2013-12-27

La sagrada familia


La sagrada familia –ciclo  A–

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, quédate allí hasta que yo te avise, pues Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: “Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto”…
Mt 2, 13-23

Dos personajes contrapuestos: José y Herodes


En los inicios de toda bella historia siempre aparece una sombra que quiere tapar la luz. En el nacimiento de Jesús, será Herodes quien dará la orden del matar al niño. En este evangelio de hoy vemos a dos personajes contrapuestos. José es el hombre justo y bueno, obediente a Dios y cumplidor de sus designios. Herodes es un personaje violento, ciego a la voluntad de Dios, que quiere impedir a toda costa que alguien le arrebate su poder.

José es el hombre de la casa de David que se fía, escucha las palabras de Dios y acepta su misión como custodio y padre adoptivo del niño. Herodes es el hombre que desconfía, tiene miedo de perder y no duda en aniquilar a cualquiera que amenace su trono. Representa el poder mundano y político, la ambición, el afán de riquezas y de dominio. En cambio, José representa la bondad, la sencillez, la docilidad y el amor generoso.

Herodes ordenará una masacre, pero no podrá llevar a cabo su cometido de asesinar al niño. No podrá matar la historia de Dios. José será quien lo impedirá. De esta lectura podemos extraer varias consecuencias.

Levántate


El verbo levantarse aparece tres veces en este texto. Levántate, dice el ángel a José. Y él se pone en pie y actúa. Para iniciar una empresa trascendente, como la que José tiene encomendada, hay que estar erguido, bien despierto, lleno de confianza en Dios. Su cometido será cuidar, guiar y custodiar al niño y a su madre. En José esto tiene aún más mérito que en cualquier otro padre porque, no siendo Jesús su hijo natural, lo protege tanto como si lo fuera. Sabe que ese niño es de Dios y lo cuida como suyo. Sabe que, para encarnarse, Dios necesita de una familia humana; necesita de él y de María para desarrollar su plan salvífico.

José, firme, decidido, sin dudar un instante, lleva a cabo la misión encomendada. Su precaución al regreso, de no instalarse en Belén por temor al nuevo rey Arquelao, revela al hombre prudente hasta el último momento. Así es como la familia se instala en Nazaret.

El significado del exilio


Levantarse y marchar lejos, al exilio, todavía hace más compleja la misión de José. Como tantas familias hoy, que se ven obligadas a emigrar, la familia de Jesús comienza su andadura con un destierro. Los autores sagrados subrayan con este hecho que toda la vida de Jesús, en el futuro, estará marcada por el sufrimiento y el rechazo. Esta huída a Egipto preludia lo que será su vida adulta, cuando sea rechazado por su pueblo.

¡Cuántas realidades a nuestro alrededor están llenas de Dios! Hemos de cuidarlas y protegerlas, aunque no sean obra nuestra. En el mundo también hay muchos niños y personas desvalidas que, aunque no sean hijos nuestros, ni parientes de nuestra sangre, son hijos de Dios. La Iglesia debe cuidar de las cosas de Dios, debe atenderlos. Toda vida humana, y aún más la vida de la fe, pide una ardua y necesaria tarea de cuidado.

Necesidad de familias sólidas


Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. La familia de Nazaret es prototipo y modelo para las familias cristianas. Actualmente, se habla mucho de la crisis de vocaciones sacerdotales. Yo diría que hay una crisis de familias cristianas. Faltan hogares cristianos, pequeños Nazarets donde puedan florecer las vocaciones. Mirando a José y a María las familias pueden inspirarse para construir una realidad armónica y consolidada.

Tener un hijo significa mucho más que parir un bebé. Los padres han de ser conscientes de que construir un hogar pide que en el matrimonio haya una enorme capacidad de entrega, desprendimiento y amor. Los hijos necesitan ese amor, y necesitan mucho tiempo de sus padres junto a ellos, educándolos. Cada vez hay más familias desestructuradas, no solo económicamente sino emocionalmente. Estas situaciones exigen una profunda revisión desde la antropología cristiana. El equilibrio social dependerá del familiar, de que los roles de los padres queden bien definidos, así como su misión. Solo así, con referencias sólidas, los niños crecerán de manera armónica.

Los padres tienen un espejo de referencia en José y María. Su ejemplo los enseñará a quererse, a confiar el uno en el otro, a confiar en Dios y cuidar y proteger a su familia. Y, sobre todo, a dejar que Jesús corone la existencia de esa familia y habite en el corazón del hogar.


Finalmente, todos los cristianos somos una gran familia. Participando de la eucaristía, tomando el pan y el vino, sentimos que formamos parte de la Iglesia. Esta otra familia, más allá de los lazos biológicos, llegará a ser muy importante para nuestro crecimiento como personas. Cuando se vive instalado en el Reino de Dios, la fe crea lazos más fuertes que los consanguíneos. Aprendamos a sentirnos también familia de Jesús en un día como hoy.

2013-12-21

Plenamente Dios, plenamente humano


4 Domingo Adviento - A from JoaquinIglesias

La concepción de Jesucristo fue así: estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció un ángel en sueños, y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo…
Mt 1, 18-24

La gracia de Dios


Después de la genealogía de Jesús, el evangelio de Mateo nos relata cómo fue concebido Jesús. Es un capítulo que narra de qué manera Dios se hace hombre, insertándose en el curso de la historia, en un lugar y un tiempo concretos, y también en un linaje concreto.

Si la genealogía sirve para indicar que Dios se encarna en la familia humana, una familia con nombres y rostros, muchos de ellos pecadores, el relato de la concepción de Cristo nos revela su naturaleza divina. María concibe por gracia el Espíritu Santo. Es plenamente humano, pues es engendrado en el vientre de una mujer; y es plenamente divino porque surge del mismo aliento sagrado de Dios.

Mateo toma unas palabras del profeta Isaías (7, 14) que para los judíos de su tiempo tenían un significado especial: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel ―Dios-con-nosotros―. El nacimiento de ese niño, anunciado por el profeta, significaba el inicio de una era de liberación para Israel, sometido al poder de las potencias extranjeras. Del mismo modo, el nacimiento del hijo de María, tal como lo presenta Mateo, marcará el inicio de una nueva era, el advenimiento del Reino de Dios en el mundo.

Esta es la gracia de Dios: el regalo de su Hijo y el inicio de su reino. Un reino que trae algo más que la liberación política. Jesús vino a liberarnos de los grandes males que siempre acechan a la humanidad: la esclavitud del pecado, del egoísmo, del dolor y de la muerte. ¿Cuál es la señal de este reino? El mismo niño que nace, Emmanuel, Dios-con-nosotros. Si Dios está en el mundo, el mundo comienza a ser ya nuevo reino.

La justicia de José


Pero la manera de obrar de Dios a menudo desconcierta a los hombres. José, pobre, se queda abrumado cuando descubre que María está encinta sin vivir todavía juntos. En su mentalidad judía tiene muy clara la ley: si es adúltera, debe ser condenada. Pero el evangelista también dice que José era justo. Y ser justo, en términos bíblicos, no es ser rigurosamente estricto con la ley, sino bueno. Ser justo es parecerse a Dios, y Dios no es legalista, sino magnánimo, compasivo, generoso.

Por eso José, entristecido, opta por repudiar a María en secreto. De esta manera puede salvarla del castigo que, según la ley, era terrible: la lapidación. Y salva, también, su reputación. Pero su decisión, aunque revela su bondad hacia María, es la de un hombre ofuscado.

El mensajero


Y Dios envía un ángel. En los relatos bíblicos a menudo aparecen ángeles que, en sueños, transmiten los mensajes de Dios a sus elegidos. José, como tantos otros personajes del Antiguo Testamento, recibe una revelación durante su sueño.
A partir de esa noche, entenderá que él también está llamado a una misión, como María. Su cometido será el de padre terrenal del Hijo de Dios. Y obedece fielmente lo que el ángel le manda, acogiendo a María en su casa.

La puerta del cielo


Mateo, a diferencia de Lucas, nos habla muy poco de María. Nada nos dice de su llamada, de su disposición, de su estado de ánimo, de su reacción.

