2016-03-27

Dios estaba con él

Domingo de Pascua de Resurrección

Hechos 10, 34-37
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9

Tras la muerte de Jesús, nadie espera nada. Para los sacerdotes y para Pilato, se ha terminado un problema. Para los judíos que lo han visto morir, un profeta, o un iluminado más ha sucumbido bajo el poder. Para los suyos, ese puñado de discípulos amigos que lo abandonaron a su suerte y el grupo de mujeres que fueron fieles hasta el final, se abre el vacío más espantoso. Ahora, muerto el maestro, ¿qué hacer?

¿Volver a casa y empezar de nuevo la vida ordinaria, sin más? Pero ¿cómo volver a la normalidad después de haber vivido con Jesús? ¿Cómo regresar a la vida de antes, tras verlo morir de aquella manera? No esperan nada, pero las mujeres aún tienen algo que hacer: embalsamar el cuerpo. Siguieron a Jesús hasta la cruz; diligentes, ahora son las primeras en madrugar y correr al sepulcro. Su amor por Jesús no ha cesado con la muerte.

El sepulcro vacío es un golpe que las deja aturdidas. Los discípulos tampoco saben qué pensar. ¿Alguien ha robado el cuerpo? Los relatos de esos primeros momentos de miedo y confusión son la mejor prueba de su veracidad. La resurrección no es un mito, ni los evangelios son alegorías ni textos simbólicos. Cuentan hechos. Describen lo que realmente vieron, oyeron y tocaron los amigos de Jesús. Lo que ocurrió en aquella mañana de resurrección era algo que escapaba a sus expectativas, algo insólito que jamás imaginaron. Más tarde, Pedro lo explicó ante miles de gentes y su entusiasmo impactó y convenció a muchos. Jesús, el hombre que pasó haciendo el bien, liberando a los cautivos del mal, resucitó, porque Dios estaba con él. Resucitó en cuerpo y alma, sin perder su humanidad, pero mostrando que al mismo tiempo era Dios. La buena noticia no es solo que Jesús esté vivo, ayer, hoy y siempre. La buena noticia es que, venciendo a la muerte, Jesús nos abre las puertas de la vida eterna a todos.

Los discípulos tuvieron que aprender a explicar ese misterio tan grande que los desbordaba y que sigue desafiándonos hoy. ¿Lo creemos de verdad, los cristianos? ¿O también pensamos que todo es un mito consolador? ¿Vivimos el gozo de esta inmensa, buena noticia? ¿Necesitamos pruebas científicas? Juan, el discípulo amado, no necesitó tanto. Fue al sepulcro, vio la tumba vacía y eso le bastó. Vio y creyó.

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2016-03-18

Muere un hombre justo


Domingo de Ramos - Pasión del Señor

Isaías 50, 4-7
Salmo 22
Filipenses 2, 6-11
Lucas 22, 14-23, 56

En la Pasión de Jesús los evangelistas se detienen: abandonan su parquedad para ahondar con detalles en las últimas horas de la vida de Jesús antes de su muerte. ¡Podemos extraer tanta riqueza meditando estas lecturas! En la Pasión según san Lucas, que leemos hoy, vemos a muchos personajes alrededor de Jesús. Los que le condenan, los que se compadecen, el gentío del pueblo que le rodea, sin comprender nada, las mujeres que lo siguen de lejos. También notamos una ausencia hiriente: la de sus amigos, sus discípulos, que tan fieles parecían y ahora le han abandonado.

¿Es posible condenar a Dios? ¿Se puede enviar a la muerte al que es autor de la vida? Los gobernantes del pueblo no saben cómo quitarse de en medio a Jesús. Se lo pasan de unos a otros, como un objeto molesto del que hay que librarse: del Sanedrín a Herodes, de Herodes a Pilato, de Pilato, otra vez, a los sacerdotes… Sacan toda clase de acusaciones para justificar su muerte. Es un peligro para el pueblo, dicen. Es una amenaza para su poder. Y saben, por sus milagros y por la autoridad con que predica, que Jesús es un profeta… o quizás más que un profeta. Le tienen miedo. En el fondo, ¡Dios les molesta! Tan endurecido tienen el corazón, que aún clavado en la cruz son capaces de retarle citando las sagradas escrituras. ¿Dónde está tu Dios, que te ha abandonado?

