2007-08-26

La puerta estrecha

XXI Domingo ordinario

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”, y él os replicará: “No sé quiénes sois” Lc 13, 22-30

Las dos puertas

Mientras Jesús va recorriendo las aldeas, predicando el reino de Dios a las gentes, un hombre se le acerca y le pregunta: “¿Serán pocos los que se salven?”. Esa pregunta nos aguijonea aún hoy. En realidad, podría traducirse por un: ¿Me salvaré yo? ¿Podré entrar por esa puerta angosta hacia el banquete del Señor? ¿Serán pocas las personas que entren?

Jesús advierte que muchos querrán entrar por esa puerta y no podrán. “Esforzaos”, dice. Parece difícil acceder. Y es así, porque el Reino de Dios pide exigencia, sacrificio, entrega. ¿Estamos verdaderamente abiertos a los que nos pide Dios?

Esa puerta estrecha, paradójicamente, nos abre un horizonte inmenso. Es la puerta de la generosidad, el corazón abierto y magnánimo. Atravesar la puerta estrecha exige esfuerzo y renuncia de uno mismo. Su paso no es fácil pero, una vez traspasada, nos conduce al cielo.

En cambio, la puerta ancha es engañosa. Es la entrada al egoísmo, a la soberbia, a la frivolidad y al orgullo. Es una puerta fácil de franquear, pero una vez se ha cruzado, nos conduce al abismo.

Heredar la fe no basta

Los cristianos bautizados, que formamos una comunidad y cumplimos nuestros preceptos, ¿nos salvaremos? Tal vez este interrogante nos inquieta. No es suficiente recibir una herencia cristiana. Nuestras creencias adquiridas no bastan para alcanzar el cielo. Así lo sentían los antiguos judíos, que sabiéndose herederos de Abraham y Moisés, pensaban que tenían la salvación garantizada y se creían el pueblo salvado, frente a otros destinados a condenarse. Pero Dios pide algo más que una rutina religiosa o el cumplimiento de unas leyes. El sí a Dios es algo más que cumplir. Es una vocación actualizada diariamente, personal, íntima y profunda. Ser bautizado no asegura el tíquet para la eternidad. Es necesario cultivar nuestra relación con Dios, de tú a tú.

De la misma manera que un matrimonio ha de darse un sí cada día, renovando su amor constantemente, nuestra vocación cristiana nos pide unión con el Padre, dándole nuestro sí cada día.

La vocación cristiana ha de estar estrechamente ligada con todas las facetas de nuestra vida. No podemos separar nuestra vida religiosa de nuestra vida profesional. Estamos llamados a ser testimonios de Jesucristo en medio del mundo. ¿Somos realmente cristianos en nuestro proceder, en nuestro ámbito laboral, en nuestra ciudad? ¿Somos capaces de testimoniar nuestra fe más allá del cumplimiento de los preceptos religiosos?

El día que debamos atravesar esa puerta, en el final de nuestra vida, Dios nos conocerá si hemos sabido dar ese paso más allá de la fe heredada. Nos conocerá si somos sus amigos, si hemos buscado esa experiencia íntima con él y hemos cultivado una rica vida interior. Si hemos vivido como criaturas de Dios, sintiendo su paternidad y su amor sobre nosotros, acercándonos a su corazón, ¿cómo no va a reconocernos?

Hay últimos que serán primeros

Tenemos ante nosotros un reto: replantear cómo vivimos nuestra fe y cómo transformamos en vivencia cotidiana aquello que creemos.

Si hemos participado de la eucaristía pero no hemos vibrado con ella, no nos hemos dejado interpelar, no hemos sintonizado con Dios ni con la comunidad, tal vez llegado el momento seamos unos “desconocidos” ante la puerta del cielo. Y vendrá gente de afuera, que realmente ha conformado su vida según Dios, y el amo de la casa les abrirá la puerta. “Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”, avisa Jesús.

Quizás muchas personas, que por prejuicios o ideas erróneas consideramos indignas del reino de Dios, pasarán por delante de nosotros. Salgamos de esa mentalidad competitiva social y económica. Alerta ante el orgullo, la petulancia, la vanagloria. Tal vez Dios nos pondrá a la cola, aún cuando creamos ser los primeros. De ahí la importancia de ser humildes, sencillos, atentos con los demás, capaces de perdonar siempre.

