2008-09-28

Decir sí a Dios

26º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron”.
Mt 21, 28-32

Un mensaje a los que se amparan en la ley

Jesús se dirige de una manera provocativa a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Es decir, hacia los que ostentan el poder religioso y representan la pureza de la fe del pueblo judío. Esgrimiendo la ley como arma de poder, estos grupos exigen a los demás su exacto cumplimiento, mientras que ellos, con su vida, a veces desmienten la doctrina que predican. Es en este contexto que se han de entender las palabras de Jesús.

Como en tantas ocasiones, Jesús recurre a una parábola para transmitir un mensaje que sus oyentes asimilan y pueden comprender perfectamente. El texto nos relata la historia de un padre y dos hijos. Al primero, le pide que vaya a trabajar a su viña. Él le dice que no quiere, pero más tarde va. Al segundo le pide lo mismo, éste responde que sí de inmediato, pero luego no va. Evidentemente, quien cumple la voluntad del padre es el que va a la viña, porque después de su negativa, finalmente recapacita y se pone a trabajar.

Todos somos llamados

Dios nos llama a todos a trabajar en su viña. También hoy nos está llamando a los cristianos a levantarnos y a expandir su reino en medio del mundo. La esencia de nuestra vocación cristiana es decir sí a Dios. Sin dudar, cada día. Significa dejar que Dios entre de lleno en nuestros planes y se convierta en el centro de nuestra existencia. Para los cristianos, decir sí a Dios es decir también sí a Cristo, a la Iglesia, al apostolado, a la misión. Nuestro sí es una forma de estar y ser en la vida. No es un sí para algo concreto que nos puede pedir puntualmente, es un sí a todas y por todas.

Entendemos que el primer hijo diga que no y luego se arrepienta, porque trabajar por Dios implica un esfuerzo y una profunda conversión, un replantearnos nuestra relación con Dios. ¿Estamos a todas con él? Decirle sí comporta trabajar por un mundo más justo, esforzarnos para que todos conozcan a Dios, nuestra máxima felicidad. El padre valora los hechos y la actitud del primer hijo. Pero siempre es mejor y más hermoso decir sí y actuar en consecuencia, respondiendo con prontitud, con una actitud alerta, dócil y de escucha permanente.

Cuando esquivamos el sí nos alejamos

Pero el segundo hijo, que dice sí con tanta rapidez, falta al compromiso. En él podemos vernos reflejados muchas veces. Cuánta gente dice sí, viene a misa, cumple con los preceptos cristianos… pero no ha dado una respuesta desde el corazón, una respuesta que comprometa su vida y sus acciones. Ese sí diluido, que no se llega a convertir en realidad, es una mentira. Se convierte en un no solapado que nos va alejando de Dios, apartando de nosotros el cielo. Cuando nos negamos a ir a la viña, estamos dejando de trabajar por la justicia.

La humildad, necesaria para construir el reino

Jesús hace una advertencia a los sacerdotes y a los ancianos: “Los publicanos y las prostitutas os adelantarán en el reino de los cielos”. Los pecadores que caen, entienden a Jesús. Comprenden que han de cambiar, por eso, dice Jesús, escucharon a Juan Bautista y su mensaje de conversión y renovación interior. Ellos están preparados para escuchar a Dios. En cambio, los que se creen dueños de la fe están muy lejos de entender a Jesús y se cierran a su mensaje. ¿Cuántas veces, desde nuestras cátedras, llenos de orgullo, nos sentimos o creemos ser mejores que los otros? Jesús nos dirá, hoy también, que los de adentro, los que venimos a misa, los que formamos parte de una comunidad, no somos necesariamente mejores que los de afuera. Estas palabras nos pueden resultar duras. Pero cuántas dificultades de convivencia se generan en el seno de las comunidades, los movimientos y las parroquias porque algunos se sienten mejores que los demás. Creemos que por el hecho de venir, colaborar y participar estamos exentos de pecado y no necesitamos corrección. Y desatamos tensiones absurdas e inútiles a nuestro alrededor.

Decir sí a Dios implica humildad, servicio y comprensión. “Siervo inútil soy, he hecho lo que debía”. Sólo desde la humildad y la unidad podremos construir un auténtico cielo a nuestro alrededor y nos convertiremos en trabajadores fecundos de la viña del Señor, su Iglesia.

