2013-10-24

El fariseo y el publicano


30 domingo ordinario C - la oración que salva from JoaquinIglesias

30º Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!”· Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 18, 9-14

La vanagloria del fariseo


Jesús tiene una gran habilidad pedagógica. A la hora de enseñar a su gente, se vale de un gran método: la parábola. A través de ella, instruye y comunica un mensaje a quienes lo escuchan.
En esta ocasión, Jesús quiere recalcar que lo más importante para un creyente no es tener muchas cualidades como persona, o ser un perfecto cumplidor. La parábola nos alerta sobre la soberbia espiritual: no creamos ser mejores por el hecho de cumplir con todos los preceptos.

En esta ocasión, nos describe dos formas muy claras y antagónicas de dirigirse a Dios: la del fariseo y la del publicano.

El fariseo se vanagloria, erguido y autosuficiente, y agradece no ser como los demás. Su acción de gracias comparándose con otros no es un verdadero acto de adoración a Dios. En realidad, se está convirtiendo en un idólatra de sí mismo.

El fariseo, además, presume de ser un gran cumplidor, de participar en los rituales de su tradición, de dar el diezmo… El contenido de su plegaria se centra en exhibir todo cuanto hace. Esta actitud lo aleja del auténtico sentido de la oración, que es apertura sincera de corazón para dejarse llenar por Dios. El fariseo ya está lleno, saturado de sí mismo. En su gesto vemos también un profundo desprecio hacia los demás.

Jesús dirá de él que “no queda justificado”. La comunión con Dios pasa por el amor, incluso a los que consideramos enemigos o alejados de nosotros, aquellos que el fariseo llama “pecadores, ladrones, adúlteros”. Pasa por amar, respetar y dignificar también a éstos. Reducir nuestra fe a meros actos rituales es empequeñecer el potencial de nuestra adhesión a Jesús.

En qué consiste la perfección


Detrás de ese desprecio también se manifiesta un espíritu fuertemente crítico. Los que se creen perfectos o superiores son los que tienen una mayor tendencia a la crítica o a erigirse en jueces de la conducta de los demás. Ser bueno no es necesariamente ser perfecto; la perfección cristiana consiste en semejarnos a Dios en aquello más genuino suyo: el amor.

No hay que desmerecer los ritos como experiencias simbólicas de nuestra fe. Pero hemos de ir más allá de su valor antropológico para convertirnos en samaritanos del amor.

La perfección no sólo comporta el cumplimiento de las obligaciones, sino el amor a Dios, “con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser”, y en amar al prójimo tal como amamos a Dios.

La humildad del publicano


Frente a la verborrea y la petulancia del fariseo, el publicano apenas se atreve a elevar los ojos. Sólo suplica, una y otra vez: “Dios mío, ten compasión de mí”. Esta es una oración sincera y auténtica, una oración que Dios ama: la oración del humilde, que se siente pequeño, que sabe que no es nada, pero que, frente a su misericordia, sabe que se convierte en algo grande, en hijo suyo.
El publicano se arrodilla en signo de reverencia, en actitud penitente, y pide la misericordia de Dios. Sólo quien se puede sentir perdonado y amado puede vivir una gran experiencia de Dios en su interior.


Cuánto nos cuesta a los cristianos venerar a Dios, reconocernos pecadores y dejar que él entre en nuestras vidas. La mansedumbre es un valor cristiano muy olvidado en un mundo en el que todo se cuestiona, incluso la existencia misma de Dios. Sin darnos cuenta, podemos caer en el orgullo del fariseo. Hemos de estar alerta para no resbalar en esa arrogancia, ¡es tan fácil! Sólo cuando la oración brote del corazón, humilde, se establecerá una auténtica comunicación con el Creador. Y será casi sin palabras, con una receptividad total a su perdón y su misericordia infinita.