Tan solo nos dice, con palabras muy escuetas, que se halló haber concebido del Espíritu Santo. ¿Puede decirse algo tan grande con frase más sencilla y más breve?

Sin embargo, tras estas palabras podemos atisbar algo enorme. María se halla, es decir, que la concepción divina le viene como algo que nunca esperó, ni pidió. Es una gracia, un regalo de Dios. Y, ¿quién puede recibir un don tan grande sino alguien con el alma muy abierta?

Por otra parte, nos está diciendo que en el engendramiento, físico y humano, de Jesús, interviene el Espíritu Santo. Podríamos decir que en toda concepción humana, además de la intervención de los padres, hay un soplo divino, que es el que otorga la vida y el alma. 


Por último, vemos cómo Dios, que podría venir al mundo de manera más espectacular y prodigiosa, o aparecer directamente como un rey o un profeta adulto, elige pasar por todo el proceso de un hombre sencillo y cualquiera. Su puerta de entrada a la tierra es el cuerpo y el vientre de una mujer. Y llega a escondidas, de forma discreta y silenciosa. Esta es la forma de actuar de Dios. Sin espectáculo, sin pompa, y totalmente comprometido, hasta las últimas consecuencias. Dios nace como todos los niños del mundo y morirá, también, como todo humano mortal. Cuán digna, cuán grande y bella será la naturaleza humana cuando Dios mismo se encarna en ella. 

2013-12-14

La esperanza que cambia el mundo



En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!”…
Mt 11, 2-11

La esperanza que cambia el mundo


La secuencia del Antiguo Testamento del profeta Isaías (Is 35, 1-10) es un canto a la belleza de la esperanza. El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría… Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará… Son notas poéticas que anuncian la llegada al mundo del Mesías. Su irrupción, como agua en el desierto, cambia todas las cosas, dando nueva vida y sentido a la Creación.

El evangelio nos muestra cómo los discípulos de Juan acuden a Jesús y le preguntan si él es el que ha de venir. La expectación llega a su momento culminante: el Mesías está cerca. Por eso, en la liturgia de este tercer domingo de Adviento, hay un componente de alegría y de fiesta ante la venida del Señor. Los cristianos estamos llamados a vivir alegres porque esta esperanza pronto se tornará en gozo.

La respuesta de Jesús a los discípulos de Juan recoge las palabras del profeta Isaías: los ciegos ven, los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Reino de Dios. La venida del Señor revoluciona nuestra vida y transforma nuestro corazón. Si queremos, Dios puede cambiar nuestra existencia y convertirla en un canto de esperanza.

Los ciegos ven


Cuántas personas no son ciegas y, sin embargo, no ven porque no saben mirar y contemplar el mundo desde los ojos de Dios. Cuántas cosas dejamos pasar de largo porque no sabemos atisbar esas manifestaciones de Dios en la vida. Nos falta visión espiritual para captar la presencia de Dios a nuestro alrededor. Qué susto más grande nos llevamos cuando perdemos un poco de visión. Pero, ¿no es un espanto mucho mayor que el mundo deje de ver a Dios? ¿No es más temible que las gentes aparten la vista de su Creador? Sin embargo, Dios puede abrirnos los ojos del alma.

Los sordos oyen


Igual sucede con los oídos. No sabemos oír la delicada música de Dios en nuestra vida. Inmersos en tanto ruido, somos incapaces de reconocer la melodía divina que impregna nuestra existencia. La venida del Mesías puede lograrlo, desde el espíritu, aguzando nuestro oído interior.

Los cojos andan

Cuánta cojera vemos en el mundo. Estamos sanos y parecemos inválidos. Podemos correr y nos quedamos quietos, paralizados. Tenemos miedo de ir hacia los demás. Nos sentimos inseguros y nos cuesta hacer el esfuerzo para desplazarnos hacia quien nos necesita. Cuánta gente vive parapléjica de alma, teniendo los dos pies sanos. Dios puede despertar el entusiasmo del corazón dormido y empujarnos a ir corriendo hacia él, que está presente en los demás. Cuando corremos hacia Dios nuestra vida tiene sentido.

Los leprosos quedan limpios


Estamos manchados por la enfermedad del egoísmo. Nuestra dermis espiritual está sucia por no dejar que el oxígeno de Dios llegue a todos los rincones de nuestra vida. La misericordia de Dios y su capacidad de perdón nos harán recuperar la transparencia y la nitidez. Lavados por el Bautismo, quedamos limpios por la inmensa gracia de Dios.

A los pobres se les anuncia el evangelio


¡Qué alegría tan grande sentirnos receptores de este mensaje! Somos privilegiados por recibir tan buena nueva. Nos convertimos en testigos de una gran experiencia. Con esta noticia nuestras vidas cambian: la tristeza se convierte en alegría, el desespero en esperanza, el odio en amor, la desconfianza en fe.

Como cristianos, hemos de saber hacer pedagogía de la esperanza. Jesús alaba a Juan como el mayor de los profetas, pues anuncia la llegada del mismo Dios, hecho hombre. En cambio, sigue diciendo Jesús, en el Reino de los Cielos, hasta el más pequeño es mayor que Juan el Bautista. ¿Por qué? ¿Qué significan estas palabras?


Jesús está hablando de una vida nueva, donde los hombres y mujeres llamados ya no son profetas, sino hijos de Dios. En el Reino, ya no son mensajeros, sino testigos. No hablan de aquel que esperan y ha de venir, sino del que ya habita entre ellos, de la presencia viva y palpitante que alienta en todo su ser. Juan Bautista cierra una época: la del hombre esperanzado que aguarda. Jesús inaugura una etapa nueva: la del hombre que ya vive en brazos de Dios. Por eso dice: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los muertos resucitan. Porque Dios transforma y renueva la vida de aquel que se deja penetrar por su amor.

2013-12-06

María, casa de Dios


La Inmaculada Concepción 


En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David. La virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. Y María dijo: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. El ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril. Porque para Dios nada hay imposible.” María contestó: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel la dejó. 
Lc 1, 26-38 

Vivir con el corazón abierto 


Celebramos hoy una gran fiesta arraigada en la comunidad cristiana: la Inmaculada Concepción de María. ¿Cómo podía ser de otra manera? María fue elegida por Dios como madre de su Hijo, por ello fue concebida sin mancha de pecado alguno. 

El evangelio de hoy sienta las bases de la espiritualidad mariana. María es la mujer que supo disponer un hogar para Dios, un corazón cálido y abierto a su voluntad. El ángel la saluda con estas palabras: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María ya está llena de la presencia de Dios. Es algo cotidiano vivir atenta a su Espíritu. Porque conecta con él, recibe gracia sobre gracia. Su receptividad es tan grande que el Señor la inunda. 

No temáis 


No temas, María, continúa el ángel. María es llamada a una vocación muy alta: ser la madre del mismo Dios. Nosotros, los cristianos, también somos llamados. Dios entra a nuestra presencia si tenemos espacios diarios de silencio para él. La madurez espiritual permitirá que Dios cale en nuestra existencia y podremos escuchar su llamada. Dios también piensa en nosotros y confía en nuestra capacidad de respuesta. A María le anuncia que concebirá y dará a luz a un hijo que será la salvación del mundo. Cada cristiano abierto concebirá en su corazón un proyecto de Dios para colaborar en la redención que Jesús inició. 

No temáis, hombres y mujeres del siglo XXI. Aunque el mundo parece girar al revés, sabiendo que Dios está con nosotros nunca hemos de temer a nada ni a nadie. María no teme. Está preparada para su misión: ser receptora del mismo Dios. Jesús, su hijo, será el redentor del mundo y dará su vida para salvar a toda la humanidad. La Iglesia, hoy, sigue siendo receptora de ese mensaje y continúa esta misión. 

Para Dios nada es imposible 


María se aturde, al principio, cuando oye al ángel. Nosotros también podemos turbarnos. ¡Dios mío! Es tan grande tu amor… ¡y yo soy tan pequeño! No soy nada, ¡y tú me das tanto! Pero el Espíritu Santo que aletea en el universo transforma esta nada convirtiendo nuestro corazón y nuestra vida en una realidad hermosa capaz de emprender obras extraordinarias. 