Veamos más allá de nosotros mismos y de nuestras percepciones particulares. Sepamos mirar al otro –el inmigrante, el desconocido, aquel que no nos cae bien… Ellos son el prójimo a quien amar. Pues si sólo amamos a quienes nos aman, o a quienes guardamos simpatía o cariño, ¿qué mérito tenemos?, nos recuerda el evangelio de Juan. Estamos llamados a vivir la caridad, y ésta se manifiesta con más fuerza que nunca cuando somos capaces de amar al enemigo. Es decir, cuando sabemos amar y perdonar a quienes nos guardan rencor y hacia quienes abrigamos aversión. Nuestro esfuerzo por perdonar y olvidar, nuestra capacidad de escuchar, de atender, con ternura, de mostrar misericordia, todas estas cosas nos ayudarán a cruzar esa puerta estrecha. Entonces habremos cumplido el anhelo incesante de todo ser humano: encontrarnos con el Creador en un abrazo para siempre.

2007-08-19

He venido a prender fuego

Domingo XX tiempo ordinario
Lc 12, 49-53
“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.”


El fuego de Dios

Jesús se dirige a sus discípulos con palabras desconcertantes. ¿Cómo es posible que haya venido a traer fuego al mundo? ¿Cómo puede decir que ha venido a traer la división, y no la paz?

“He venido a prender fuego”. Hay que interpretar las palabras en su contexto bíblico y en el momento de la vida de Jesús en que son pronunciadas. El fuego tiene un significado teológico: es el amor de Dios, el fuego del Espíritu Santo, el fuego que depura los corazones para limpiarlos de todo mal. Jesús desea que este fuego del amor anide en nuestros corazones y llegue a arder en todo el mundo.

“¡Ojalá ya estuviera ardiendo!” Estas palabras expresan un deseo y una urgencia. Es urgente que el mundo se abra al amor de Dios. Jesús nos transmite una verdad que nos quema por dentro. Sus palabras queman. Nos instan a decir, ¡basta! Despertad y dejad que el fuego de Dios arda en vuestro interior.

Una verdad que incomoda

En la primera lectura de hoy vemos al profeta Jeremías castigado por el rey Sedecías, porque su discurso no gustaba a las gentes de su pueblo. Muchas veces, la palabra de Dios, lo que dice la Iglesia, también molesta. La exigencia del evangelio nos disgusta y resulta poco grata, porque no estamos preparados para digerirla. Y muchos prefieren acallar esa voz, o rechazar ese mensaje. Los políticos, por ejemplo, quieren hacer callar a los creyentes. Insisten en que la fe ha de quedar relegada al ámbito privado. ¿Cómo pueden impedir que los cristianos expresemos públicamente lo que creemos? La verdad de Cristo molesta mucho porque no es un invento de la Iglesia. Es un regalo de Dios. Nadie la ha inventado. La verdad de Jesús es una experiencia viva que vibra en el germen de las comunidades cristianas, y nada puede matarla.

Molesta que la Iglesia se erija en voz de los más pobres, de los más débiles. La Iglesia es un referente moral para muchas personas. ¿Tenemos claro nuestro norte? ¿Quién nos puede orientar? La Iglesia guarda la palabra de Dios, que nos enseña muchas cosas a través de las encíclicas de los Papas, los sacerdotes, los pastores... La Iglesia habla, y mucho, sobre el mundo y sus problemas, sobre el ser humano y sus inquietudes y anhelos. Ofrece profundas reflexiones sobre nuestro entorno y da orientación para saber por dónde ir.

Afrontar la ruptura y las divisiones

“No he venido a traer la paz”. ¿Cómo puede decir esto Jesús, que es el “príncipe de la paz”? Hemos de comprender bien estas palabras. Las verdades a veces inquietan y son molestas. Nos hacen sentirnos mal y nos provocan divisiones internas, porque comportan una transformación de nuestra vida espiritual y, a menudo, nos exigen cambios y una conversión que nos cuesta asumir. No es que la palabra de Jesús genere conflictos; es la forma en que recibimos esa palabra la que genera rupturas en las personas, en las familias y en la misma sociedad.