2013-10-18

La viuda perseverante



En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”. Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto: pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en esta tierra?” Lc 18, 1-8 

Jesús, maestro de oración 


A lo largo de su vida pública, vemos en Jesús la búsqueda constante de un espacio de comunicación con Dios. Es fundamental para él. En los momentos clave de su vida, sube a la montaña o se retira al desierto. En su labor pedagógica con sus discípulos, les comunica la importancia de orar sin desfallecer. Con la parábola del juez inicuo “que no teme a Dios ni a los hombres” y de la viuda insistente, que le pide justicia ante su adversario, Jesús nos está explicando la importancia de perseverar en la oración. La oración es intrínseca del ser cristiano; forma parte de su naturaleza. 

Si para vivir necesitamos respirar oxígeno, para ser buen cristiano necesitamos el oxígeno espiritual que nos viene de Dios. La parábola de la viuda quiere indicarnos que hemos de rezar, pero confiando siempre. Nunca debe faltar la esperanza de que Dios nos concederá lo que pedimos con justicia. 

Cuántas veces nos acordamos de rezar cuando tenemos una necesidad puntual. Nuestra plegaria es entonces apresurada e impaciente, provocada por la angustia del momento. Olvidamos que la oración debería formar parte de nuestra vida cotidiana, como comer, dormir o trabajar. Sólo si la oración se inserta profundamente en nuestro ritmo vital, como encuentro diario con Aquel que nos ama, acabará siendo sincera y auténtica. De la misma manera que entendemos que la relación interpersonal –de pareja, matrimonio, en la familia– crece con la comunicación, lo que hace crecer al cristiano es la comunicación, íntima y diaria, con Dios. 

Los que claman justicia 


Ante la insistencia de la viuda, el juez inicuo finalmente le hace justicia. Pero no lo hace pensando en el bien de ella, o en la ética de administrar justicia correctamente, sino para sacársela de encima y evitar problemas. El clamor de esta viuda es el grito de los pobres que piden que se haga justicia con ellos, que sean escuchados y tomados en consideración. Una justicia que ayuda a vivir con dignidad no es una limosna para acallar las voces que claman. Pensemos cuán injusto resulta, en nuestro mundo de hoy, que se destinen tanto dinero y recursos a proyectos de investigación espacial, al armamento o a experimentos científicos y, en cambio, que se destinen tan pocos pensando en el bien y en la educación de las personas, en la erradicación del hambre, en la lucha contra la pobreza y la indigencia. 

Cuántas veces lo que se entiende por justo no lo es. Las leyes que sostienen la justicia no siempre buscan el bien de la persona, sino la autoafirmación de una ideología o de un poder. El progreso empieza en el crecimiento personal del ser humano, y es aquí donde es necesario invertir. Mientras haya pobres, la democracia y las sociedades del bienestar estarán fracasando. 

Oración y fe se abrazan 


Para Jesús se establece una relación circular entre la oración y la fe. La oración alimenta la fe y ésta nutre la oración. El evangelio de hoy acaba con una frase terrible: cuando Jesús venga, ¿encontrará fe en la tierra? ¿O acaso sólo encontrará grandes monumentos a la vanidad humana, empresas encaminadas al enriquecimiento de unos pocos y un insaciable afán de poder? ¿Encontrará a gente buena, que ha descubierto que más allá del tener lo importante es amar? Un cristiano maduro es un cristiano preparado para hacer el bien. Si somos valientes y sabemos luchar a contracorriente, mantendremos viva nuestra fe. La Iglesia nos invita a rezar para que nunca nos cansemos de evangelizar y anunciar la buena nueva a toda la humanidad.

2013-10-09

Curación y salvación



…Le salieron al encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos. Y levantaron la voz, diciendo: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Y luego que Jesús los vio, les dijo: “Id, mostraos a los sacerdotes. Y cuando iban, quedaron curados”…
Lc 17, 11-19 

Siempre en camino


Esta vez, el evangelio nos relata que, yendo hacia Jerusalén, entre Samaria y Galilea, Jesús se encuentra con diez leprosos. El continuo caminar revela su plena conciencia de que ha de comunicar a Dios. Pero, además de comunicar, Jesús actúa. No sólo anuncia a Dios, sino que cura a muchos enfermos. 