¿Cómo será eso, pues no conozco varón?, se pregunta María. También nosotros podemos preguntarnos: ¿Cómo podremos hacer lo que Dios nos pide, si somos tan limitados? Dios puede. El Espíritu Santo vendrá sobre nosotros y la fuerza del Altísimo nos cubrirá con su sombra. Recibiremos su aliento y nuestra vida será renovada. Es el mismo Espíritu Santo que se alberga en el corazón de María. 

Para Dios nada es imposible. María estaba dispuesta y era inmaculada en su interior. Nosotros también estamos limpios por la misericordia del Padre y por el sacramento de la penitencia. Para él no es imposible lavar nuestras culpas, pese a nuestras dificultades, nuestros pecados, egoísmos e historias pasadas. Dios puede convertir un corazón de piedra en otro de sangre, que palpite de vida, derramando amor. 

Somos hijos de Dios. Como los hijos se parecen a los padres, ¿en qué nos parecemos a Dios? Justamente en esa inmensa capacidad de amor. Aunque nuestra cultura hace hincapié en los aspectos más negativos de la naturaleza humana, no dudemos que el hombre guarda tesoros hermosos en su corazón y es capaz de entregarse hasta el límite. Dios puede penetrar en nuestros vericuetos emocionales, iluminar nuestras sombras, llenar nuestras lagunas, nuestros vacíos… Los condicionantes biológicos y psicológicos quedan superados por lo espiritual. 

Hágase en mí según tu palabra 


María dice sí a Dios, sí a su plan, a su designio. Sin ese sí valiente, generoso, libre, el misterio de la encarnación no habría sido posible. El sí de María hace posible la revolución del Cristianismo. 

Dice María: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Hay que leer la palabra esclava en su contexto. No se puede obrar el bien sin libertad. El concepto de esclavitud aquí significa disposición, entrega, un decir: mi vida es para ti, soy tuya; me entrego libremente, porque quiero. No se trata de someterse a Dios, él jamás quiere siervos, y aún menos quiere que María sea una esclava sojuzgada. Dios ama al hombre libre y pide una respuesta desde la libertad. 

En lenguaje de hoy, podríamos traducir esta frase como: Aquí está la amiga del Señor. O también: He aquí la hija del Señor. Decir sí a Dios comporta un compromiso que se reafirma cada día, como el de los esposos. Ese sí debe fortalecerse, perfumarse y alimentarse con la oración diaria. Decir sí a Dios es aceptar que su palabra sea nuestra vida, que penetre en lo más hondo de nuestro ser, que se haga en nosotros todo cuanto él sueña. Y ese sí debe darse libremente, porque sólo libremente podemos ser invadidos por el amor de Dios. 


Del paraíso al reino de Dios 


El evangelio de la anunciación del ángel a María contrasta con la primera lectura de hoy, del Génesis, que nos relata cómo el hombre cae tentado por el demonio y es expulsado del Edén. En este pasaje, vemos cómo Adán y Eva no se fían de Dios y se sienten desnudos ante él. La desconfianza trae consigo la ruptura entre el hombre y Dios. María, en cambio, se convierte en el paraíso de Dios. Sus entrañas serán el lugar donde se lleve a cabo la redención. Adán huye corriendo del paraíso. María, que se fía, no escapa. Espera. Dios se alberga en su corazón, y ella se convierte en casa de Dios.

2013-11-29

Estad en vela



En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempos de Noé. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre. Mt 24, 37-44 

El sentido de la esperanza cristiana 


Iniciamos un tiempo litúrgico fuerte, el Adviento, y nos preparamos para la venida del Mesías. Este es un tiempo en que los cristianos estamos invitados a reflexionar sobre el sentido de la esperanza cristiana. ¿Qué significa? ¿A quién esperamos? ¿Cómo esperamos? ¿Por qué? 

La esperanza cristiana es aquella actitud vital que nos hace trascender de nosotros mismos para mejorar todo cuanto existe a nuestro alrededor. El cristiano tiene la esperanza de que el mundo puede cambiar, y también el corazón humano, sus ideas y sus sentimientos, su libertad. Sin esperanza y sin confianza estamos desnortados y vamos a la deriva. La esperanza cristiana da un sentido último a nuestra vida. 

Pero, ¿en quién esperamos? En Jesús. Él es nuestra única esperanza, que siempre nos ayudará a vivir atentos a nuestro devenir histórico y personal. 

¿Cómo esperamos? San Pablo nos lo explica muy bien en la lectura de su carta a los romanos: vivamos como en plena luz del día, sin excesos, sin desenfreno, sin riñas y rencores (Rm 13, 11-14). Es decir, conscientes y despiertos, con amor de caridad. Vestíos del Señor Jesucristo, o, en otras palabras, que nuestra vida sea fiel imagen de la de Cristo. La mejor manera de esperar es esta: no como aquel que espera sentado a que pase el tren, sino con la actitud vital del que hace que las cosas sucedan a su alrededor. 

¿Por qué esperamos? 


Sin esperanza la vida carece de sentido. Todo se construye sobre la certeza de que, realmente, hay una respuesta. Hemos de saber que el mundo, la sociedad, la economía, el ser humano, todo puede llegar a cambiar y mejorar para alcanzar su plenitud. Jesús nos avisa en el evangelio: estemos en vela, atentos, vigilantes. La vida del cristiano es como la de un centinela. Estar alerta significa vibrar, atender, vivir al tanto del acontecer cotidiano. También implica renunciar a la frivolidad y a la indiferencia hacia los demás. Ante un mundo complejo y cambiante, a veces se percibe entre los cristianos cierta apatía y desazón. La tentación de rendirse ante las adversidades y las tendencias contrarias de nuestra sociedad es muy grande. Estar atentos significa no dejarse arrastrar, sino dirigir nuestra existencia, prestando atención a todo cuanto sucede. De la misma manera que cuando conducimos un vehículo hemos de estar atentos para evitar colisionar y causar daño, la vida espiritual también debe ser conducida para llegar a su destino: Dios. 

Ver a Dios en nuestra vida cotidiana 


Estar atento significa saber ver a Dios en los demás, tener la inteligencia espiritual para dilucidar cómo Dios se manifiesta en cada momento. El texto evangélico alude a un tiempo apocalíptico: la venida del hijo del hombre. La mejor manera de prepararnos para ese momento crucial es ser capaces de vivir nuestra vida de cada día con un profundo sentido cristiano. Dios se manifiesta a cada instante. Nuestro problema es que estamos aquejados de miopía espiritual y no sabemos ver.

Estamos inmersos en una cultura de la alta velocidad y no es lo mismo contemplar el paisaje a trescientos kilómetros por hora que a cincuenta, que permite admirar los montes, los árboles, la belleza de la tierra. Para ver a Dios y notar su presencia hay que ir despacio. La alta velocidad tecnológica nos hace correr más de lo necesario y muchas cosas se nos escapan; es imposible que nos percatemos de ellas yendo tan veloces. El hombre postmoderno va deprisa, estresado, cansado; corre sin saber muy bien a dónde y no sabe detenerse. El tiempo de Adviento nos propone parar, interiorizar, mirar dentro de nosotros mismos y descubrir quién somos, dónde estamos, qué hacemos y por qué, qué sentido tiene nuestra vida. Adviento es una llamada a viajar hacia adentro y a sacar la oscuridad de nuestro corazón, para que los destellos del Mesías que viene iluminen nuestra existencia.

2013-11-22

Cristo, Rey del universo




34º domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificado lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo increpaba diciendo: “¿Ni siquiera temes a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque percibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Lc 23, 35-43

Un rey clavado en la cruz


En la escena de la cruz es donde se manifiesta con la máxima intensidad el amor de Jesús a Dios, su Padre. Su reino vive un momento culminante en el Gólgota. Pero, ¿qué significa reinado de Dios?

No nos referimos a un espacio físico ni geográfico, sino al corazón de uno mismo: Dios quiere reinar en nuestro corazón, en nuestra vida entera. Fijémonos en la figura de este rey: un hombre clavado en la cruz. Es un hombre que ha puesto el servicio y la entrega a los demás en la meta de su misión, pasando por el sacrificio y la muerte. Hablamos de una realeza que nada tiene que ver con la soberanía de las monarquías europeas o de Oriente. ¿Qué rey acaba en la cruz, condenado por su infinito amor a los demás hombres?

