2007-12-30

La sagrada familia –ciclo A–

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, quédate allí hasta que yo te avise, pues Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: “Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto”…
Mt 2, 13-23

Dos personajes contrapuestos: José y Herodes

En los inicios de toda bella historia siempre aparece una sombra que quiere tapar la luz. En el nacimiento de Jesús, será Herodes quien dará la orden del matar al niño. En este evangelio de hoy vemos a dos personajes contrapuestos. José es el hombre justo y bueno, obediente a Dios y cumplidor de sus designios. Herodes es un personaje violento, ciego a la voluntad de Dios, que quiere impedir a toda costa que alguien le arrebate su poder.

José es el hombre de la casa de David que se fía, escucha las palabras de Dios y acepta su misión como custodio y padre adoptivo del niño. Herodes es el hombre que desconfía, tiene miedo de perder y no duda en aniquilar a cualquiera que amenace su trono. Representa el poder mundano y político, la ambición, el afán de riquezas y de dominio. En cambio, José representa la bondad, la sencillez, la docilidad y el amor generoso.

Herodes ordenará una masacre, pero no podrá llevar a cabo su cometido de asesinar al niño. No podrá matar la historia de Dios. José será quien lo impedirá. De esta lectura podemos extraer varias consecuencias.

Levántate

El verbo “levantarse” aparece tres veces en este texto. “Levántate”, dice el ángel a José. Y el se levanta y actúa. Para iniciar una empresa trascendente, como la que José tiene encomendada, debe estar erguido, bien despierto, lleno de confianza en Dios. Su cometido será cuidar, guiar y custodiar al niño y a su madre. En José esto tiene aún más mérito que en cualquier otro padre porque, no siendo Jesús su hijo natural, lo protege tanto como si lo fuera. Sabe que ese niño es de Dios y lo cuida como suyo. Sabe que, para encarnarse, Dios necesita de una familia humana; necesita de él y de María para desarrollar su plan salvífico.

José, firme, decidido, sin dudar un instante, y en silencio, lleva a cabo la misión encomendada. Su precaución al regreso, de no instalarse en Belén, por temor al nuevo rey Arquéalo, revela al hombre prudente hasta el último momento. Así es como la familia se instala en Nazaret.

El significado del exilio

Levantarse y marchar lejos, al exilio, todavía hace más compleja la misión de José. Como tantas familias hoy, que se ven obligadas a emigrar, la familia de Jesús comienza su andadura con un destierro. Los autores sagrados subrayan con este hecho que toda la vida de Jesús, en el futuro, estará marcada por el sufrimiento y el rechazo. Esta huída a Egipto preludia lo que será su vida adulta, cuando sea rechazado por su pueblo.

¡Cuántas realidades a nuestro alrededor están llenas de Dios! Hemos de cuidarlas y protegerlas, aunque no sean obra nuestra. En el mundo también hay muchos niños y personas desvalidas que, aunque no sean hijos nuestros, ni parientes de nuestra sangre, son hijos de Dios. La Iglesia debe cuidar de las cosas de Dios, debe atenderlos. Toda vida humana, y aún más la vida de la fe, pide una ardua y necesaria tarea de cuidado.

Necesidad de familias sólidas

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. La familia de Nazaret es prototipo y modelo para las familias cristianas. Actualmente, se habla mucho de la crisis de vocaciones sacerdotales. Yo diría que hay una crisis de familias cristianas. Faltan hogares cristianos, pequeños Nazarets, donde puedan florecer las vocaciones. Mirando a José y a María las familias podrán construir una realidad armónica y consolidada.

Tener un hijo significa mucho más que parir un bebé. Los padres han de ser conscientes de que construir un hogar implica que entre el matrimonio haya una enorme capacidad de entrega, desprendimiento y amor. Los hijos necesitan ese amor de sus padres, y necesitan mucho tiempo de sus padres junto a ellos, educándoles. Las familias desestructuradas, cada vez más numerosas, no sólo lo son económicamente, sino emocionalmente. Estas situaciones exigen una profunda revisión desde la antropología cristiana. El equilibrio social dependerá del familiar, de que los roles de los padres queden bien definidos, así como su misión. Sólo así, con referencias sólidas, los niños crecerán de manera armónica.