2008-09-21

Todos somos llamados

25º Domingo Tiempo Ordinario.
Ciclo A
“Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque soy bueno?” Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. Mt 20, 1-16

La lógica divina

La parábola de este evangelio puede parecer de entrada desconcertante. En ella se nos relata cómo el amo de una viña va contratando trabajadores para vendimiar, desde primera hora de la mañana hasta la última. En el momento de pagarles, ordena a su administrador que les dé a todos la misma paga, comenzando por los últimos que se incorporaron a la tarea. Los viñadores que han trabajado desde temprano protestan y reclaman una paga mayor. Pero el señor de la viña replica que les pagará a todos según lo que han acordado, sin hacer distinciones.

Desde una lectura meramente racional podemos pensar que el dueño de la viña es injusto al no valorar las horas de los primeros trabajadores llamados. Pero, más allá de una lección de moral social o de ética laboral, hemos de buscar en este relato una clave teológica.

Los planes de Dios no son nuestros planes, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías (Is 55, 6-9). Nuestra forma de entender la justicia y el derecho tampoco es igual que la lógica divina. La generosidad de Dios excede nuestros estrechos parámetros economicistas.

Dios llama siempre

Este texto evoca otro pasaje en el que Jesús dice a sus discípulos: “La mies es mucha y los obreros pocos”. Ahora, más que nunca, se hace necesario trabajar por la paz, por la justicia y por crear esperanza. Estamos en un mundo convulso y vemos a mucha gente caer en el vacío y el desespero. Algo les está faltando. Jesús nos llama a atender a estas personas y a hacer real y posible su reino en medio del mundo. Para ello, va llamando, como el señor de la viña. Siempre sale en nuestra busca y nunca se cansa. Nos pide que vayamos a trabajar por su causa. Desde el profetismo bíblico hasta el mismo Jesús, y en el testimonio de muchos santos y mártires, vemos cómo en la historia miles de personas han trabajado incesantemente para instaurar el Reino de Dios.

Para él, en la tarea por el Reino tienen tanto valor muchas horas como pocas. Por tanto, no podemos buscar excusas para decir que no. A cualquier edad, en cualquier momento de nuestra vida, podemos escuchar su llamada. Como cristianos, deberíamos acoger los planes de Dios en nuestra vida y trabajar junto a él.

Evitemos las controversias inútiles

Cuántas veces, en las parroquias, comunidades o movimientos se generan dificultades por no aceptar a los nuevos que llegan, trayendo nueva savia y nuevas ideas. Nos agarramos a la experiencia, al tiempo, para no asumir la frescura que pueden aportar los recién llegados. Hoy vemos que en las parroquias se da un cierto cansancio y rutina a la hora de funcionar. A veces se percibe falta de entusiasmo e ilusión. Nos convertiremos en buenos viñadores cuando sepamos asumir la hermosa frase de san Pablo: “Mi vida es Cristo”. En la medida en que realmente dejemos entrar a Cristo en nuestra vida, Cristo sea nuestra vida y ésta gire en torno a él, nos convertiremos en nuevos evangelizadores.

No podemos perder el tiempo en recelos, comparaciones absurdas o desconfianzas. La paga será la misma, y no será un denario, sino la salvación, la eternidad, el amor de Dios. Si dejamos de perder tiempo en cosas inútiles nuestros sarmientos, bien unidos a la vid que es Cristo darán mucho más fruto.

Los últimos serán primeros

Los últimos serán los primeros. No es éste el primer pasaje evangélico donde leemos palabras así. Dios siempre espera nuestra conversión. Hemos leído en otros textos que el buen pastor va detrás de la oveja perdida; Jesús elogia la fe del centurión, pone de ejemplo al publicano que se humilla y llama como discípulo a un recaudador de impuestos. Antes de exhalar el último suspiro, en la cruz, aún promete el paraíso al buen ladrón que es crucificado junto a él.

Hemos de aprender de esta actitud. No creamos que, por estar años trabajando por él somos más importantes que otros. Para él todos son importantes, desde el primero hasta el último. Vale tanto la conversión de una persona en el lecho de muerte como la del que ha entregado toda su vida por el evangelio. Esto sólo se puede entender desde la lógica de Dios, que supera la razón humana. La justicia de Dios es amor y misericordia sin medida.

