2015-09-26

Nadie tiene la exclusiva

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Le dijo Juan: Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba los demonios y no es de los nuestros, se lo hemos prohibido. Jesús les dijo: No se lo prohibáis, pues ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. El que no está contra nosotros, está con nosotros.
...Si tu mano te escandaliza, córtatela. Mejor te será entrar manco en la vida que con ambas manos ir a la gehenna, al fuego inextinguible, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga...
Marcos 9, 37-47

Nadie tiene la exclusiva de la verdad


Jesús amonesta a sus discípulos porque éstos quieren impedir que otros, no pertenecientes a su grupo, curen y prediquen en su nombre.

Jesús quiere dejar muy claro que él no tiene la exclusiva del bien. Reconoce que puede haber otras personas que también estén en sintonía con él, aunque no formen parte de los suyos. Y no sólo no lo impide. Él sabe que, en lo más hondo de su corazón, están con él. ¡Cuántos grupos religiosos, congregaciones, movimientos creen tener la exclusiva del evangelio! Hacen pasar su espiritualidad por encima del mismo Jesús. Ésta ha de tener su fundamento en Jesús y  en su evangelio. Si no es así, están creando una línea religiosa particular. Los líderes de estos movimientos han de vigilar en no caer en la tentación de pensar que sus palabras son palabra de Dios. La arrogancia religiosa puede llegar a ser un pecado de orgullo.

Por encima de la ideologización del evangelio está la caridad, y esta implica ser muy comprensivo y tolerante, aceptar y amar al que es diferente, ¡incluso al enemigo! Esta es la auténtica actitud cristiana ante la diversidad.

Las palabras de Jesús abren la puerta al enorme esfuerzo ecuménico que debe llevarse a cabo por parte de la Iglesia, pero también por parte de las otras confesiones.

Arrancar de nosotros ciertas actitudes


La segunda parte del texto es muy conocida e impacta por su dureza y radicalidad. «Si tu mano te hace pecar, arráncatela...Y si tu pie te hace caer, córtatelo; más te vale entrar cojo en la vida que ser echado con los dos pies al abismo.»

En primer lugar, no podemos interpretar literalmente este texto. La exégesis nos muestra que todos los escritos de la Biblia deben interpretarse para no caer en confusiones. El evangelio está escrito en clave de salvación, no de condena. Por esto la teología nos enseña que muchas de las lecturas evangélicas son géneros literarios, formas didácticas para transmitir un mensaje.

No podemos tomar estas palabras de Jesús al pie de la letra. Dios no quiere que nos autoagredamos, ¡lejos del Dios amor que nos inflijamos tales daños! Con estas imágenes tan duras, Jesús está aludiendo a las actitudes humanas. No se trata de cortar manos y pies, sino de arrancar todas aquellas conductas que nos impiden crecer humana y espiritualmente, apartándonos de Dios y de los demás.

Manos creadoras


Las maravillosas manos humanas están hechas para recrear la creación, para acariciar, para trabajar, para rezar... También son manos hechas para ser generosas, para dar. Todo cuanto hagamos con las manos, que no sea constructivo y lleno de amor, equivale a ser manco. Nuestra pereza o falta de generosidad nos cortan las manos y las hacen inútiles. Las manos tampoco pueden servir para dañar y herir.

Hermosos son los pies del mensajero...


Los pies, que nos sostienen y nos llevan, deben moverse y caminar siempre para acercarnos a las demás personas, para andar hacia Dios, para salir a anunciarlo y recorrer los caminos del mundo. «Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la buena nueva del Señor», reza un verso de la Biblia. Así, nuestros pies están hechos para caminar incesantemente, para servir y para amar, como María, que corrió a la montaña para asistir a su prima Isabel, encinta.

Dios no quiere que nos cortemos los pies. Él no corta nuestras alas. Pero, ¡cuánta cojera espiritual podemos ver hoy en día! Somos tetrapléjicos espirituales cuando nuestro egoísmo, nuestra desidia o nuestros reparos nos impiden caminar y entregarnos a los demás.