Palpar la crueldad inicua


El texto que nos ofrece el evangelio narra la burla de las autoridades judías hacia un crucificado. Además de la condena injusta, añaden la crueldad de la ironía y las chanzas, en el colmo de la iniquidad. No sólo condenan, sino que se mofan del condenado. Además del dolor físico, que es enorme, Jesús tiene que soportar el dolor moral ante la bajeza y los insultos a los que se ve sometido. Ha de sufrir la burla por parte de las autoridades que lo han condenado, por parte de los soldados, que se convierten en sus verdugos y, finalmente, por parte del bandido que tiene a su lado. Es el escarnio llevado al extremo.

¿Era necesario que Jesús pasara por todo esto?

La misión de Jesús: salvar a todos


Cuando se burlan de él, diciéndole que se salve a sí mismo, Jesús continúa confiando totalmente en Dios. Está abandonado en sus manos. No ha venido a salvarse a sí mismo, sino a todos, pagando el precio de su vida en rescate por la humanidad. Esta es su misión: entregar su vida para salvarnos a todos.

Los dos ladrones reflejan muy bien dos posturas humanas ante Dios: la postura humilde que acepta a Dios, incluso en medio de las mayores dificultades, y la otra postura, iracunda, que lo rechaza.

Mirando a Cristo, contemplando su rostro sufriente, el buen bandido reconoce la inocencia de aquel hombre, al tiempo que admite que ellos, los malhechores, están pagando por los crímenes que han cometido. Ve en Jesús un hombre bueno, no violento. Con humildad, le suplica que se acuerde de él cuando llegue a su Reino. Es el único, entre todos los presentes en el Gólgota, que sabe descubrir la realeza de Jesús, una realeza que no es de este mundo. Y, cómo no, Jesús le abre las puertas de par en par porque ve en él un deseo sincero y un corazón arrepentido. Dios nunca cierra las puertas de su Reino, no condena a nadie, perdona hasta el último momento, aguarda hasta el último suspiro de la persona, para abrirle el paraíso.

El mayor amor: dar la vida


El rey que hoy celebramos tiene como trono el patíbulo y como corona un ramo de espinas entrelazadas. No recibe aclamaciones ni vítores, sino el rechazo y el desprecio de las gentes. En la cruz, Jesús define el prototipo cristiano, que muchas veces pasa por el martirio. Su entrega hasta la muerte es una llamada a ser valientes. Cristo se hace pobre, se apea del poder y del reconocimiento, para vivir en su propia carne la limitación de la condición humana y la mordedura del mal a los inocentes. ¿Qué rey estaría dispuesto a pasar por todo esto por su pueblo?

En la cruz, no tiene nada. Despojado de todo, sólo le queda una última certeza en su corazón: Dios le ama. Esta certeza le llevará a cumplir la voluntad del Padre hasta el fin, dando su vida por amor.

El reinado humano acaba aquí. Pero el reinado de Cristo se culmina con la resurrección, el triunfo del Amor sobre el mal. Todos los cristianos estamos llamados a vivir la realeza de Cristo, encarnándola en nuestras vidas. 

2013-11-16

Ante un mundo convulso



33º Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. ... “Cuidad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien: “El momento está cerca”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y revoluciones, no tengáis pánico. ...

Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres y parientes, y hermanos y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
Lc 21, 5-19

Las obras humanas son efímeras


En Jerusalén, son muchos los que admiran la belleza del templo, ponderando la calidad de su piedra y sus exvotos. Jesús manifiesta entonces la caducidad de las proyecciones humanas. Todo empieza y todo tiene su final. Las palabras de Jesús nos hacen pensar en tantas construcciones que se levantan hoy día, respondiendo a la vanagloria y a la autoafirmación del intelecto y las capacidades humanas. Muy pocas obras resisten el paso del tiempo o la destrucción, todas ellas son caducas y perecederas.

El poder del mal sobre el mundo


Habrá guerra, hambre y epidemias, dice Jesús. Son palabras crudas, de una enorme vigencia. Hoy vemos que los estados se levantan unos contra otros, enfrentándose por el poder, el control de los recursos y la hegemonía. Las secuelas de estas guerras son enormes: destrucción, hambre, epidemias… Son los frutos del orgullo y la vanidad del hombre que quiere igualarse a Dios. La persona que desplaza a Dios y se erige en valor absoluto, sin otra referencia que ella misma, acaba aniquilando la vida a su alrededor.

Las predicciones de Jesús responden a un género literario apocalíptico, pero reflejan la realidad en muchos lugares de nuestro planeta. Jesús describe la fuerza del mal que se desata sobre el mundo, nutriéndose de la prepotencia y el afán de poder del hombre, capaz de generar devastación por no abrir su corazón a la novedad del mensaje de Dios.

Y Jesús nos alerta. En un mundo sacudido por las catástrofes y las convulsiones sociales, siempre surgen falsos líderes que aprovechan la angustia y la falta de esperanza para liderar el mundo y ocupar el poder. Lo vemos en la actualidad. Jesús nos dice abiertamente: “no los sigáis”. Multitud de seudo-religiones, ideologías y corrientes de pensamiento crecen a costa de la fragilidad y el miedo de la gente, amenazando con el fin del mundo y otros males inminentes. Es necesario adquirir formación humana, científica, filosófica y también cristiana para poder hacer lecturas realistas y serenas de cuanto sucede a nuestro alrededor.

La persecución de los cristianos


Por mi causa os perseguirán, e incluso matarán a algunos, dice Jesús. Es un anuncio del martirio y de la persecución de los cristianos. Llegará el momento en que tendremos que dar testimonio. Hoy, las persecuciones quizás no son tan cruentas como en otras épocas, al menos en los países occidentales. Pero se dan otras formas de persecución más sutiles: la mediática y la ideológica. Se habla de democracia y libertad, pero a veces parece que los cristianos somos molestos a la hora de expresar públicamente nuestra fe. Se desatan verdaderas campañas para barrer el cristianismo de la sociedad y relegar la fe, atacando las convicciones cristianas. Vivir en medio de una realidad contraria a Dios nos da la oportunidad de proclamar lo que somos y vivimos, sin escondernos.

Perseverancia en la adversidad


Después de estas advertencias, Jesús nos alienta con otra afirmación rotunda: “Ni un solo cabello de vuestra cabeza perecerá”. Ante Dios, uno solo de nuestros cabellos vale más que un monumento extraordinario. Jesús nos habla de confianza; nada nos sucederá si permanecemos a su lado. Dios cuidará de nosotros.

Y nos llama a perseverar. Perseverancia significa mantenerse fiel, hacer crecer nuestras convicciones pese a las adversidades, reafirmarnos en nuestra fe y seguir confiando en Dios.


Finalmente, esa perseverancia llevará al nacimiento de una humanidad nueva, una recreación del hombre que comienza con Cristo y su mensaje. Como hombre nuevo, Jesús inicia su camino con el bautismo, pasa por la cruz y acaba en la resurrección. Este es, también, el itinerario que recorre todo cristiano en su vida. Porque cada uno está llamado a vivir en la plenitud del amor de Dios.

2013-11-07

Un Dios de vivos


32º Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete hermanos, y todos murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”. Jesús les contestó: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Lc 20, 27-38

La incredulidad que busca justificarse 


La secuencia del evangelio de hoy recoge el sarcasmo y la incredulidad de un grupo de saduceos, que representan la élite intelectual y económica de la cultura judía. Con la insidiosa pregunta que hacen a Jesús sobre el caso de los siete hermanos fallecidos y su viuda, cuestionan la resurrección haciendo alusión a la ley de Moisés. Pero Jesús responde apelando a las mismas escrituras, recogiendo el episodio de la zarza ardiente y manifestando que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es un Dios de vivos. Con esta afirmación, Jesús asienta doctrina sobre la resurrección. 