2008-09-14

Exaltación de la santa Cruz

24º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
Jn 3, 13-17


Hoy, la liturgia de esta fiesta nos propone reflexionar sobre el misterio de la cruz de Cristo. El Cristianismo no se entiende sin la cruz en el horizonte. Esta celebración quiere expresar el valor de la entrega de Jesús y su obediencia sin límites al Padre. Veamos qué consecuencias prácticas tiene esta fiesta.

Dios no exalta el dolor, sino la entrega

Con la exaltación de la Cruz, Dios no está enalteciendo el dolor en sí mismo, sino que quiere subrayar el valor de la generosidad y la entrega. Dios no quiere que sus criaturas sufran, sino que el hombre aprenda a amar. Este mismo amor, a veces, llevará inevitablemente al dolor. Para Cristo, la consecuencia de su amor sin límites al Padre conllevó padecer y morir en cruz.

Ha habido corrientes espirituales que han querido exagerar o sobrevalorar el sufrimiento como forma de llegar a Dios. Se ha forjado toda una pedagogía que ha insistido mucho en el esfuerzo, en ganar méritos y en el sufrimiento para alcanzar la vida eterna. Esto es un error teológico, ya que niega la iniciativa de Dios. Si nos salva nuestra propia voluntad y nuestro trabajo, ¿dónde está el valor de la entrega de Cristo?

Por mucho que podamos hacer, aún siendo necesario, nuestro empeño no nos garantizará el Cielo. En esta visión se corre el riesgo de mercantilizar nuestra relación con Dios: tanto te doy, tanto me das; yo me sacrifico, tú me abres las puertas del Reino. Rebajamos nuestro trato con Dios a un regateo.

Con esto no quiero decir que la piedad, las oraciones y la devoción no sean importantes. Pero más importante que cumplir los preceptos es el amor.

Un sufrimiento redentor

Profundizar en el misterio de la Cruz nos lleva a reflexionar sobre el valor del sufrimiento. En el texto que hemos leído, Jesús dice que “Dios amó tanto al mundo que entregó a su propio Hijo”. Dios está dispuesto a sufrir por su Hijo, para que los demás tengan vida eterna.

Cuántos sufrimientos absurdos, frívolos e innecesarios se dan en la vida. El sufrimiento generado por la envidia, el egoísmo, una sensiblería excesiva, no nos ayuda a crecer ni a madurar como personas. Al contrario, este sufrimiento nos aleja de los demás y nos endurece.

En cambio, cuando padecemos por los demás, porque amamos de verdad, por generosidad, este sufrimiento es redentor y no nos destruye. Nuestro sufrimiento unido al de Cristo nos hace crecer. El dolor como consecuencia del amor auténtico es el único que nos puede redimir.

Dios no juzga, salva

A veces generamos sufrimiento cuando señalamos y condenamos injustamente. Dios renuncia a condenar y a juzgar. Los cristianos no podemos quedarnos en una visión catastrofista de la humanidad, no podemos condenar al mundo, ¡Dios no lo hace! Él envía a su Hijo para que salve al mundo. Así, los cristianos aprendemos que con juicios y condenas nada se salva. Sólo con amor, comprensión y misericordia podremos ayudar a que nuestro mundo sea un poco mejor. Caer en la crítica despiadada no contribuirá a mejorar nuestro entorno.

La Iglesia se convierte en co-salvadora de los demás en la medida en que estamos unidos al misterio de la Cruz de Cristo. Si no es así, nada podremos hacer.

El Cristianismo es la religión del amor. La Cruz simboliza este amor llevado a su extremo: la donación de la vida. Por eso es una fe salvadora que aporta vida y renovación a la humanidad. Como dice el documento Dominus Iesu, fuera de la fe cristiana sólo habrá vías de salvación siempre y cuando en ellas esté presente el amor encarnado. Ninguna filosofía, religión ni pensamiento alguno nos salvará si dentro no hay amor.

2008-09-07

Corregir con dulzura

23º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad…”
“Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo”.
Mt 18, 15-20

Corregir con amor, un deber cristiano

La palabra del Señor toca hoy un tema delicado: la corrección fraterna, es decir, avisar y reprender a alguien cuando, a nuestro juicio, se ha equivocado o ha obrado mal.

Es un deber cristiano corregir al que yerra. En la primera lectura del profeta Ezequiel (Ez 33, 7-9) Dios le ordena poner en práctica la reprensión para salvar a quien obra mal. Amar comporta ofrecer ayuda y también, cuando es necesario, el aviso y la corrección.