Los ojos de Dios


Finalmente, los ojos, ese don tan grande, están hechos para saber ver a Dios. El evangelio nos llama a contemplar a Dios en el acontecer diario, leyendo los signos de los tiempos, adivinando su presencia en lo bello, en el mundo natural, en los demás. En cambio, a veces es necesario cerrarlos a todo cuanto nos perjudica y nos aleja de Dios. Cuántas cosas vemos que no sólo nos apartan del amor, sino que nos aíslan o nos distancian de nuestros hermanos, de la belleza y del bien ―como la televisión basura, y tantas otras―. No seamos ciegos espirituales. Sepamos ver a Dios en el envés de la realidad. Nos dará una visión diferente y profunda del mundo. Y nos hará ver la belleza oculta dentro de cada corazón humano.

2015-09-19

Primeros y últimos

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…Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó:
¿De qué discutíais por el camino?
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.
Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.
Mc 9, 29-36

Anuncio de una muerte inevitable


Jesús continúa su labor instructora a sus discípulos. Les comunica algo muy importante que marcará su trayectoria: su sufrimiento, su muerte y su resurrección. Pero será una muerte que no acaba en el desespero ni en un grito lanzado al vacío, sino que presagiará una nueva vida, la resurrección. Con estas palabras, Jesús sube la intensidad de la exigencia pedagógica y espiritual hacia los suyos. Les advierte que su misión tiene un precio muy elevado: su propia vida. Será inevitable pasar por una larga agonía; su fidelidad al Padre le pedirá apurar un sorbo terrible y amargo. Pero, finalmente, todo culminará con la resurrección, por la fuerza transformadora de su Espíritu.

Ante la hondura de este mensaje, los discípulos se inquietan y no osan preguntarle nada. Jesús, intuyendo lo que piensan, es quien se dirige a ellos para medir la resonancia de sus palabras. Sin embargo, los discípulos todavía están lejos del corazón de su maestro y no entienden el sacrificio que comporta su misión.

Acoger a Dios con corazón limpio


En cambio, por el camino, van discutiendo sobre quién es más importante entre ellos. Jesús, paciente, llama a los doce y les muestra a un niño, diciendo: «Quien acoge a un niño como éste a mí mi acoge, y quien me acoge a mí, acoge al que me ha enviado».

Por un lado, Jesús está derribando sus pretensiones de poder y dominio sobre los demás. Abrazando a un niño, les muestra que para Dios hasta el más pequeño es importante, y que quien ama a un pequeño le está amando a él. El camino más corto para llegar a Dios pasa por el amor y la acogida al prójimo más cercano, incluso aquel que a veces nos pasa desapercibido.

También nos recuerda que si no nos volvemos como niños no entraremos en el Reino de los Cielos. Sólo si somos capaces de mirar, de sentir, de escuchar, como lo hacen los niños, podremos acoger a Dios. Porque un niño no está cargado de prejuicios; no está contaminado ideológicamente, siempre está abierto, receptivo.

El adulto alberga desconfianzas y miedo, pasa todo cuanto ve por el tamiz de su experiencia subjetiva y, cuando ha sufrido una decepción, teme volver a confiar. Está mediatizado por todo lo que le sucede, haciendo lecturas a veces victimistas o muy parciales de la realidad. La apatía y la descreencia le impiden acoger como un niño a Jesús, con el corazón limpio y puro.

Acogerle también implica saber que estamos acogiendo a Dios. Aquel que tiene la capacidad de renacer sobre las cenizas del egoísmo, alberga en sí la semilla de una vida nueva. Desde una escucha silenciosa y serena podremos ser transformados y nuestra existencia se convertirá en un proyecto pleno de Dios.

2015-09-12

Tú eres el Mesías

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El les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Mesías. Y les encargó que a nadie dijeran esto de él.
Mc 8, 27-35

Una pregunta al corazón

Jesús generaba interrogantes en la gente de su tierra. Sus coetáneos decían muchas cosas de él: para unos era un visionario, otros lo consideraban un profeta, otros veían a un loco, otros reconocían el misterio del Hijo de Dios.

Cuando Jesús se dirige a los suyos la respuesta será crucial, porque demostrará hasta qué punto se sienten unidos a su maestro. ¿Quién dice la gente que soy?, comienza.

Mucho se ha escrito sobre Jesús. Libros, estudios, asignaturas de las universidades de teología estudian la figura de Jesús y dicen muchas cosas sobre él.