Los padres tienen un espejo de referencia en José y María. Su ejemplo los enseñará a quererse, a confiar el uno en el otro, a confiar en Dios y cuidar y proteger a su familia. Y, sobre todo, que Jesús corone la existencia de esa familia, que esté en el centro, en el corazón del hogar.

Finalmente, todos los cristianos somos una gran familia. Participando de la eucaristía, tomando el pan y el vino, sentimos que formamos parte de la Iglesia. Esta otra familia, más allá de los lazos biológicos, llegará a ser muy importante para nuestro crecimiento como personas. Cuando se vive instalado en el Reino de Dios, la fe crea lazos más fuertes que los consanguíneos. Aprendamos a sentirnos también familia de Jesús en un día como hoy.

2007-12-25

Día de Navidad –ciclo A–

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. …Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. …
A Dios nadie lo ha visto jamás; Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Jn 1, 1-18

Dios se comunica

Celebramos hoy la Navidad, un acontecimiento que ha cambiado nuestra cultura y nuestra historia. El nacimiento del Niño Jesús da un vuelco a nuestra forma de pensar y de vivir. Navidad es la humanización de Dios, hecho niño, y a la vez es la elevación, la divinización, del ser humano, que se convierte en hijo de Dios.

El niño que nace en Belén contiene un mensaje: Jesús es la palabra de Dios, hecha carne. Con sus obras encarna todo lo que Dios quiere: salvar a la humanidad.

Con el nacimiento de Jesús, la palabra cobra un sentido trascendente. ¡Cuánta palabrería nos invade! Cuántas veces la palabra expresa lo que no quiere, o la matamos, vaciándola de sentido, incapaz de transmitir amor.

Navidad es una fiesta de comunicación: Dios se despliega y acampa entre nosotros. Busca el diálogo con su criatura y la comunión con ella. Esta fiesta encierra un extraordinario mensaje de llamada a la conversión, para modificar nuestra forma de ver las cosas y de ser cristianos.

El acontecimiento de la natividad del Señor tiene una enorme trascendencia. Hoy revivimos el gesto de este Dios todopoderosos que se despoja de su rango, desprendiéndose de todo su poder, para hacerse niño, pequeño e indefenso. En la cultura hebrea los niños, al igual que las mujeres, eran desplazados y marginados a un segundo plano. Pero, en cambio, el anuncio del Mesías que ha de venir culmina con la llegada de un niño. La encarnación de Dios está envuelta en sencillez, no tiene nada que ver con el orgullo, la petulancia, el poder… no es espectacular, como se lleva hoy. Esto nos empuja a remirar, con otros ojos, como niños, la forma en que Dios actúa en nosotros.

El origen de nuestra fe

En la vida cristiana, hay dos momentos litúrgicos fundamentales: Navidad y Pascua. En estas fiestas, nuestras iglesias deberían rebosar. Sabemos que hay muchos compromisos familiares y mucho ajetreo, pero esos días no podemos faltar al ágape eucarístico. Dios nos invita a paladear la trascendencia. Su luz y su palabra desplazan toda tiniebla. A través de la liturgia de estos días, profundizamos en el sentido de aquello que nos hace cristianos. ¿Cómo medir nuestra coherencia? En la respuesta que damos en los momentos claves de nuestra vida. El pesebre, con su sencillez, nos revela el momento crucial del origen del Cristianismo. De la misma manera que no podemos renunciar a un compromiso familiar para celebrar un aniversario o un acontecimiento importante, tampoco podemos renunciar al momento en que celebramos el nacimiento de la semilla cristiana.

“A los que la recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios”. Vivimos inmersos en las tinieblas del pecado y del egoísmo. Pero la luz brilla en las tinieblas, iluminando el mundo con su amor. Quienes la acogen permanecen en ella; quienes la rechazan se quedan sin su calor, sin poder ver.

Tenemos un tesoro en nuestras manos: el amor de Dios, la salvación. Hemos de encarnar ese amor, saberlo comunicar, abrirnos para introducir a Dios en nuestra vida.