El valor del matrimonio 


Los saduceos no sólo cuestionan la resurrección, sino el sentido profundo del matrimonio. En su pregunta se plantea, en realidad, de quién será la posesión de la mujer. Anteponen el poseer al amor del matrimonio. Para Jesús, el matrimonio es una realidad sagrada, una unión fundada en el amor, que trasciende los aspectos materiales y posesivos. Su respuesta es clave para entender el misterio de la resurrección. En el cielo las personas no se casan ni procrean, pues nunca mueren, viven para siempre. El cielo no es una continuidad de este mundo terreno. En él se da un salto cualitativo. “Seremos como ángeles”. ¿Qué significa esto? Esta frase de Jesús indica que, en el cielo, estaremos en profunda comunión con Dios. El amor allí es trascendido, va más allá de la corporeidad y la sexualidad. Ser como ángeles expresa la pureza del amor. 

Una cultura de la vida 


El Dios cristiano es un Dios de vivos, opuesto a la cultura de la muerte y a la fragmentación del ser humano. Los cristianos de hoy hemos de generar cultura de la vida allá donde estemos. Las manifestaciones de la cultura de la muerte son muchas y diversas: el terrorismo, las guerras, la lucha por el poder, el desprecio ante la vida, que se da en la tolerancia ante la pobreza, la eutanasia, la manipulación genética o el aborto. Los cristianos hemos de alejarnos de esa cultura de la muerte, hemos de pasar del nihilismo existencial al cristianismo gozoso del amor y de la vida. 

Cuando somos capaces de abrirnos al otro, de acoger, de dialogar, de trabar amistad; cuando construimos algo positivo, entonces nos convertimos en apóstoles de la vida, dando vida a aquellos que no tienen o la tienen agonizante: los pobres, los enfermos, las personas solas y angustiadas… Cuando creamos organizaciones de caridad a favor de los demás, estamos contribuyendo a expandir la cultura de la vida. 

El Dios de nuestros padres 


Al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob también podríamos llamarlo el Dios de nuestros padres, o el Dios de nuestros abuelos. Es el Dios de ese ejército inmenso de gente buena que ha vivido a lo largo de los siglos con una firme convicción: Dios está vivo en ellos. De esta manera, no sólo creeremos las palabras del Credo: “creo en la resurrección de la carne”, sino que viviremos el Credo. Como dice San Pablo, expiramos con Cristo y resucitamos con Cristo. En la medida que amamos y abrimos nuestro corazón a Dios empezamos a saborear la eternidad, aquí y ahora, y nos preparamos para vivir la plenitud del amor con Dios, cuando resucitemos para siempre.

2013-11-02

Hoy ha sido la salvación de esta casa


31º Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Él bajó en seguida y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”.
Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: “Mira, Señor, la mitad de mis bienes la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, restituiré cuatro veces más”.
Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abraham. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Lc 19, 1-10

El hombre que busca


Zaqueo era jefe de los publicanos en Jericó. Amasaba riqueza sin escrúpulos a costa de extorsionar a sus ciudadanos, por eso era poco apreciado y considerado un pecador. Y, sin embargo, Zaqueo padecía una gran pobreza interior que su dinero no podía paliar.

Había oído hablar de Jesús y quería conocerlo. Jesús era un hombre carismático. Su predicación y sus milagros habían acrecentado su fama y las gentes contaban maravillas de él, no sólo a causa de sus prodigios, sino por su bondad y su capacidad de tocar los corazones. Por todo esto, Zaqueo ansiaba conocerlo.

Cuando Jesús llega a Jericó, una multitud lo rodea. Zaqueo es bajito de estatura y esto le impide ver a Jesús. Para poder llegar a verlo, se sube a una higuera. Observemos su actitud: se apresura, va corriendo, sube al árbol, porque desea ver. Es la dinámica ascendente del hombre que busca a Dios. Para ello, no le importa hacer un esfuerzo e incluso quedar en ridículo.

Las miradas se encuentran


Jesús pasa por debajo de la higuera, levanta los ojos y lo ve. Si Zaqueo no se hubiera encaramado al árbol, posiblemente Jesús no lo hubiera advertido, pues la masa le impedía verlo. Es entonces cuando se produce el encuentro: la mirada de Zaqueo el pecador se cruza con la mirada pura, llena de amor, de Jesús.

Zaqueo queda profundamente conmovido, y aún más cuando Jesús le invita a descender porque quiere hospedarse en su casa. La mirada de Jesús a Zaqueo lo dignifica como persona. Es un pecador, pero lo contempla con amor y compasión, y esto provoca un cambio de actitud en él. Zaqueo baja aprisa; aquello que tanto deseaba, encontrarse con Jesús, está sucediendo.

Por su parte, Jesús actúa con total libertad, ignorando las críticas de la gente. Los fariseos murmuran porque Jesús se deja acoger por un pecador. Pero él actúa llevado por el amor de Dios y se aloja en casa de Zaqueo. Sabe que el publicano, aún siendo rico, tiene hambre de él y lo ha buscado con afán.

Jesús desea alojarse en nuestra casa


La imagen de Zaqueo subido al árbol nos recuerda que para encontrar a Dios hemos de saber mirar las cosas desde arriba, ampliando nuestros horizontes. Cuando nos cerramos, nuestras miras son estrechas y egoístas y somos incapaces de ver más allá de nosotros mismos. Pero cuando miramos de manera trascendida, nuestra perspectiva se amplía y descubrimos el hermoso horizonte de Dios, que transforma nuestra existencia.
Hoy, Jesús también desea alojarse con nosotros. Su deseo es ser nuestro huésped y que le abramos nuestro hogar, nuestro corazón, nuestra vida.

La reparación


Una vez se convierte, Zaqueo siente la necesidad de devolver lo injustamente apropiado. Da la mitad de lo que tiene, con lo cual su avaricia queda sobradamente curada por la generosidad, y además decide restituir con creces lo que ha arrebatado a las gentes.

Este es el efecto de la conversión: nos hace pensar en lo que somos y tenemos y nos empuja a replantearnos lo que realmente vale la pena tener. Zaqueo se desprende de lo que tiene porque ha encontrado la gran perla preciosa: Jesús. Con la restitución, comienza una nueva vida llena de Dios y experimenta, muy cercana, la resurrección. Atrás queda su pasado. Por eso dice Jesús: “Hoy el Reino del Cielo ha entrado en esta casa”.

Podemos resumir este evangelio en seis pasos, que constituyen el itinerario de una auténtica transformación interior y sus consecuencias: búsqueda, conversión, perdón, alegría, generosidad y salvación.

2013-10-24

El fariseo y el publicano


30 domingo ordinario C - la oración que salva from JoaquinIglesias

30º Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!”· Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 18, 9-14

La vanagloria del fariseo


Jesús tiene una gran habilidad pedagógica. A la hora de enseñar a su gente, se vale de un gran método: la parábola. A través de ella, instruye y comunica un mensaje a quienes lo escuchan.
En esta ocasión, Jesús quiere recalcar que lo más importante para un creyente no es tener muchas cualidades como persona, o ser un perfecto cumplidor. La parábola nos alerta sobre la soberbia espiritual: no creamos ser mejores por el hecho de cumplir con todos los preceptos.

En esta ocasión, nos describe dos formas muy claras y antagónicas de dirigirse a Dios: la del fariseo y la del publicano.

El fariseo se vanagloria, erguido y autosuficiente, y agradece no ser como los demás. Su acción de gracias comparándose con otros no es un verdadero acto de adoración a Dios. En realidad, se está convirtiendo en un idólatra de sí mismo.

El fariseo, además, presume de ser un gran cumplidor, de participar en los rituales de su tradición, de dar el diezmo… El contenido de su plegaria se centra en exhibir todo cuanto hace. Esta actitud lo aleja del auténtico sentido de la oración, que es apertura sincera de corazón para dejarse llenar por Dios. El fariseo ya está lleno, saturado de sí mismo. En su gesto vemos también un profundo desprecio hacia los demás.

Jesús dirá de él que “no queda justificado”. La comunión con Dios pasa por el amor, incluso a los que consideramos enemigos o alejados de nosotros, aquellos que el fariseo llama “pecadores, ladrones, adúlteros”. Pasa por amar, respetar y dignificar también a éstos. Reducir nuestra fe a meros actos rituales es empequeñecer el potencial de nuestra adhesión a Jesús.