Pero la segunda pregunta de Jesús es más directa: ¿Quién decís vosotros que soy yo? Es una pregunta que va dirigida al corazón de sus seguidores. Vosotros, que habéis caminado junto a mí, que habéis convivido conmigo, que habéis visto y oído, que habéis compartido tantos ágapes… ¿quién decís que soy yo?

Una respuesta sincera y vehemente

La respuesta implica un conocimiento afectivo y emocional, una adhesión profunda, amor y reconocimiento de su dimensión divina. Pedro, impulsivo y espontáneo, responde de inmediato: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.

Mesías no sólo es el ungido de Dios. También es el que salva. Pedro reconoce que, sin él, todos están perdidos. En Jesús se da un misterio profundo. Dios está profundamente arraigado en su corazón. Los discípulos están caminando con Dios mismo.

El secreto y la incomprensión

Jesús advierte a sus seguidores que callen y no digan nada. Es el llamado secreto mesiánico. Hay misterios que deben desvelarse poco a poco. El pueblo judío no estaba preparado aún, no tenía la madurez suficiente para comprender el misterio de Jesús y su relación con Dios Padre.

Al mismo tiempo, Jesús se arriesga a explicar a sus discípulos las consecuencias de su adhesión a Dios. Es muy consciente de que su mensaje, novedoso y diferente, que toca los corazones, hace tambalearse las estructuras civiles y religiosas de su tiempo. No oculta a sus discípulos que padecerá y morirá a manos de aquellos que detentan el poder, tanto político como religioso: los senadores, los letrados, los sumos sacerdotes. Les habla con claridad de su muerte: será ejecutado pero resucitará.

Asumir el rechazo y el dolor

Jesús no esquiva el sufrimiento. Asume el rechazo, el dolor y el pecado de la humanidad, el peso de la negligencia y el repudio. Y señala a los suyos la importancia de sus palabras. No deben pasarlo por alto.

Esas palabras son muy actuales. Ser fiel al Padre y reafirmar nuestra identidad cristiana implica dolor, sufrimiento y rechazo. Hoy, en Occidente, no se dan martirios cruentos, pero existen otras formas de cruz y de persecución. Por ejemplo, las leyes que se promulgan para arrinconar la fe de la vida pública. Desde algunos gobiernos se atacan las convicciones y la práctica cristiana, e incluso se critican sus obras sociales y de caridad. En diversos países de Oriente vemos cómo los cristianos sufren situaciones muy dolorosas, de persecución e incluso de muerte violenta.

Pedro, ingenuo y de buena fe, quiere apartar a Jesús de todo mal y lo increpa. De la afirmación de la fe cae en la reacción, ¡tan humana!, de querer evitar el sufrimiento. Jesús le contesta con rotundidad. ¡Apártate, Satanás! No piensas como Dios, sino como los hombres. No olvidemos que la dimensión sacrificial  y heroica del martirio está en las entrañas mismas de nuestra fe.

Toma tu cruz y sígueme

Jesús mira a los suyos y luego a toda la gente que lo sigue. Escuchad todos, continúa. La consecuencia del seguimiento a Cristo es ésta: Quien quiera venir tras de mí, que se niegue a sí mismo…

Uno mismo es a menudo el mayor obstáculo para seguir a Jesús: nuestros egoísmos, inmadureces y tonterías… Cargar con nuestra cruz significa tomar nuestras incoherencias y contradicciones, nuestras pequeñeces, nuestro pecado. Jesús ya cargó con el mal de todos, nuestra carga es liviana comparada con la suya. Pero hemos de llevar la cruz de nuestras limitaciones, miedos y orgullos, que nos pesan y dificultan nuestro crecimiento.

Carga con todo y sígueme, continúa Jesús. No es fácil. Seguirle requiere un cambio en el pensamiento, en la actitud, hasta en nuestra visión del mundo y nuestra forma de entender la religión. Pide una conversión total.

Hoy la Iglesia necesita gente valiente, heroica y buena, que se sienta familia de Jesús y esté dispuesta a seguirlo. Necesita voceros que anuncien el amor de Dios y su deseo de felicidad para la humanidad.