¿Quiénes acompañan a Jesús en esas horas de terrible soledad, mientras es sometido a la burla, a la tortura y a la humillación del reo condenado a muerte? Las buenas mujeres, que lo siguen con discreción. No pueden hacer nada… ¡pero están ahí! El Cireneo, que le ayuda de mala gana. Las hijas de Jerusalén, que lloran de lástima ante su dolor. Un ladrón, ¡el único que, en medio de las mofas, sabe ver en él al Hijo de Dios! Y el centurión romano, que se aparta de la indiferencia de sus legionarios y queda conmovido por la manera en que muere aquel inocente. Las marginadas, un labrador, un delincuente, un odiado militar extranjero: estos son los que, más allá de su condición, tienen el corazón limpio y abierto. Son los primeros que reciben, sin saberlo, la buena noticia de un Dios sorprendente. Un Dios tan humano, tan apasionado por sus criaturas, que es capaz de morir a sus manos. Solo un Dios que es amor puede dejarse matar por sus propios hijos. Por eso la cruz es mucho más que un instrumento de muerte: es la puerta de otra Vida, una vida inmensa y bella como no acertamos a imaginar. En la cruz muere más que un hombre justo. En la cruz empieza a nacer el hombre nuevo que es Cristo y que todos estamos llamados a ser.

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2016-03-11

No mires atrás, nace algo nuevo

5º Domingo de Cuaresma - C

Isaías 46, 16-21
Salmo 125
Filipenses 3, 8-14
Juan 8, 1-11


Las tres lecturas de hoy nos invitan a dejar atrás todo lo que nos ata, nos esclaviza o nos hunde en el abismo para dejar nacer algo nuevo.

El profeta Isaías habla al pueblo de Israel exiliado con palabras llenas de esperanza. Lo invita a dejar atrás la nostalgia por lo que ha perdido. Dios puede hacer que el desierto florezca, sacando frutos del yermo. Así, de las cenizas de nuestro dolor y fracaso, siempre puede surgir vida, porque el Señor de la vida nunca nos abandona. ¿Confiamos en Dios? No nos desesperemos nunca, porque él puede regenerarnos: «Mirad que hago algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?» Dios no desea nuestra ruina, su gloria es que vivamos en plenitud y podamos cantarle agradecidos.

Pablo, el hombre renovado tras su encuentro con Jesús, también se ha desprendido de un gran lastre del pasado. La esclavitud de la ley, la tiranía del afán perfeccionista y la fuerza de voluntad han dado paso al amor gratuito de Dios, vertido en Cristo. De ahí nace la confianza y la fe. Sus méritos propios y su esfuerzo nada valen al lado de la amistad con Cristo. Él es su amor, su tesoro, su triunfo. Lo demás es nada, «basura». Pablo ha aprendido a pasar del merecimiento al amor; de la lucha por ganar a la gratuidad del recibir.  

¿Cómo mejor se puede ilustrar la bondad de Dios que con el episodio del evangelio? Una mujer adúltera, acusada ante Jesús, es utilizada como una trampa. Si él acepta que la condenen, cumple la ley pero falla a su bondad; si la perdona, está rompiendo con la ley de Moisés. ¿Qué hará? Jesús es más inteligente que los acusadores. No romperá con la ley, la llevará hasta su extremo. ¿Queréis lapidarla? El que esté libre de pecado, el que sea justo y puro, que lance la primera piedra. Con esto, Jesús les recuerda que solo Dios tiene la potestad de juzgar y condenar… Los fariseos y letrados se retiran, confusos y abrumados. Jesús los ha dejado en evidencia. ¿Quién es perfecto para juzgar sino Dios? Pero Dios, por encima de todo, es misericordioso y clemente. No desea la muerte de sus criaturas, ni su castigo, sino su redención. No quiere destruirnos, sino recuperarnos. No se ensaña con los enfermos y los cautivos del mal, sino que los rescata. Así lo hace Jesús. Ante la mujer que se ha quedado sola, no la condena. Tampoco niega su pecado. Pero le abre una puerta hacia la sanación de su alma y la rehabilitación de su vida: «Vete y no peques más». Con estas palabras de paz y liberación Jesús está abriendo un sendero de luz en el corazón herido de aquella mujer, utilizada por los hombres. Está haciendo que en su desierto interior, tal vez lleno de zarzas, brote algo nuevo. Así es Dios: antes que juez, es padre cariñoso y salvador.