“He de pasar un bautismo”, continúa Jesús. Es muy consciente de que su tarea evangelizadora de anunciar el Reino de Dios lo llevará al patíbulo y a la muerte en cruz. Su sí a Dios pasará por subir a Jerusalén, por una entrega absoluta, hasta de su propia vida. ¡Qué angustia hasta que se cumpla!

Dios no quiere la guerra ni el enfrentamiento entre las gentes, de ninguna manera. Pero, a veces, por decir la verdad, o por seguir su palabra, se desencadena el conflicto y las pesonas se desunen, se rompen familias, amistades, grupos... Un joven que quiere ser sacerdote puede toparse con la oposición de su familia, que se cierra a su vocación. O una mujer que desea profesar como religiosa puede tener que luchar contra el rechazo de sus familiares y amigos, como fue el caso de santa Clara... Seguir a Cristo sin temor comporta, en muchas ocasiones, divisiones y rupturas.

¿Qué es la Verdad?

La verdad a veces resulta escandalosa, exigente y rotunda, incluso desconcertante. Pero no por ello deja de ser verdad. Muchas veces seguir la verdad implica una autoexigencia muy fuerte.

¿Qué es la Verdad? En las horas de su pasión, Jesús se encontró ante esta pregunta, formulada por un escéptico Pilatos. La Verdad es Él. La única Verdad es el amor. Lo demás, son ideologías y filosofías. Dios nos ama. Esta es la realidad más intrínseca del cristiano. Y esta Verdad, el amor divino, sólo puede unirnos.

Estamos llamados a ser una unidad en Cristo y realidad viva del amor de Dios en el mundo.

2007-08-15

María asunta al Cielo

En mitad de verano, celebramos esta fiesta mariana tan hermosa, María Asunta al Cielo. Dice la tradición que se quedó “dormida” y Dios la llevó de la mano hasta el cielo. Celebramos que es llevada, resucitada y glorificada, podríamos llamarla la “pascua” de María. María es arca de la alianza, templo que alberga al Hijo de Dios. La asunción culmina ese encuentro de Dios con María en la eternidad.

La llamada de la solidaridad

En la lectura podemos ver a María atenta a las necesidades de los demás. Va aprisa a un pueblo entre montañas, para atender a su prima Isabel. En un mundo donde muchas situaciones claman al cielo: hambre, pobreza, injusticias… el gesto de María nos impulsa a ceñirnos y a correr para atender a tantas personas necesitadas: niños abandonados, ancianos que están solos, enfermos faltos de compañía… María nos enseña a ser solidarios. Su respuesta, además, nos urge. Ella no va despacio, ¡corre! Es urgente responder a los problemas que aquejan nuestro mundo. Y no son sólo responsabilidad de los políticos. En el estado del bienestar del que tanto se habla quizás falte otro pilar, que hemos de poner los ciudadanos: el pilar de la moral social.

Además, vemos que María se apresura. Va corriendo y, en cambio, no tiene prisa por regresar. Se queda junto a su prima el tiempo necesario, tres meses. Muy a menudo, las personas hacemos lo contrario. Cuando se trata de ayudar o de acompañar a alguien, acudimos tarde, y despacio, y marchamos cuanto antes podemos.

El encuentro entre dos humildes

El encuentro entre las dos mujeres refleja una bella sintonía y una comunión mutua con Dios. Ambas se abrazan. María no sólo visita y ayuda a Isabel. Lleva la alegría de Dios en su corazón. Esta es, también, la misión de la Iglesia: transmitir el amor de Dios, llevar a Cristo a todos los hogares, para que la gente pueda experimentar ese Amor en sus vidas.

Isabel, encinta contra toda esperanza, recibe a María con gozo y su retoño ya percibe ese amor, esa amistad, la ternura entre ambas mujeres. Salta de alegría en el seno de su madre. María y la Iglesia nos transmiten la alegría de Cristo, alegría que se fundamenta en una certeza muy honda: Dios nos ama. Para recibirla, tan sólo basta un espíritu abierto y humilde. Sólo entre las personas humildes puede fraguarse una bella amistad, y sólo entre ellas puede estallar una alabanza exultante, como la de Isabel. Y María le responde con su loanza: el Magníficat.

