2017-05-25

Yo estoy con vosotros todos los días...

Después de su resurrección, Jesús pasó un tiempo apareciéndose a sus discípulos y amigos más íntimos. En esos días los fue preparando para su misión: continuar la tarea que Cristo inició en la tierra. Mateo recoge su último mensaje antes de subir al cielo: «Id y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

¿Qué significan estas palabras? ¿Cómo entenderlas? Hoy día, entre los mismos cristianos, hay un claro rechazo al proselitismo. Si reconocemos que fuera de la Iglesia también se pueden salvar muchas personas buenas, que sigan su conciencia y hagan el bien, ¿qué sentido tiene el mandato de Jesús? No se trata de convencer y arrastrar a las gentes para que se coloquen la etiqueta de “cristianos”. ¿Qué significa ser discípulos de Jesús? ¿Qué supone bautizarse? ¿Por qué a todos los pueblos? ¿No son respetables las otras religiones y culturas? ¿Qué tiene el reino de Dios que vino a anunciar Jesús, que pueda ser bueno para todo el mundo?

Un teólogo dijo que Jesús no fundó ningún sistema religioso, sino que vino a mostrarnos el camino para llegar a Dios. Un camino que pasa por aceptar dos verdades. La primera es que Dios es Padre amoroso y nos llama a una vida plena y eterna. Somos hijos suyos, reyes y no huérfanos de la creación. Bautizarse es recibir esta paternidad de forma consciente, sabernos hijos amados de Dios y llamados a la plenitud. La segunda verdad es que Jesús es el camino: él nos enseñó cómo hacer realidad esta vida plena siguiendo un único mandato, el del amor. Amando como él, entregándonos como él, guardando lo que él enseñó a los suyos, podemos alcanzar esta vida que todos, en el fondo, anhelamos. El reino de Dios, como escribió Unamuno, es el reino del hombre. Dios Padre no desea otra cosa que nuestro crecimiento y nuestro gozo. Y nos ha enviado todas las ayudas posibles, culminando en Jesús, su propio Hijo, y en el Espíritu Santo.

Hoy, dos mil años después, cuando Jesús ya está en el cielo y no podemos verlo como hombre, todavía podemos “verlo y tocarlo”: en la eucaristía. Jesús ha cumplido su promesa. No nos ha dejado solos. Está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, como alimento, como pan, como palabra viva en las escrituras, como presencia oculta y preciosa en el corazón de cada persona que se cruza en nuestro camino. El mandato de Jesús también se dirige a nosotros. Si realmente vivimos esta alegría de sentirnos amados y sostenidos por Dios, ¿no vale la pena anunciarlo a los cuatro vientos? Todos podemos comunicar, de una u otra manera. Todos somos apóstoles en potencia. ¿Quién se guarda para sí una buena noticia, algo grande que ha cambiado su vida por completo? Lo que me ha pasado a mí, lo que nos ha pasado a todos, no podemos callarlo.

2017-05-18

Quien me ama guarda mis mandamientos

6º Domingo de Pascua - A

Hechos 8, 5-17
Salmo 65
1 Pedro 3, 15-18
Juan 14, 15-21

Las tres lecturas de este domingo tienen un co-protagonista: el Espíritu Santo. ¿Quién es el Espíritu Santo? Todos tenemos una idea más o menos forjada por nuestra imaginación, la doctrina que hemos aprendido o la catequesis. Pero quizás todavía nos resulta algo lejano y un tanto inaccesible. Algo muy elevado, ajeno a nuestra realidad terrenal del día a día. Jesús se ocupa de quitarnos esta idea con sus palabras. El Espíritu Santo es fuego puro. Es fuego ardiente y amoroso, el mismo fuego que arde entre dos que se aman tanto que allí donde está uno está el otro: se pertenecen, se poseen y se entregan mutuamente. Son uno solo, siendo dos. Su unidad es tan fuerte que nada la puede romper. Se habitan mutuamente, se sostienen y de su amor brota vida, proyectos, creaciones… El Espíritu Santo es la llama que funde, amalgama y une. Es el aliento que da vida y el impulso amante que une personas y libertades. El Espíritu habla en boca de Jesús cuando dice que «yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros». ¿Quién puede decir eso, sino quien ama hasta el extremo?