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2016-03-04

Reconciliarnos con Dios

4º Domingo de Cuaresma - C

Josué 5, 9-12
Salmo 32
2 Corintios 5, 17-21
Lucas 15, 1-3. 11-32

Con la parábola del hijo pródigo Jesús traza el retrato más vivo y profundo de quién es Dios Padre. ¡Un Dios cuya justicia es asombrosa!

No basta creer en Dios o creer que existe. ¿Qué imagen tenemos de Dios? ¿Cómo es nuestra relación con él? ¿Nos sentimos juzgados, vigilados, censurados, controlados? Si decimos que Dios es amor, ¿nos sentimos realmente amados por él? ¿Confiamos en su amor? 

¿Cómo experimentamos su perdón? ¿Nos sentimos justos e irreprochables, como el hijo mayor del relato, merecedores de un premio y con el derecho a juzgar a los demás? ¿O nos sentimos tan miserables, como el hijo menor, que no nos atrevemos a ser hijos, sino solo siervos?

Jesús nos presenta a un Padre Dios de bondad insólita y sin límites. En primer lugar, nos da total libertad. Deja que el hijo menor se vaya sin detenerlo, aunque se equivoque. En segundo lugar, es generoso. Le da su parte de la herencia al joven, aunque no sea el momento y aunque sepa que la va a dilapidar. Así es Dios con nosotros: nos da la vida, nos lo da todo y no pide explicaciones ni nos impide seguir nuestro camino. Nos deja libres aunque sea para alejarnos de él y causarnos daño, a nosotros mismos y a los demás. ¡Qué misterio tan grande!

Pero ¿qué hace cuando el hijo regresa? Lo acoge. No solo le abre las puertas de su casa, ¡corre afuera para abrazarlo! Sale, se avanza, “primerea”, como dice el Papa Francisco. Dios siempre se anticipa porque quien ama mucho no puede esperar más, ¡corre! Después, perdona, y más aún: olvida. No le pide cuentas, no le echa nada en cara, no le recuerda sus faltas y su error. Cuando el hijo empieza a hablar lo interrumpe. Nada de excusas ni humillaciones. Lo viste como un príncipe y le ofrece un banquete. El cielo está de fiesta, dice Jesús, cuando un pecador se arrepiente y regresa a los brazos del Padre.

¡Qué Padre tan bueno! ¡Qué Dios tan derrochador de amor, de perdón, de acogida, de ternura! A los ojos racionales del hijo mayor, que se cree perfecto, eso es injusto. Su visión es clara, pero carente de amor y de compasión. Es la postura de quien cree ganar el cielo con sus méritos y esfuerzos. Jesús nos enseña que el cielo no se gana, lo ofrece Dios a todos, gratis, y basta solo ser humilde y tener el corazón abierto para dejarse invitar y acoger, sobre todo cuando hemos caído y nos hemos arrastrado por el barro del desamparo, la soledad y la pobreza más honda, que es el vacío interior, la falta de sentido y de amor en la vida. Dios es así: generoso, respetuoso de nuestra libertad, acogedor y festivo. Como dice San Pablo, nos llama a todos a reconciliarnos con él. No nos pide cuentas de nada. Nos abraza y con su amor nos renueva: lo antiguo ha pasado. Lo nuevo ha comenzado

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