En qué consiste la perfección


Detrás de ese desprecio también se manifiesta un espíritu fuertemente crítico. Los que se creen perfectos o superiores son los que tienen una mayor tendencia a la crítica o a erigirse en jueces de la conducta de los demás. Ser bueno no es necesariamente ser perfecto; la perfección cristiana consiste en semejarnos a Dios en aquello más genuino suyo: el amor.

No hay que desmerecer los ritos como experiencias simbólicas de nuestra fe. Pero hemos de ir más allá de su valor antropológico para convertirnos en samaritanos del amor.

La perfección no sólo comporta el cumplimiento de las obligaciones, sino el amor a Dios, “con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser”, y en amar al prójimo tal como amamos a Dios.

La humildad del publicano


Frente a la verborrea y la petulancia del fariseo, el publicano apenas se atreve a elevar los ojos. Sólo suplica, una y otra vez: “Dios mío, ten compasión de mí”. Esta es una oración sincera y auténtica, una oración que Dios ama: la oración del humilde, que se siente pequeño, que sabe que no es nada, pero que, frente a su misericordia, sabe que se convierte en algo grande, en hijo suyo.
El publicano se arrodilla en signo de reverencia, en actitud penitente, y pide la misericordia de Dios. Sólo quien se puede sentir perdonado y amado puede vivir una gran experiencia de Dios en su interior.


Cuánto nos cuesta a los cristianos venerar a Dios, reconocernos pecadores y dejar que él entre en nuestras vidas. La mansedumbre es un valor cristiano muy olvidado en un mundo en el que todo se cuestiona, incluso la existencia misma de Dios. Sin darnos cuenta, podemos caer en el orgullo del fariseo. Hemos de estar alerta para no resbalar en esa arrogancia, ¡es tan fácil! Sólo cuando la oración brote del corazón, humilde, se establecerá una auténtica comunicación con el Creador. Y será casi sin palabras, con una receptividad total a su perdón y su misericordia infinita.

2013-10-18

La viuda perseverante



En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”. Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto: pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en esta tierra?” Lc 18, 1-8 

Jesús, maestro de oración 


A lo largo de su vida pública, vemos en Jesús la búsqueda constante de un espacio de comunicación con Dios. Es fundamental para él. En los momentos clave de su vida, sube a la montaña o se retira al desierto. En su labor pedagógica con sus discípulos, les comunica la importancia de orar sin desfallecer. Con la parábola del juez inicuo “que no teme a Dios ni a los hombres” y de la viuda insistente, que le pide justicia ante su adversario, Jesús nos está explicando la importancia de perseverar en la oración. La oración es intrínseca del ser cristiano; forma parte de su naturaleza. 

Si para vivir necesitamos respirar oxígeno, para ser buen cristiano necesitamos el oxígeno espiritual que nos viene de Dios. La parábola de la viuda quiere indicarnos que hemos de rezar, pero confiando siempre. Nunca debe faltar la esperanza de que Dios nos concederá lo que pedimos con justicia. 

Cuántas veces nos acordamos de rezar cuando tenemos una necesidad puntual. Nuestra plegaria es entonces apresurada e impaciente, provocada por la angustia del momento. Olvidamos que la oración debería formar parte de nuestra vida cotidiana, como comer, dormir o trabajar. Sólo si la oración se inserta profundamente en nuestro ritmo vital, como encuentro diario con Aquel que nos ama, acabará siendo sincera y auténtica. De la misma manera que entendemos que la relación interpersonal –de pareja, matrimonio, en la familia– crece con la comunicación, lo que hace crecer al cristiano es la comunicación, íntima y diaria, con Dios. 

Los que claman justicia 


Ante la insistencia de la viuda, el juez inicuo finalmente le hace justicia. Pero no lo hace pensando en el bien de ella, o en la ética de administrar justicia correctamente, sino para sacársela de encima y evitar problemas. El clamor de esta viuda es el grito de los pobres que piden que se haga justicia con ellos, que sean escuchados y tomados en consideración. Una justicia que ayuda a vivir con dignidad no es una limosna para acallar las voces que claman. Pensemos cuán injusto resulta, en nuestro mundo de hoy, que se destinen tanto dinero y recursos a proyectos de investigación espacial, al armamento o a experimentos científicos y, en cambio, que se destinen tan pocos pensando en el bien y en la educación de las personas, en la erradicación del hambre, en la lucha contra la pobreza y la indigencia. 

Cuántas veces lo que se entiende por justo no lo es. Las leyes que sostienen la justicia no siempre buscan el bien de la persona, sino la autoafirmación de una ideología o de un poder. El progreso empieza en el crecimiento personal del ser humano, y es aquí donde es necesario invertir. Mientras haya pobres, la democracia y las sociedades del bienestar estarán fracasando. 

Oración y fe se abrazan 


Para Jesús se establece una relación circular entre la oración y la fe. La oración alimenta la fe y ésta nutre la oración. El evangelio de hoy acaba con una frase terrible: cuando Jesús venga, ¿encontrará fe en la tierra? ¿O acaso sólo encontrará grandes monumentos a la vanidad humana, empresas encaminadas al enriquecimiento de unos pocos y un insaciable afán de poder? ¿Encontrará a gente buena, que ha descubierto que más allá del tener lo importante es amar? Un cristiano maduro es un cristiano preparado para hacer el bien. Si somos valientes y sabemos luchar a contracorriente, mantendremos viva nuestra fe. La Iglesia nos invita a rezar para que nunca nos cansemos de evangelizar y anunciar la buena nueva a toda la humanidad.

2013-10-09

Curación y salvación



…Le salieron al encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos. Y levantaron la voz, diciendo: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Y luego que Jesús los vio, les dijo: “Id, mostraos a los sacerdotes. Y cuando iban, quedaron curados”…
Lc 17, 11-19 

Siempre en camino


Esta vez, el evangelio nos relata que, yendo hacia Jerusalén, entre Samaria y Galilea, Jesús se encuentra con diez leprosos. El continuo caminar revela su plena conciencia de que ha de comunicar a Dios. Pero, además de comunicar, Jesús actúa. No sólo anuncia a Dios, sino que cura a muchos enfermos. 

Los cristianos siempre hemos de estar en camino, saliendo de nosotros mismos para anunciar el bien. Y la mejor manera de hacer el bien es actuando. Jesús sana a diez leprosos. Hoy, la Iglesia sigue atendiendo a las personas que quieren curarse de las lepras del egoísmo, la envidia, los celos…, aquellas que tienen enfermo el corazón porque les falta el oxígeno del amor de Dios. 

La mediación de la Iglesia 


Pero, antes de curarlos, Jesús los envía a los sacerdotes. En aquellos tiempos, los leprosos eran marginados, considerados indignos y apartados del resto de la sociedad. Indicando que vayan a los sacerdotes, Jesús está rescatando su dignidad y, al mismo tiempo, está reconociendo la mediación de los sacerdotes entre Dios y su pueblo. Este gesto tiene suma importancia y muchas implicaciones. Hoy, muchas personas niegan la mediación eclesial. Niegan que Dios pueda manifestarse a través de las instituciones y de personas que, pese a sus limitaciones y fallos, están al servicio del amor. Son muchos los que dicen creer en Dios, en la Virgen María e incluso en Cristo, como Hijo de Dios o como figura histórica de gran valor. Pero no creen en la fuerza poderosa del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. Olvidan que la Iglesia es una institución creada por el mismo Cristo, un puente entre Dios y el hombre. 

Más allá de la curación 


Jesús nos puede curar a todos. En él existe la capacidad para obrar ese milagro. Pero él ha venido para algo más que para sanar enfermedades. La misión de Jesús no es sólo curarnos de nuestras dolencias físicas, sino traernos la salvación del amor de Dios. De los diez leprosos curados, uno solo regresa a dar las gracias. Es éste, que reconoce a Jesús como Hijo de Dios, el que está verdaderamente salvado, tal como dice Jesús: “Tu fe te ha salvado”. Más allá de la curación, está la salvación. Todos estamos llamados a vivir esta salvación mediante el ejercicio de la caridad y la santidad en nuestra vida diaria. 

Una oración nueva y agradecida 


Este evangelio también nos ofrece una lección sobre la gratitud. El leproso que regresa, agradecido, demuestra una madurez espiritual mucho mayor que sus restantes compañeros. 

