dijo esta parábola: Tenía uno plantada una higuera en su viña y vino en busca del fruto y no lo halló. Dijo entonces al viñador: Van ya tres años que vengo en busca del fruto de esta higuera y no lo hallo; córtala, ¿por qué ha de ocupar tierra en balde? El viñador le respondió: Señor, déjala aún por este año que la cave y la abone, a ver si da fruto para el año que viene… si no, la cortarás». 

La conversión, un giro

Uno de los núcleos del mensaje de Jesús es la llamada a la conversión. Convertirse es dar un giro hacia Dios, dejar de lado la parte frívola y egoísta de la vida para volverse hacia el amor.

¿De qué convertirnos? Para la conversión es necesario un proceso gradual de cambio de actitudes muy arraigadas en nuestra forma de ser. Podemos empezar a convertirnos de muchas cosas que, aunque parezcan pequeñas, no dejan de tener una importancia trascendental.

Cuántas veces nos cuesta sonreír cuando el día amanece gris en nuestro universo interior. La conversión pasa por sonreír. Cuántas veces somos duros y fríos con los demás. Convertirse significa ser cálidos y amables. A menudo, a causa del estrés y nuestro ritmo acelerado, no nos damos cuenta de lo importante que es estar sereno, ir al ritmo de Dios. Otro aspecto a transformar puede ser la mezquindad, que nos lleva a empobrecernos. Ser generosos y espléndidos es un paso más hacia la conversión.

A veces nos sucede que, por el hecho de ser creyentes o practicantes, nos creemos mejores que los demás. Hemos de ser más humildes y reconocer que no lo somos. También estamos necesitados del perdón y de la misericordia. Solemos señalar, juzgar y criticar a otras personas, pensando estar por encima de ellos. Jesús nos advierte, como hizo con los judíos: si no abrís vuestro corazón a Dios, también pereceréis.

La eterna paciencia de Dios

Con la parábola de la higuera, Jesús nos está hablando de un Dios eternamente paciente e indulgente. El cristiano está llamado a dar fruto, como la higuera plantada en la viña. Pero si no se alimenta de la palabra de Dios y no bebe de la oración, se secará por dentro y no fructificará. Es muy humano, ante la esterilidad y la inutilidad de nuestros esfuerzos, cansarse y tener la tentación de abandonar, o dejar la conversión como algo imposible. La reacción más fácil es pensar: ¿para qué esperar? Cortemos la higuera y echemos la leña al fuego.

Sin embargo, el viñador pide al amo que no la corte y la deje un año más. Él la cavará y la abonará para que dé fruto.

Dios sabe esperar nuestra conversión con infinita paciencia. Cada Cuaresma es ese tiempo de gracia que pide el viñador ―Jesús― para aguardar un año más, luchando para que el corazón humano se convierta.
Las comunidades cristianas estamos llamadas a ser fructíferas. No cansemos a Dios ni agotemos su paciencia. Jesús, con su palabra, su cuerpo y su sangre, nos alimenta y riega nuestro corazón en cada eucaristía. Si sabemos abrirlo a su amor, habremos iniciado el camino de conversión y, llegado el momento, daremos fruto.

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