La palabra hecha vida

La palabra hecha carne es vida. No podemos despreciar la palabra de Dios. ¡No es mera literatura! Es una herramienta para expresar lo inenarrable, la belleza divina. Muchas personas son profesionales de la palabra –periodistas, filósofos, maestros, comunicadores…− pero, si no damos a la palabra un contenido auténtico, profundo, se la lleva el viento. La palabra no es una entelequia ni una expresión bonita. Jesús da sentido a la palabra cuando la hace vida de su vida. Es así como la rescata. Los predicadores y los ministros de la palabra hemos de pensar muy bien en lo que decimos. Como recordaba Santa Teresa, “o hablar de Dios, o no hablar”. Las palabras banales sobran. Cuanto decimos debe estar en consonancia con lo que hacemos y somos.

En Jesús la palabra lleva a la acción. Ojalá su palabra cale en nosotros, como lluvia fina de primavera que empapa la tierra. Entonces actuaremos, movidos por su fuerza.

“A Dios nadie lo ha visto jamás; Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”, continúa este evangelio. No lo hemos visto, pero sí se nos ha comunicado su palabra y su obra, y sabemos de muchos santos y mártires que han dado hasta la vida, por expandirla. Su testimonio nos revela cómo es Dios.

En estos días, en que muchas mujeres pasan largas horas en la cocina, amasando y cociendo en el horno para obsequiar a sus familias, que la palabra de Dios amase nuestro corazón hasta tocar lo más profundo de nuestro ser y de nuestra sensibilidad. Pues se nos ha comunicado para que seamos profundamente felices.

2007-12-23

Cuarto domingo de Adviento –ciclo A-

El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo… Cuando José despertó, hizo lo que le había mandado el ángel y se llevó a casa a su mujer.
Mt 1, 18-24


El sí de José

En esta lectura podemos reflexionar sobre la figura de José, esposo de María. Se establece un paralelismo entre el sí de María en la anunciación de su maternidad y la respuesta de José al mensajero de Dios. Esta respuesta también es un sí al designio del Señor. Su aceptación era necesaria para culminar la encarnación. Dios quiere contar con la voluntad de María y José, con su libertad y su amor, para hacerse hombre. El sí obediente de José significa asumir la paternidad del hijo de Dios.

Un hombre justo

La actitud de José frente el misterio de la encarnación también es fundamental. Ante la sorpresa del hijo que María lleva en sus entrañas, José decide no repudiarla. El evangelio nos dice que es un hombre justo, y su bondad lo lleva a asumir en silencio un acontecimiento inesperado, porque intuye su trascendencia.

José es un hombre justo según Dios, y la justicia de Dios no es igual que la de los hombres. ¿En qué se basa el derecho y la justicia de la Biblia? Sus fundamentos están en el amor que rebosa del corazón de Dios. No hay justicia posible sin amor. José pudo haber denunciado a María, siguiendo las leyes del pueblo judío, que ordenaban apedrear a una mujer que quedaba encinta fuera del matrimonio. Sin embargo, José calla. Porque la quiere y porque ve en esa situación un designio de Dios y, al igual que María, es obediente a la voluntad divina. El sí de José revela la amorosa paternidad de su corazón.

Proteger y cuidar las cosas de Dios

José recibió y cuidó al hijo de María, Jesús, protegiéndolo y velando por su crecimiento. Su ejemplo, hoy, nos enseña a cuidar y proteger aquello que nos viene de Dios: ya sean personas, proyectos, iniciativas… Nos enseña a los cristianos a saber meditar y ahondar en los aspectos trascendentes de la vida, que no son meramente cuestiones humanas. Los cristianos contamos con un buen patrón a quien encomendar las empresas de Dios que tenemos entre manos.

Rasgos de la espiritualidad de San José

El primer aspecto, que destaca el evangelio, es la justicia. José era un varón justo, un hombre de Dios. Nos llama a introducir en nuestra vida esa justicia de Dios, que no es otra cosa que ser justo con los demás.