Quien pierda su vida, la ganará

Quien vive sólo para sí, buscando su pequeño nirvana personal, se perderá. Es la consecuencia de cerrarse en sí mismo y aferrarse a los miedos y las falsas seguridades, negándose a oír y a cambiar.

En cambio, quien esté dispuesto a abrirse, a sacrificarlo todo y a darlo todo por amor, lo ganará todo. Obtendrá la felicidad plena, el encuentro con Dios Padre para disfrutar de su amor inmenso. Darlo todo, darse a sí mismo, es la única vía para encontrar la plenitud humana y espiritual.

2015-09-05

Abrirse es el reto

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Le llevaron un sordo y tartamudo, rogándole que le impusiera las manos. Y, llevándole aparte, le metió los dedos en los oídos y, escupiendo, le tocó la lengua, y mirando al cielo, dijo: Effetah, que quiere decir ¡Ábrete! Y se abrieron sus oídos y se le soltó la lengua hasta hablar correctamente.
Marcos 7, 31-37

El milagro es la apertura


En su incansable itinerario, Jesús llega a tierras paganas, la región de Tiro y Sidón. Allí le presentan a una persona sorda y muda. Jesús siempre desea que el que sufre recobre la calma, la paz y la alegría. Esta es su misión: dar vida, abrir el corazón y la mente para que los oídos se abran y la lengua se desate para alabar a Dios.

¡Ábrete! Así exhorta Jesús al hombre sordo y mudo, antes de curarlo. Con estas palabras, Jesús también nos habla a los cristianos de hoy. La actitud de apertura significa dejar a un lado el ensimismamiento y la cerrazón. Abramos nuestro corazón a Dios, a la vida, al esposo o  a la esposa, al amigo, a la sociedad, al mundo entero.

El sordo no es sólo el enfermo. Es también el que no quiere oír. Para abrirse es necesario dar un vuelco a nuestra vida y cambiar radicalmente.

A menudo la rutina nos ensordece y nos impide leer el sentido profundo de la historia y de la vida cotidiana. Abrirse produce el milagro. En psicología se conoce bien este proceso: cuando la persona se abre y expresa lo que lleva dentro es cuando puede ser ayudada.

Jesús mete sus dedos en los oídos del sordo. Más allá del prodigio sobrenatural de la curación, el auténtico milagro es la apertura. Cuando uno se abre a la vida su energía estalla en su interior y aflora en el exterior.

El reto de hablar


Dios es un gran terapeuta. Quizás no somos conscientes de que no vemos ni oímos lo suficiente. Tampoco hablamos lo bastante de Dios. Todos somos, en cierto modo, sordos y mudos.

¡Cuántas veces no queremos oír ni escuchar! Porque escuchar puede implicar un giro radical en nuestras vidas y no queremos cambiar. También se nos hace cuesta arriba hablar: somos reticentes a asumir el compromiso de evangelizar. Tenemos un buen pretexto: si somos tan imperfectos y pecadores, ¿cómo vamos a predicar? La excusa nos tienta a callar, cuando deberíamos prorrumpir en alabanzas a Dios por todo cuanto nos ha dado.

¡Y nos ha dado tanto! Nos ha dado el olfato para sentir la fragancia de las flores, el tacto para dejarnos acariciar por la brisa y por una mano amiga, la vista, para contemplar la belleza de tantos amaneceres; todos los sentidos nos hablan de los dones de Dios. Estallamos en comunicación.

Pero, con el tiempo, nos vamos anquilosando y perdemos facultades. Dejamos de escuchar, de ver, de sentir… y, en cambio, tragamos cientos de mensajes, ruido y tonterías que nos invaden por la calle y los medios de comunicación. Nuestros sentidos están embotados, y también nuestra sensibilidad. No ejercemos, tampoco, nuestros sentidos espirituales. En cierto modo, somos ciegos y sordos, discapacitados espirituales.

El evangelio de hoy nos invita a cantar, alabar, hacer poesía de la creación, de la ternura, de los seres amados, de todo aquello que Dios nos regala cada día.

Necesitamos abrir nuestro corazón, nuestra inteligencia, nuestro espíritu, para llenarnos de Dios y recuperar todos nuestros sentidos, para su mayor gloria.