Los cristianos siempre hemos de estar en camino, saliendo de nosotros mismos para anunciar el bien. Y la mejor manera de hacer el bien es actuando. Jesús sana a diez leprosos. Hoy, la Iglesia sigue atendiendo a las personas que quieren curarse de las lepras del egoísmo, la envidia, los celos…, aquellas que tienen enfermo el corazón porque les falta el oxígeno del amor de Dios. 

La mediación de la Iglesia 


Pero, antes de curarlos, Jesús los envía a los sacerdotes. En aquellos tiempos, los leprosos eran marginados, considerados indignos y apartados del resto de la sociedad. Indicando que vayan a los sacerdotes, Jesús está rescatando su dignidad y, al mismo tiempo, está reconociendo la mediación de los sacerdotes entre Dios y su pueblo. Este gesto tiene suma importancia y muchas implicaciones. Hoy, muchas personas niegan la mediación eclesial. Niegan que Dios pueda manifestarse a través de las instituciones y de personas que, pese a sus limitaciones y fallos, están al servicio del amor. Son muchos los que dicen creer en Dios, en la Virgen María e incluso en Cristo, como Hijo de Dios o como figura histórica de gran valor. Pero no creen en la fuerza poderosa del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. Olvidan que la Iglesia es una institución creada por el mismo Cristo, un puente entre Dios y el hombre. 

Más allá de la curación 


Jesús nos puede curar a todos. En él existe la capacidad para obrar ese milagro. Pero él ha venido para algo más que para sanar enfermedades. La misión de Jesús no es sólo curarnos de nuestras dolencias físicas, sino traernos la salvación del amor de Dios. De los diez leprosos curados, uno solo regresa a dar las gracias. Es éste, que reconoce a Jesús como Hijo de Dios, el que está verdaderamente salvado, tal como dice Jesús: “Tu fe te ha salvado”. Más allá de la curación, está la salvación. Todos estamos llamados a vivir esta salvación mediante el ejercicio de la caridad y la santidad en nuestra vida diaria. 

Una oración nueva y agradecida 


Este evangelio también nos ofrece una lección sobre la gratitud. El leproso que regresa, agradecido, demuestra una madurez espiritual mucho mayor que sus restantes compañeros. 

La oración es clave en la vida y enseñanzas de Jesús. Él nos enseña a rezar con sus propias palabras. Cuando las personas nos recogemos para rezar, nuestras plegarias son muy diversas. Existe la oración de petición. Es un primer grado muy elemental, equivalente a la infancia: los niños siempre piden, incluso gritan y lloran para conseguir lo que necesitan. Más madurez requiere la oración de gratitud, que brota cuando sabemos reconocer todo aquello que Dios nos ha regalado, incluso en medio de los sufrimientos. Cuando somos conscientes del bien de todo cuanto hemos recibido, nuestra plegaria es de agradecimiento. Finalmente, existe un grado aún superior y gozoso, que es la oración de alabanza. Esta oración surge del corazón exultante de gratitud y no puede hacer otra cosa que cantar y alabar a Dios por su grandeza y su bondad con nosotros. La plegaria se convierte en un cántico y revela un corazón abierto y transformado por el amor de Dios. 

Cuando Jesús levanta sus ojos al cielo y pronuncia esas palabras: “Te doy gracias, Señor, porque has revelado estas cosas a los sencillos de corazón...” está elevando una oración de alabanza. Y nos está enseñando, también, a agradecer cuanto tenemos: la vida, la familia, el trabajo, nuestros bienes, nuestro patrimonio, nuestra formación... Especialmente hemos de agradecer a Dios el mayor de los regalos: el don de la fe.