Dios hace maravillas en cada uno de nosotros

María canta la grandeza y el gozo del Señor que la inunda. Los cristianos también hemos de cantar y salir contentos al mundo. Los problemas y las dificultades son muchos, sí, pero no nos pueden quitar esa alegría profunda que da la unión con Dios. Esto, nadie ni nada nos lo puede arrebatar.

María se siente salvada, siente dentro de sí al Espíritu Santo, siente las maravillas que Dios hace en ella. Desde su sencillez, humilde, canta. Y las generaciones venideras cantarán su alabanza por los siglos. Su gozo y su donación sublime a Dios nos llegan hasta hoy.

El Señor “hace proezas con su brazo”, dice María en su canto. Él también hace cosas extraordinarias en nosotros. Ha sacado lo mejor de nosotros. Pese a ser limitados y pecadores, toda persona tiene algo de Dios, incluso aquellas que no entendemos, que no nos caen bien, o a quienes rechazamos. Cada criatura ha sido hecha a imagen de Cristo y lleva dentro la semilla de Dios.

Humildad para recibir sus dones

Cuántas cosas inmerecidas hemos recibido de Dios, cuántas cosas hemos hecho con su fuerza. No neguemos que todo lo bueno que hacemos es porque Dios, de algún modo, ha actuado en nosotros.

Los soberbios de corazón, los que creen ser mejores, los que siempre piensan tener la razón, los prepotentes, los que se aferran a la pedantería espiritual, todos estos se alejan irremediablemente de Dios. La gran fuerza de Dios no es su poder, sino su humildad, su sencillez.

Enaltece a los humildes y colma a los hambrientos, continúa el Magníficat. La Iglesia también ha de colmar de bienes espirituales a la gente hambrienta de Dios. Y de bienes básicos a aquellos que los necesiten, si nadie más lo hace. Si la Iglesia no hace esto, ¿quién lo hará?

En María se culmina la esperanza de la promesa de Cristo. En ella también se dan cumplimiento las promesas del Antiguo Testamento a Abraham. Los cristianos somos herederos de la cultura semita que recibe Jesús, también recibimos esa promesa.

En esta fiesta, cada verano, María nos visita. Miles de pueblos lo celebran. Pese a la paganización de las fiestas, y a que muchas personas ya no conocen su sentido cristiano, nuestra cultura, nuestro calendario, gira entorno a María. Pero María está más allá del calendario: está viva en lo más hondo de nuestro corazón.

2007-08-12

No temáis, pequeño rebaño

XIX Domingo tiempo ordinario
Lc 12, 32-48
Jesús se dirige a los suyos con esta frase entrañable, cargada de ternura: “No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se complace en daros su Reino”. Lo hace con la consciencia de que son pocos, apenas un grupo de hombres que ha decidido confiar en él e instalarse en la sencillez y la humildad.

Estas palabras llegan hasta nosotros. Son una llamada a la confianza. Hoy, Jesús nos dice: No temáis, pequeña comunidad, familia de feligreses, pequeña parroquia de vuestro barrio. No temáis, aunque el mundo se agita convulso, confiad en mí, porque Dios os ama y quiero llevaros a vivir la hermosa experiencia de su reino.

Desprenderse de aquello que nos aparta de Dios

“Vended vuestros bienes y dad limosna”, sigue diciendo Jesús. Para aquel que comienza a andar el camino de su vocación las cosas no son fáciles. Dejar la familia, su lugar, una parte de su historia atrás, pide desprendimiento y libertad de espíritu. Es entonces cuando empieza una nueva historia, su historia de amor con Dios. Para cada cristiano, “vender todos los bienes” significa dejar atrás todo lo que le impide caminar junto a Dios. No sólo se trata de desprenderse de los bienes materiales, sino de las actitudes, los criterios, el orgullo, incluso su cosmovisión. Ese venderlo todo quiere decir dejar de aferrarse a las posesiones pero también a las formas de ver y de pensar que nos apartan de la confianza en Dios.

“Dar limosna” implica donar dinero o bienes materiales, pero aún va más allá. Demos nuestro tiempo, nuestras virtudes, nuestras capacidades, todo aquello de nosotros que pueda beneficiar a los demás. Ese es nuestro mayor don.