Pero también es importante saber decir las cosas para que nuestra advertencia sea educativa y no dañe a la otra persona. Cuando alguien se equivoca puede tener sus razones, por eso conviene escuchar siempre antes de emitir un juicio severo sobre su conducta.

Todos nos equivocamos, una y otra vez. Y nos cuesta admitirlo. En cambio, parece que juzgar y reprender a los demás nos resulta más fácil. Pero no todos sabemos corregir adecuadamente.

Claves para una corrección fraterna

Jesús nos da varias claves para que nuestra corrección sea fraterna y efectiva. Es necesario tener libertad y confianza con la otra persona para poder señalar aquello en lo que creemos que ha errado. Si no existe un vínculo cercano con ella, una relación próxima y de afecto, la corrección será infructuosa. Sólo podremos corregirla si la consideramos como un hermano, mirándola con amor y comprensión. Si comenzamos a juzgar a los demás, como inquisidores, basándonos en criterios rígidos y personales, dejando a un lado toda consideración y muestra de caridad, nuestros avisos no ayudarán a nadie.

Otra característica de la corrección fraterna es la discreción. De ahí que Jesús insista en el carácter privado, o entre dos o tres personas, a la hora de reprender. Sólo en última instancia se recurrirá a toda la comunidad para amonestar al que se equivoca.

Finalmente, es el amor el que da la potestad para “atar y desatar”, en la tierra y en el cielo, como indica Jesús a sus discípulos. Sin amor, la corrección no tiene sentido.

En el fondo, Jesús está hablando de la unidad. Cuando alude a la comunidad, está recordándonos que, si no hay amor, no es posible consolidar un grupo humano. Y en esa comunidad hay que ayudar a sacar lo mejor que tiene cada persona, quitando lo malo y lo destructivo y potenciando sus cualidades. Para ello es imprescindible tener una conciencia de fraternidad y de unión. Por encima de las diferencias, todos somos hermanos e hijos de Dios.

El valor de la oración comunitaria

“Si dos o tres se ponen de acuerdo para pedir algo conjuntamente, mi padre se lo dará”, continúa Jesús. La oración personal tiene un enorme sentido, porque enriquece nuestra amistad con Dios. Necesitamos espacios de soledad e intimidad con él. Pero también es necesario aprender a pedir cosas junto con los restantes miembros de nuestra familia o comunidad. Muchas veces, las peticiones individuales son dispares y si tuviéramos que ponernos de acuerdo, nos costaría pedir todos a una. La plegaria comunitaria revela la unidad, ¡y Dios la escucha con tanto agrado! Cuando pedimos las cosas desde la sinceridad y con un solo corazón, Dios presta especial atención, pues quiere que seamos uno en las peticiones importantes para el bien humano.

Hoy el mundo atraviesa una gran sequía espiritual. Pidamos por las personas que agonizan de sed de Dios. Roguemos para que se llenen los pantanos vacíos del ser humano, hambriento de ternura, de amor, de sonrisas… sediento de Dios.

Y pidamos con confianza, porque quien no confía acaba secándose en la aridez de la desesperanza. Seamos conscientes de que Dios oye la plegaria de muchas voces unidas. Su deseo no es otro que nuestra felicidad y plenitud.

Dios colma nuestro vacío

Muchas personas hemos tenido experiencias vívidas de Dios. Lo hemos sentido a nuestro lado, en momentos difíciles o cruciales de nuestras vidas. Nos ha ayudado, jamás nos ha olvidado. Siempre nos espera, siempre nos socorre. En cambio, nosotros a menudo nos olvidamos de él.

El olvido de Dios nos hace correr, angustiados, inquietos y siempre deseosos de tener más. Nuestro vacío existencial pide ser colmado, y muchas veces lo llenamos de dinero, de bienes, de distracciones y de tantas otras cosas que, en realidad, nunca nos acaban de satisfacer. Ni el poder económico, ni la fama, ni siquiera los logros intelectuales pueden llenarnos como lo hace Dios.

Jesús nos trae a Dios. Se hace presente, de forma muy especial, en la eucaristía. Cada vez que lo tomamos podemos alimentarnos y llenarnos de él. Pero además, nos dice Jesús: “Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo”. Podemos encontrarlo, no sólo en los sacramentos, sino en los demás. En los hogares, en medio de la lucha social por la justicia, en los grupos…, allí donde haya corazones abiertos al amor lo encontraremos.