Toda la vida de Jesús y su mensaje resultan incomprensibles si no se leen y se meditan a la luz de este fuego abrasador. El amor es la clave para entender el evangelio entero. Desde el amor se puede entender la unidad entre Jesús y el Padre, entre Jesús y sus discípulos, entre los creyentes de las primeras comunidades. Desde el amor se puede entender que alguien dé su vida por otros, y que convierta su obediencia en la máxima libertad. Cuando amas, lo que quiere tu amado es lo que tú quieres, y escuchar un mandamiento y guardarlo ya no es una obligación, sino un deseo apasionado. Quien ama obedece con pasión, prontitud y alegría.

Es muy difícil ser bueno sólo con nuestro esfuerzo y ejerciendo la virtud personal. Finalmente, todos acabamos fallando y cayendo. Y si no, caemos en algo peor, que es el orgullo de creer que somos casi perfectos por mérito propio. Por eso contamos con el Espíritu Santo. Con él hasta lo más difícil se hace posible. Él nos permite amar hasta al enemigo, perdonar a quien nos perjudica, aguantar con paciencia los defectos ajenos y aceptar los nuestros con paz. El Espíritu Santo, que es pura vida, nos permite escapar de los patrones de muerte que tanto nos aprisionan: patrones de miedo, de rutina, de búsqueda de seguridad por encima de la plenitud. Patrones de fijación, de inmovilidad, de desaliento y de resignación pasiva. Patrones de “mínimos”, de mediocridad, de conformidad con el “mal menor”, de la ley del mínimo esfuerzo. El Espíritu Santo nos ayuda a superar esa vida a medio gas para vivir al completo, dando lo mejor de nosotros, poniendo a trabajar nuestros talentos y abriéndonos a todos los dones que Dios nos quiere otorgar.

¿Cómo recibir al Espíritu Santo? Hay al menos dos maneras. Una, abriéndonos a él, en oración confiada y sincera, vaciando de ruido y egoísmos nuestro interior. De ahí la importancia de la oración y de buscar tiempo para rezar.

Pero hay otra todavía más sencilla, que es, simplemente, escuchar y hacer caso de lo que Jesús nos dice cada día, a través del evangelio, de la voz de un sacerdote, de un familiar, de un amigo que nos quiere bien. Se trata simplemente de hacer, confiando en aquellos que nos guían u orientan. A veces nos cuesta rezar, hacer silencio y sentir esa paz interior que tanto necesitamos. Los sentimientos y el estado anímico no siempre acompañan. Pero siempre, siempre, podemos obrar. Cuando aprendemos esta obediencia desde la libertad se produce el milagro: el alma se abre y recibe a raudales la bendición del aliento sagrado de Dios. Porque, como dice Jesús, escuchar y guardar sus mandamientos es la forma más clara de demostrar nuestro amor.

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2017-05-12

Quien me ve a mí, ve a mi Padre

5º Domingo de Pascua - A

Hechos 6, 1-7
Salmo 32
1 Pedro 2, 4-9
Juan 14, 1-12

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En la última cena, Jesús mantiene una conversación larga y profunda con sus amigos. Y expresa su deseo de que sigan juntos, incluso más allá de la muerte. De ahí que les diga que en casa del Padre hay muchas moradas, y él les preparará un sitio allí, junto a él, para que su amistad en la tierra se perpetúe en el cielo. ¿No es esto lo que todos deseamos con nuestros seres queridos? Nuestra esperanza es que en el cielo podamos reencontrarnos para no separarnos nunca más. Jesús tiene un corazón tierno y humano, y tampoco quiere alejarse de aquellos a quienes ama. Pero lo que en otros puede ser sólo deseo en él es promesa cierta. Porque él lo dice, sabemos que en el cielo todos tendremos un lugar.

A los discípulos, como a los hombres de hoy, les cuesta creer. ¿Cómo creer en un Dios al que no ves? Felipe expresa este anhelo: ¡Muéstranos al Padre! Cuántas personas dicen que creerían si pudieran ver, oír y tocar… Pero Dios no nos pone las cosas tan difíciles: ¡ya podemos verlo y tocarlo! Jesús reprende a sus amigos: Quien le ve a él ya ve al Padre, pues están unidos inseparablemente. Jesús es el rostro y el cuerpo humano, palpable de Dios. Pero aún se podría discutir: ¿por qué creer que Jesús, además de hombre, es Dios? Jesús también responde a esto: Si no creéis en mí, al menos creed en las obras, en lo que habéis visto y oído: creed en los milagros que habéis presenciado, en mis gestos, en mis enseñanzas y en mi forma de vivir. ¿Quién puede devolver la vida a los muertos y dominar las fuerzas de la naturaleza sino el mismo Creador y autor de la vida? Lo que Dios puede hacer, Jesús lo hace. Los milagros de Jesús no fueron otra cosa que señales para confirmar su divinidad. Pero, con todo, muchos no creyeron ni siquiera después de ver las obras de Jesús. La increencia no se da tanto por falta de evidencias, sino por la cerrazón del corazón y el rechazo de la confianza.