Nuestro mayor tesoro

“Allí donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, sigue diciendo Jesús. Nuestro mayor tesoro es Dios. El es el único que puede llenar nuestra alma. Las cosas que tenemos nunca nos pueden saciar totalmente. Nuestros tesoros son Cristo, la Iglesia, los pobres, los que sufren, ya sean niños, ancianos o enfermos… Cuanto menos cosas poseemos, más ricos somos en valores. Y estos valores son los que nos ayudan a crecer como personas.

Ceñíos y encended las lámparas

“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas”. Estas palabras nos exhortan a estar siempre dispuestos, siempre alerta, a punto para descubrir la presencia de Dios en nuestra vida y salir a atender a quienes nos rodean.

Entonces, continúa Jesús, el mismo Dios, viéndonos preparados y dispuestos, al servicio de los demás, se ceñirá y nos servirá a su mesa. Sí, así lo hará, tal como hizo Jesús con sus discípulos en la última cena, cuando se ciñó y, arrodillándose ante ellos, les lavó los pies.

Dios hará lo mismo con cada uno de nosotros. Nuestro Dios es un Dios pobre, que ha renunciado a todo poder y ha venido a servirnos. Este es el sentido teológico de esta parábola del siervo vigilante. Venid, los siervos que habéis cumplido con vuestro trabajo, porque el Señor se ceñirá y os atenderá. Dios está cercano, nos ayuda, nos apoya y nos sirve.

Vivir siempre alerta

Eso sí, hemos de vivir siempre atentos, porque “a la hora menos pensada vendrá el Hijo del hombre”. Los cristianos hemos de saber que Jesús ya vino, y continúa estando presente entre nosotros, cada día, en el pan y el vino eucarístico. Ya vino, y sigue aquí. Lo importante, ahora, es saberlo ver, porque a veces vamos tan deprisa que no lo vemos. Cuando somos capaces de escuchar a los demás, de hacerles compañía, de ayudarles, de sacrificarnos por ellos; cuando amamos y mantenemos un corazón abierto, entonces es cuando Dios nos encontrará preparados. Ya lo tenemos a nuestro lado. Cada día se nos manifiesta, como en un flash escatológico, en medio de nuestro vida cotidiana.

No temamos, aunque vivimos en un mundo agitado, oscuro, plagado de dificultades. Las tormentas ideológicas también azotan nuestra fe. Pero estamos seguros, protegidos en el corazón de Dios, defendidos por su fuerza. No sólo no hemos de temer, sino, además, estar prestos, con las lámparas del amor encendidas. Jesús es nuestra luz, nuestro fuego –el fuego del Espíritu Santo–, nuestro descanso, nuestra confianza. Por eso no hay lugar para el miedo, tenemos motivos para confiar.

En invierno, la niebla cubre los montes. Pero tenemos la certeza de que la montaña está ahí, y que el sol siempre brilla por encima de las nubes espesas. Ese sol, esa luz, es el mismo Dios, que siempre está presente y viene a calentar y a dar sentido a nuestra existencia.

2007-08-05

La verdadera riqueza

Lc 12, 13-21

Un mundo lleno de vacío

“Vaciedad de vaciedades”, dice el texto del Eclesiastés este domingo. “Todo es vaciedad”. En nuestro mundo moderno, tan abundante y lleno, saturado de bienes, de palabras, de tecnología, también existe esa vaciedad. Podemos percibirla en la enorme carencia de valores que sufren tantas personas. Viven desorientadas y vacías, faltas de referencias morales, perdidas, sin norte.

La parábola del evangelio de hoy nos muestra al hombre próspero que planifica su futuro. Inmerso en abundancia, decide echarse a vivir plácidamente de las rentas de su riqueza. Ciertamente, cada cual tiene derecho a vivir con prosperidad y a administrar su patrimonio. Todos tenemos derecho a una vida digna e incluso al disfrute y al placer, sanamente entendido. Pero Jesús nos recuerda que no podemos centrar nuestra vida en el dinero y en los bienes materiales, olvidando a los demás. No podemos dedicar nuestra vida exclusivamente al dios dinero, al dios sexo o al dios poder. Cuando lo hacemos así, nuestra vida, paradógicamente, se llena de vacío. Nos volcamos en el sinsentido y nunca tenemos bastante, siempre necesitamos más, porque esas riquezas nunca podrán llenarnos.