Por otro lado, encontramos en José la actitud meditativa frente al misterio. Es un modelo que nos impulsa a interiorizar ante la trascendencia y a saber escuchar, en el silencio, qué quiere Dios de nosotros.

Otra cualidad josefina es la humildad. Es una actitud básica cristiana. Se trata de saber asumir, desde la sencillez, las responsabilidades de cada cual. Como María, José es una figura que aparece muy poco en los evangelios, siempre queda en un discreto segundo plano. Son personajes humildes, pero claves para entender el Cristianismo.

Finalmente, en José destaca su docilidad a la voluntad de Dios. Los dos sí, generosos y abiertos, de José y María, hacen posible el misterio de la Navidad.

2007-12-16

Tercer domingo de Adviento –ciclo A-

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!” … Mt 11, 2-11

La esperanza que cambia el mundo

La secuencia del Antiguo Testamento del profeta Isaías (Is 35, 1-10) es un canto a la belleza de la esperanza. El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría… Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará… Son notas poéticas que anuncian la llegada al mundo del Mesías. Su irrupción, como agua en el desierto, cambia todas las cosas, dando nueva vida y sentido a la Creación.

El evangelio nos muestra cómo los discípulos de Juan acuden a Jesús y le preguntan si él es el que ha de venir. La expectación llega a su momento culminante: el Mesías está cerca. Por eso, en la liturgia de este tercer domingo de Adviento, hay un componente de alegría y de fiesta ante la venida del Señor. Los cristianos estamos llamados a vivir gozosos porque esta esperanza pronto se tornará en gozo.

La respuesta de Jesús a los discípulos de Juan recoge las palabras del profeta Isaías: los ciegos ven, los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Reino de Dios. La venida del Señor revoluciona nuestra vida y transforma nuestro corazón. Dios puede cambiar, si queremos, nuestra existencia, y convertirla en un canto de esperanza.

Los ciegos ven

Cuántas personas no son ciegas y, sin embargo, no ven porque no saben mirar y contemplar el mundo desde los ojos de Dios. Cuántas cosas dejamos pasar de largo porque no sabemos atisbar esas manifestaciones de Dios en la vida. Nos falta una visión espiritual, captar la presencia de Dios a nuestro alrededor. Qué susto más grande cuando perdemos un poco de visión. Pero, ¿no es un espanto mucho mayor que el mundo deje de ver a Dios? ¿No es más terrible que las gentes aparten la vista de su creador? Pero Dios puede abrirnos los ojos del alma.

Los sordos oyen

Igual sucede con los oídos. No sabemos oír la delicada música de Dios en nuestra vida. Inmersos en tanto ruido, somos incapaces de reconocer la melodía divina que impregna nuestra existencia. La venida del Mesías puede lograrlo, desde el espíritu, aguzando nuestro oído interior.

Los cojos andan

Cuánta cojera vemos en el mundo. Estamos sanos y parecemos inválidos. Podemos correr y nos quedamos quietos, paralizados. Tenemos miedo de ir hacia los demás. Nos sentimos inseguros y nos cuesta hacer el esfuerzo para desplazarnos hacia quien nos necesita. Cuánta gente vive parapléjica, teniendo los dos pies sanos. Dios puede despertar el entusiasmo del corazón dormido y empujarnos a ir corriendo hacia él, que está presente en los demás. Sólo si corremos hacia Dios nuestra vida tiene sentido.

Los leprosos quedan limpios

Estamos manchados por el pecado, por la enfermedad del egoísmo. Nuestra dermis espiritual está sucia por no dejar que el oxígeno de Dios llegue a todos los rincones de nuestra vida. La misericordia de Dios y su capacidad de perdón nos harán recuperar la transparencia y la nitidez. Lavados por el Bautismo, quedamos limpios por la inmensa gracia de Dios.

A los pobres se les anuncia el evangelio

Qué alegría tan grande, sentirnos receptores de este mensaje. Somos privilegiados por recibir tan buena nueva. Nos convertimos en testigos de una gran experiencia. Con esta noticia, nuestras vidas cambian; la tristeza se convierte en alegría, el desespero en esperanza, el odio en amor, la desconfianza en fe.