2013-10-04

Auméntanos la fe



En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esta morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería… Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Lc 17, 5-10 

Una idea equivocada de Dios 


Frente a un mundo descreído, que se desorienta y pone sus esperanzas en otros ideales, los cristianos, más que nunca, hemos de pedir al Señor que nos aumente la fe. Esta petición incluye un deseo de apertura total al corazón de Dios. El incremento de la fe comporta un aumento de la confianza. Saber confiar más en Dios sustentará nuestro ser cristiano. Si Dios existe, ¿por qué hay tanto mal en el mundo? Escuchamos estas palabras con mucha frecuencia y difícilmente hallamos respuesta. 

El problema está en la pregunta misma y en el concepto que tenemos de Dios y del hombre. Creemos que Jesús ha venido al mundo a evitar el mal, las calamidades y el sufrimiento. Y, como en el mundo sigue habiendo dolor y atrocidades sin número, nos desanimamos o nos enfadamos, y dejamos de creer en ese Dios que debería resolverlo todo. Olvidamos que Jesús no vino para traernos el bienestar, la economía y la solución a todos los males. Jesús vino para traernos a Dios. De él proviene toda salvación. Cuando las personas se dejan llenar de Dios, es cuando tienen la capacidad y la fuerza para generar paz, justicia, bienestar y economía para todos. Solucionar los problemas de este mundo está en nuestras manos, y Dios nos ha dado los medios suficientes para ello. En cambio, convertir nuestro corazón y despertar en nosotros un amor sin límites es un don que sólo él nos puede dar. 

El milagro de abrirse 


Creer significa adherirse a Jesús, dejar que Dios penetre en nuestra vida y configurar nuestra existencia según él. Dice Jesús que, si tuviéramos tan sólo un poquito de fe, pequeña como una semilla de mostaza, podríamos mover montañas. Un gramo de fe provoca milagros extraordinarios. Ahora bien, si a esta fe sumáramos la de todos los cristianos, lograríamos arrancar las raíces del mal del corazón humano. El gran milagro, en realidad, es abrirse a Dios y creer en él. 

La fe no se compone sólo de palabras o sentimientos. La fe se traduce en obras. Nuestra vida cristiana no se reduce a una fe ritual, de prácticas religiosas, sino a una experiencia de caridad y de servicio. Tener fe implica una actitud de constante atención para socorrer las necesidades de los demás. 

Somos servidores 


“Sólo somos pobres siervos y hemos hecho lo que debíamos”, así acaba este evangelio de hoy. Del mismo modo que una madre tiene que cuidar a su hijo, un médico a su paciente o un maestro a sus alumnos, y nadie se sorprende de que lo hagan, incluso con mucho amor y dedicación, un bautizado seguidor de Cristo se caracteriza por el servicio. La actitud de entrega y generosidad es intrínseca del ser cristiano. Por tanto, no pidamos reconocimientos ni palmaditas en la espalda por cumplir nuestro deber. Servir y entregarse a una tarea para obtener reconocimiento y aplausos es una gran inmadurez. El cristiano sabe que es un fiel sirviente y encuentra su alegría cumpliendo lo que debe hacer. 

Los sacramentos alimentan nuestra fe 


Las personas que venimos asiduamente a misa y cumplimos con los sacramentos, se supone que ya tenemos una fe muy sólida. No sólo creemos, celebramos nuestra fe. Cada vez que participamos en la eucaristía estamos tomando al mismo Jesús y estamos fortaleciendo nuestra vida interior. El bautizo es la primera inmersión en la vida cristiana. La eucaristía da un paso más: es la celebración de esta fe, compartiéndola con los demás. Cuando se celebra algo, aquello que se comparte nos hace crecer. Si el bautismo y la eucaristía no nos mueven a ir más allá del cumplimiento del precepto, ¿no será que estamos cumpliendo de forma muy rutinaria? Creer en Dios no se reduce a venir a misa; se trata de modelar nuestra vida según Dios y esto afecta a la familia, el trabajo, la economía, nuestra visión del mundo… Toda nuestra existencia queda transformada por una fe viva. No dejemos, nunca, de poner en nuestros labios, y en nuestro corazón, esta plegaria: “Señor, aumenta nuestra fe”.