Vivir bien es totalmente lícito. Pero, ¿basta sólo con tener las necesidades materiales cubiertas?

El afán de poseer y dejarse poseer por Dios

¿En qué medida nuestra vida es rica de Dios?

Tener más que otros no va a garantizarnos nuestra vida en el cielo. Esta mentalidad mercantilista ha contaminado incluso nuestra fe. Pensamos que, por hacer muchas cosas, por trabajar duramente y acumular méritos, vamos a ganarnos el cielo. Como si la vida eterna fuera una paga a nuestro esfuerzo interesado.

Hemos de trabajar por las cosas del reino de Dios. Pero el culto al trabajo y al dinero no nos dará el cielo.

Otra actitud, contraria a ésta, es todavía más común. Solemos decir: “la vida son cuatro días, ¡hay que pasarlo bien!” Este otro tópico nos puede llevar a la dejadez y al egoísmo.

Vivir bien significa vivir amando. La buena vida consiste en amar a Dios y a los demás. Todas las cosas de este mundo son caducas. Y, no obstante, nos aferramos a ellas. Nos aferramos a las relaciones, a la familia, al dinero, a nuestras posesiones... Nos obsesionamos por poseer bienes efímeros y, en cambio, no nos dejamos poseer por Dios. Y él nos ama. Somos su tesoro. Él es quien hace eterna nuestra vida.

La mayor riqueza es gratuita

Muchas personas viven centradas en sí mismas, encerradas en su ego. Su tesoro son ellas mismas, girando alrededor de sí, en su narcisismo. Esa es una enorme pobreza.

Cuando intentamos amar y esto no cambia nuestra vida, es señal de que algo no hacemos bien. Y tal vez es porque no hemos abierto nuestro corazón y seguimos dando vueltas alrededor de nuestro ego, buscando nuestro tesoro dentro de nosotros mismos.
Hay una riqueza que se hincha, se convierte en vanagloria y se alimenta de sí misma. Muchas veces, esta riqueza –ya sea dinero, propiedades, etc., también nos genera problemas, como al hombre del evangelio, en litigio con su hermano por una herencia.

En cambio, hay otra gran riqueza, que viene de Dios, que nos llega a través de la Iglesia y que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos.

Todo lo que tenemos nos lo ha dado Dios. Pensamos que tenemos muchas cosas ganadas por nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestros logros. Pero ¡hasta el aire que respiramos nos lo da Dios! Él nos regala la vida, y con ella, todo cuanto hemos obtenido. No somos conscientes de esos dones porque no nos han costado dinero ni hemos tenido que esforzarnos por adquirirlos. Pero su valor es incalculable. ¿Cuánto vale despertarse con la luz del sol? ¿Cuál es el valor de respirar, de contemplar el cielo, de ver la sonrisa en el rostro de un niño o en las arrugas de un anciano?

Dios nos da la existencia, los padres, los hijos, los amigos... También nos da las fuerzas y la capacidad de trabajar y el dinero que obtenemos, fruto de nuestro afán. Todo lo que poseemos es providencia de Dios. Cada día nos regala cosas inmerecidas. Pero la mayor riqueza es tener al mismo Dios. El nos ama, confía en nosotros, tanto, que incluso nos pide algún gesto de amor.

Dar nos enriquece

Nosotros también podemos corresponder a su regalo haciendo cosas por los demás. Podemos dar mucho amor cada día. Seamos ricos para Dios. Nos enriquecerá venir a la eucaristía, recibir los sacramentos, entregarnos a los demás. Dar nuestra vida, nuestro tiempo, es el don más espléndido que podemos hacer.

Nuestro tiempo es una gran riqueza. A menudo no tenemos tiempo para Dios ni para los demás. Nos falta tiempo para ser solidarios, para hacer un voluntariado, para visitar la casa de Dios y dejarnos acunar en sus brazos... El siempre nos espera, en su templo, y en el corazón de las personas. Dediquemos tiempo a Dios y a quienes nos rodean. Esta es nuestra verdadera riqueza, el tesoro que se acumulará en el cielo.