Hoy los cristianos también podemos ver y tocar a Dios en la eucaristía: Jesús se hace pan y podemos no sólo tocarlo, sino acogerlo dentro de nosotros y asimilarlo en nuestra vida. ¿Podemos imaginar una forma más íntima de relacionarnos con Dios? ¡Qué regalo!

La confianza es la clave y el fundamento de la fe. Confiar nos lleva a un amor de comunión, y dos que se aman lo comparten todo. Dios comparte con sus amigos también su capacidad para hacer grandes obras, y así lo explica Jesús: haréis obras aún mayores que yo si estáis unidos a mí y al Padre. Basta que sepamos entregarnos a él y confiar a él nuestra vida, y Dios hará maravillas en nosotros. Es lo que San Pedro explica en su carta cuando habla de las piedras rechazadas. Las personas que para el mundo quizás no valen, o son insignificantes, Dios no las desprecia. Él puede convertirlas en pilares de comunidades enteras. Todos somos piedras vivas, preciosas ante Dios. Sólo necesitamos confiar y mantenernos unidos a él, y su amor nos transformará.

2017-05-05

He venido para que tengan vida

4º Domingo de Pascua - A


Hechos 2, 14-41
Salmo 22
1 Pedro 2, 20b-25
Juan 10, 1-10.

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Las tres lecturas de este cuarto domingo de Pascua nos hablan de dos realidades: la vida como don valioso y la inevitable presencia del mal. En medio, aparece una figura que combate por la victoria del bien, la bondad y la belleza: Jesús.

La máxima aspiración del ser humano es gozar de una vida plena, una vida con sentido, donde poder amar y ser amado. Una vida vivida con intensidad y con un final que no sea la nada, sino la resurrección a otra Vida con mayúsculas, eterna. Este anhelo del ser humano: plenitud, eternidad, comunión, no es otro que el mismo deseo de Dios. El que nos creó por amor también nos salva por amor, enviándonos a su Hijo Jesucristo, y quiere que compartamos su vida infinita, envueltos en su amor.

Podríamos decir que la voluntad de Dios coincide con el deseo más profundo del ser humano. ¿Cómo es posible, entonces, que el hombre se aparte de Dios y se aleje de su camino? ¿Cómo es posible enemistar al Creador con su criatura, cuando la voluntad del primero coincide con la alegría y la plenitud del otro?

Ahí es donde aparece el misterio del mal. San Pedro habla del pecado y de una generación perversa, extraviada y ciega. Jesús utiliza la parábola del buen pastor para explicarlo: hay ladrones que quieren engañar y robar a las ovejas. Entran por la ventana del corral, es decir, saltándose la puerta de entrada, la vía honesta y natural. El mal desea lo contrario de Dios: la destrucción y la muerte de las personas. Pero para atraerlas a sí, utiliza engaños y se disfraza de bien, con un aspecto atractivo. Jesús tiene palabras muy duras para quienes se convierten en instrumento de la mentira: bandidos. Se valen de seducciones y espejismos para arrebatar a las ovejas. ¿Cuántos ladrones y vendedores de humo podríamos identificar, hoy, en nuestra sociedad? Nos venden de mil maneras la felicidad, la prosperidad, la salud y hasta el amor. En cambio, señalan el camino del pastor como una cuesta arriba, áspera y desagradable, para distraernos y alejarnos de él. Cuántas veces la Iglesia es presentada con tintes negros ante el mundo, mientras que surgen miles de opciones supuestamente salvadoras, mucho más atractivas pero en el fondo engañosas.

El buen pastor nos lleva a la cumbre de la vida, allí donde todos queremos llegar. Es cierto que para llegar a la cumbre puede haber muchos caminos. Pero no todos los caminos llevan hasta allí. Algunos se desvían, otros dan vueltas y no llevan a ninguna parte. Otros conducen directo hacia el abismo. ¿Qué camino más seguro podemos encontrar que el del Creador de la misma cumbre? ¿Qué mejor guía encontraremos que Jesús?