La oración es clave en la vida y enseñanzas de Jesús. Él nos enseña a rezar con sus propias palabras. Cuando las personas nos recogemos para rezar, nuestras plegarias son muy diversas. Existe la oración de petición. Es un primer grado muy elemental, equivalente a la infancia: los niños siempre piden, incluso gritan y lloran para conseguir lo que necesitan. Más madurez requiere la oración de gratitud, que brota cuando sabemos reconocer todo aquello que Dios nos ha regalado, incluso en medio de los sufrimientos. Cuando somos conscientes del bien de todo cuanto hemos recibido, nuestra plegaria es de agradecimiento. Finalmente, existe un grado aún superior y gozoso, que es la oración de alabanza. Esta oración surge del corazón exultante de gratitud y no puede hacer otra cosa que cantar y alabar a Dios por su grandeza y su bondad con nosotros. La plegaria se convierte en un cántico y revela un corazón abierto y transformado por el amor de Dios. 

Cuando Jesús levanta sus ojos al cielo y pronuncia esas palabras: “Te doy gracias, Señor, porque has revelado estas cosas a los sencillos de corazón...” está elevando una oración de alabanza. Y nos está enseñando, también, a agradecer cuanto tenemos: la vida, la familia, el trabajo, nuestros bienes, nuestro patrimonio, nuestra formación... Especialmente hemos de agradecer a Dios el mayor de los regalos: el don de la fe.

2013-10-04

Auméntanos la fe



En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esta morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería… Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Lc 17, 5-10 

Una idea equivocada de Dios 


Frente a un mundo descreído, que se desorienta y pone sus esperanzas en otros ideales, los cristianos, más que nunca, hemos de pedir al Señor que nos aumente la fe. Esta petición incluye un deseo de apertura total al corazón de Dios. El incremento de la fe comporta un aumento de la confianza. Saber confiar más en Dios sustentará nuestro ser cristiano. Si Dios existe, ¿por qué hay tanto mal en el mundo? Escuchamos estas palabras con mucha frecuencia y difícilmente hallamos respuesta. 

El problema está en la pregunta misma y en el concepto que tenemos de Dios y del hombre. Creemos que Jesús ha venido al mundo a evitar el mal, las calamidades y el sufrimiento. Y, como en el mundo sigue habiendo dolor y atrocidades sin número, nos desanimamos o nos enfadamos, y dejamos de creer en ese Dios que debería resolverlo todo. Olvidamos que Jesús no vino para traernos el bienestar, la economía y la solución a todos los males. Jesús vino para traernos a Dios. De él proviene toda salvación. Cuando las personas se dejan llenar de Dios, es cuando tienen la capacidad y la fuerza para generar paz, justicia, bienestar y economía para todos. Solucionar los problemas de este mundo está en nuestras manos, y Dios nos ha dado los medios suficientes para ello. En cambio, convertir nuestro corazón y despertar en nosotros un amor sin límites es un don que sólo él nos puede dar. 

El milagro de abrirse 


Creer significa adherirse a Jesús, dejar que Dios penetre en nuestra vida y configurar nuestra existencia según él. Dice Jesús que, si tuviéramos tan sólo un poquito de fe, pequeña como una semilla de mostaza, podríamos mover montañas. Un gramo de fe provoca milagros extraordinarios. Ahora bien, si a esta fe sumáramos la de todos los cristianos, lograríamos arrancar las raíces del mal del corazón humano. El gran milagro, en realidad, es abrirse a Dios y creer en él. 

La fe no se compone sólo de palabras o sentimientos. La fe se traduce en obras. Nuestra vida cristiana no se reduce a una fe ritual, de prácticas religiosas, sino a una experiencia de caridad y de servicio. Tener fe implica una actitud de constante atención para socorrer las necesidades de los demás. 

Somos servidores 


“Sólo somos pobres siervos y hemos hecho lo que debíamos”, así acaba este evangelio de hoy. Del mismo modo que una madre tiene que cuidar a su hijo, un médico a su paciente o un maestro a sus alumnos, y nadie se sorprende de que lo hagan, incluso con mucho amor y dedicación, un bautizado seguidor de Cristo se caracteriza por el servicio. La actitud de entrega y generosidad es intrínseca del ser cristiano. Por tanto, no pidamos reconocimientos ni palmaditas en la espalda por cumplir nuestro deber. Servir y entregarse a una tarea para obtener reconocimiento y aplausos es una gran inmadurez. El cristiano sabe que es un fiel sirviente y encuentra su alegría cumpliendo lo que debe hacer. 

Los sacramentos alimentan nuestra fe 


Las personas que venimos asiduamente a misa y cumplimos con los sacramentos, se supone que ya tenemos una fe muy sólida. No sólo creemos, celebramos nuestra fe. Cada vez que participamos en la eucaristía estamos tomando al mismo Jesús y estamos fortaleciendo nuestra vida interior. El bautizo es la primera inmersión en la vida cristiana. La eucaristía da un paso más: es la celebración de esta fe, compartiéndola con los demás. Cuando se celebra algo, aquello que se comparte nos hace crecer. Si el bautismo y la eucaristía no nos mueven a ir más allá del cumplimiento del precepto, ¿no será que estamos cumpliendo de forma muy rutinaria? Creer en Dios no se reduce a venir a misa; se trata de modelar nuestra vida según Dios y esto afecta a la familia, el trabajo, la economía, nuestra visión del mundo… Toda nuestra existencia queda transformada por una fe viva. No dejemos, nunca, de poner en nuestros labios, y en nuestro corazón, esta plegaria: “Señor, aumenta nuestra fe”.

2013-09-28

Un abismo insalvable




26º Domingo del Tiempo Ordinario

Estando (el hombre rico) en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males; por eso encuentra aquí consuelo mientras que tú padeces. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar...”
Lucas 16, 19-31

El Dios de la justicia


Esta lectura nos revela una vez más que el Dios de la tradición judía es sensible: se conmueve ante el sufrimiento y se indigna ante los ricos, que viven en la abundancia sin mirar a los más necesitados.

El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob; el Dios de Jesús de Nazaret, es un Dios con corazón, que se desposa con la humanidad y se compromete con ella. Sufre a su lado y no permanece indiferente a las injusticias. Con la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús nos alerta: ¿qué estamos haciendo con los pobres?

En la parábola vemos al hombre rico que banquetea espléndidamente mientras el pobre Lázaro, a su puerta, malvive recogiendo las migajas. Esta imagen evoca el enorme abismo que se abre entre los países ricos –Europa, América del Norte– y los países más pobres de África, Asia y América del Sur. Estos países son como Lázaro, recogiendo miseria a los pies de los ricos que, en muchas ocasiones, han alcanzado su riqueza explotándolos sin escrúpulos.

La generosidad, coherente con la fe


Sin embargo, no caigamos en el riesgo de hacer una interpretación marxista de esta lectura, que tampoco sería cristiana. La riqueza y el capital, en sí, no son malos. Lo que sí debemos tener en cuenta es el uso que hacemos de ellos. No se trata de renunciar al dinero, a los bienes y a la propiedad. Se trata de ponerlos al servicio de todos, especialmente de los pobres. Hay personas muy ricas que son extraordinariamente generosas. La Iglesia, por su parte, recoge esta vocación de servicio al pobre y lo ejerce a través de las innumerables obras de Cáritas y las misiones, extendidas por todo el mundo.

La fe coherente no se limita a la oración y a la celebración comunitaria. También pasa por la generosidad económica.

La primera cosa que podemos cambiar es a nosotros mismos. ¿Cómo es nuestra vida con Dios, nuestra vida de pareja, familiar, social? ¿Hay coherencia entre nuestra fe y lo que vivimos? No podemos dividir ni separar las facetas de nuestra existencia. Si queremos que el mensaje de Dios llegue a todos, es necesario que vinculemos nuestro ser cristiano con nuestra vida social. Nuestra actitud con los más desvalidos también debe reflejar esta convicción.

Cambiar el mundo está en nuestras manos


Hay quienes afirman que la pobreza es un problema de los políticos. Pero los gobiernos no pueden resolver todos los problemas del mundo. Muchas revoluciones de la historia han venido, no de las cúpulas de poder, sino de la base social. El poder tiende a anquilosarse y a mantenerse; es en la sociedad viva, inquieta, responsable y emprendedora donde germinan las semillas del cambio. Con el enorme potencial que tenemos, los cristianos podríamos cambiar la estructura del mundo. Pero estamos adormecidos y dejamos que se cometan abusos y corrupciones sin número. Nos conformamos pensando que son los gobernantes quienes deben solucionarlo y no nos damos cuenta de que no podemos esperar que el cambio sea de arriba abajo. El cambio se producirá de abajo arriba.

Dios ayuda, pero los cristianos estamos llamados a poner algo de nuestra parte. Nuestra misión es ser solidarios, generosos y luchadores por la justicia, con todas nuestras fuerzas, tanto físicas, como anímicas y espirituales. Como decía san Ignacio, hemos de actuar como si todo dependiera de nosotros, pero con la confianza de que todo, finalmente, depende de Dios, reposando en él con fe sin límites.

Puede suceder que el desánimo nos invada. Hay tanto mal en el mundo, tantos conflictos, tantos problemas… No pensemos que el mal es irremediable. La mirada tierna y cálida de Jesús cambió la vida de muchas personas. Nuestra actitud, nuestras pequeñas obras de cada día, también pueden provocar cambios a nuestro alrededor.

El abismo infranqueable: el egoísmo


La imagen del hombre rico abrasándose en el infierno es sobrecogedora. Pero su tortura es la misma que la de aquellos que se encierran en el ensimismamiento y viven centrados en su propio deseo. Vivir así nos quema, no en el infierno, sino aquí, en la tierra. Pensar sólo en uno mismo nos reduce a cenizas. Nos arrebata los sueños, la alegría, el sentido de vivir. Nos convierte en polvo.
En este mundo dominado por las tecnologías y la comunicación, ¡estemos alerta! Muchas son las personas que agonizan, clamando al cielo. Jesús nos llama a pensar en ellas. El hambre mata más que las guerras; el egoísmo quita más vidas que las propias armas. ¿Qué hacemos nosotros, con nuestra vida, con nuestros bienes y nuestro patrimonio? ¿Vivimos para servirnos de ellos o para servir a los demás?

El hombre rico, consumido por el fuego, sufre tormentos sin fin. Las llamas del egoísmo nos apartan de Dios; el ego inflamado destruye la plenitud humana. Este es el abismo insalvable, el precipicio entre el mal y el bien, entre ángeles y demonios, entre la generosidad y el egocentrismo. El infierno más profundo es la terrible soledad, la carencia de valores, vivir sin norte y sin principios.

Sólo Dios puede salvar ese abismo infranqueable. Abramos nuestro corazón y dejemos que penetre en nuestro interior. Abramos nuestras manos y tendámoslas a los demás. Solamente así construiremos el Reino del Cielo en este mundo.

2013-09-20

¿Dios o el dinero?


25º Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, lo vuestro, ¿quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. 
Lc 16, 10-13 

El dinero al servicio de las personas


Son palabras duras las que Jesús dirige a los suyos. El mensaje es rotundo: el dinero nunca debe ser un obstáculo para seguirlo. El dinero, en sí, no es malo. La economía mueve el mundo y nos proporciona recursos necesarios para vivir. Pero los cristianos debemos considerar cómo valoramos el dinero y qué lugar ocupa en nuestra vida. ¿Lo situamos por encima de todo? ¿Gira nuestra existencia entorno a él? 

Es un reto aprender a evangelizar el mundo del dinero, la economía y la propiedad. Todo cuanto tenemos, desde la misma existencia, la familia, nuestro hogar, los medios de que disponemos, incluso nuestro patrimonio, todo es un regalo de Dios. No seamos marxistas ni puritanos. Dios nos da los talentos para desarrollar la economía e incrementar nuestras fuentes de ingresos. Nos da la inteligencia para alcanzar la prosperidad. No podríamos construir casas, hospitales, escuelas o iglesias sin dinero. Pero es importante tener sensibilidad a la hora de invertirlo. 

Dios jamás olvida al pobre 


En la lectura del Antiguo Testamento, del libro del profeta Amós, vemos cómo Dios se enoja con aquellos que se dedican a amasar fortunas a costa del sufrimiento de los demás: “Compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias” (Am 8, 4-7). El profeta ataca a quienes se creen poderosos y miran por encima a los demás. Hoy asistimos a un crecimiento económico descontrolado: vemos empresas que explotan a sus trabajadores para obtener mayores beneficios, especialmente si éstos son pobres y viven en condiciones ilegales, asfixiándolos y amenazándolos con el despido si no se doblegan a sus condiciones. El dinero fruto de la explotación es diabólico. Pero Dios tendrá en cuenta estas injusticias. Como sigue la lectura de Amós, “el Señor no olvidará nunca vuestras acciones”. Estamos abandonados en sus manos y llegará el momento en que se hará justicia. Dios es tremendamente social. Los pobres ocupan un lugar preferente en su corazón, y no quiere que sean aplastados por un capitalismo exacerbado, falto de escrúpulos y de humanidad. 

La patología del dinero 


Existe una patología social muy grave: la adicción al dinero. Para muchas personas, todas las facetas de su vida giran entorno a las ganancias, al poseer, al consumir, y todo se supedita a los ingresos económicos. Se gastan enormes fortunas en obras lujosas para el disfrute de unos cuantos millonarios. Se levantan rascacielos y se construyen islas artificiales cuyo coste es incalculable. Con sólo una pequeña parte de esos dispendios, se podría acabar con el hambre de África. Esto nos demuestra que en el mundo hay recursos suficientes para todos, ¡los hay! 

El problema es que falta una conciencia solidaria. Muchas personas piensan sólo en sí mismas, ignorando las necesidades de los demás. Tendemos a marginar a los que nos incomodan y no queremos angustiarnos pensando en su pobreza. Sólo nos preocupa nuestro confort. ¿Tener es lícito? Claro que sí. Todos necesitamos vivir y unos pueden tener más que otros, incluso ser ricos. Disfrutar de una buena posición económica no es malo en absoluto. Pero lo importante es que ese dinero, sea poco o mucho, esté ganado con honestidad y podamos compartirlo siendo solidarios con los demás, especialmente con los que no tienen. 

Dar, señal de gratitud 


Cuando nos duele compartir y dar algo nuestro, es el momento de pensar que nuestra riqueza sólo tiene sentido si está al servicio de las personas y de su bienestar. Si Dios nos da las capacidades para obtener dinero, al menos, como agradecimiento, deberíamos destinarle una parte de nuestras ganancias. Es lo que entre los judíos se conoce como diezmo. Las campañas de la Iglesia contra el hambre y para recaudar fondos contra el sida, las drogas o las enfermedades, nos interpelan. Si nuestro corazón se conmueve, esto debe notarse en nuestra aportación para estas causas, al servicio de los más necesitados. Si no es así, tal vez es porque estamos secos y endurecidos y tan sólo venimos a misa para calmar nuestra conciencia. 

El compromiso social nace de nuestra fe 


En el evangelio, Jesús señala que quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho. Con estas parábolas alude a una realidad aún mayor que los bienes materiales. Somos administradores de la riqueza de Dios. Hemos recibido muchos dones y esto supone una gran responsabilidad: ¿qué hacemos para potenciar esa riqueza? ¿Cómo la utilizamos? En la parábola del administrador astuto, Jesús elogia su habilidad para manejar el dinero y crear una situación propicia para él. No está elogiando su falta de honestidad, sino su astucia. 

Podemos cambiar el mundo. No permanezcamos sentados, impasibles. Hemos de salir a predicar, a anunciar, cada cual a su modo, que se pueden hacer muchas cosas para mejorar la sociedad. Un cristiano coherente se compromete con la sociedad y sus necesidades. Seamos benevolentes con el pobre y potenciemos nuestra mayor riqueza, que no es el dinero, sino algo infinitamente más grande: saber que Dios nos ama, muchísimo. Este es el gran tesoro que nos da fuerzas para levantarnos cada día, trabajar, sufrir, amar, luchar… Nuestra gran riqueza se encuentra en el corazón de Dios.