Como cristianos, hemos de saber hacer pedagogía de la esperanza. Jesús alaba a Juan como el mayor de los profetas, pues anuncia la llegada del mismo Dios, hecho hombre. En cambio, sigue diciendo Jesús, en el Reino de los Cielos, hasta el más pequeño es mayor que Juan el Bautista. ¿Por qué? ¿Qué significan estas palabras?

Jesús está hablando de una vida nueva, donde los hombres y mujeres llamados ya no son profetas, sino hijos de Dios. En el Reino, ya no son mensajeros, sino testigos. No hablan de aquel que esperan y ha de venir, sino del que ya habita entre ellos, de la presencia viva y palpitante que alienta en todo su ser. Juan Bautista cierra una época: la del hombre esperanzado que aguarda. Jesús inaugura una etapa nueva: la del hombre que ya vive en brazos de Dios. Por eso dice: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los muertos resucitan. Porque Dios transforma y renueva la vida de aquel que se deja penetrar por su amor.

2007-12-09

Segundo domingo de Adviento – ciclo A

En aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: “Convertíos, porque está cerca el reino del os cielos”. Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: “Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.” Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él gente de toda Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. ...
Mt 3, 1-12

Una voz que grita en el desierto

La liturgia de este segundo domingo de Adviento nos propone reflexionar sobre la figura de Juan Bautista. Su misión será importante: preparar al pueblo judío para la venida del Mesías. Juan se hace eco de la profecía de Isaías: Allanad el camino al Señor, enderezad sus senderos. El Bautista pertenece a ese resto fiel del pueblo de Israel que cree en la venida del Mesías y prepara a su pueblo para el momento crucial de su irrupción en la historia. Y lo hará llamando a las gentes a la conversión: Convertíos, que el Reino de los Cielos está cerca.

¿Qué significa la conversión?

La conversión tiene que ver con un cambio de actitud que nos urge a aumentar nuestra esperanza en el Salvador que viene. Conversión significa cambio, giro. La liturgia de hoy nos propone cambiar muchas cosas, en nuestro corazón y en nuestra vida, y prepararnos para la Navidad. Nos invita a revisar todo aquello que nos impide tener esperanza en aquel que ha de llegar. Pero, ¡cuánto nos cuesta cambiar! Nuestras maneras de hacer, sentimientos, actitudes, criterios… La auténtica conversión pasa por repensar profundamente nuestra propia cosmovisión. Por tanto, es una llamada que afecta toda nuestra estructura intelectual, ideológica, emocional e incluso religiosa. Afecta al modo en que creemos.

Juan denuncia la hipocresía

Muchos iban al Jordán y se hacían bautizar por Juan, con el deseo y firme propósito de cambiar sus vidas. Pero otros también se ponían a la cola para aparentar que deseaban la conversión y así salvarse, cuando, en su corazón, quizás no era así. Con palabras contundentes, Juan los desenmascara y los desafía, llamándolos raza de víboras, y señalando que lo importante no es tanto el ritual, como el fruto de sus obras.

A veces, los cristianos de hoy creemos que, por practicar con asiduidad los sacramentos nuestro corazón ya está convertido y estamos salvados. La Iglesia nos alerta, recogiendo las palabras de San Pablo en su carta a los romanos: Sobrellevaos mutuamente; vivid acordes de corazón y de labios. La práctica religiosa es importante, pero más aún lo es la caridad. Una práctica litúrgica sin caridad es asistir a un rito vacío de su sentido último, que es la donación de Jesús en la eucaristía, por amor, y esa invitación a imitarlo en su capacidad de entrega a los demás. Juan Bautista alude a esta actitud a veces arrogante de los cristianos, que creemos que cumplir los preceptos nos salvará. No viváis confiando que sois hijos de Abraham, porque Dios puede sacar hijos de Abraham de estas mismas piedras.

El anhelo de paz

El discurso de Juan sobre la conversión también se refiere a la falta de confianza del hombre de hoy. El hombre postmoderno necesita convertirse para creer. Convertíos y creed en el evangelio. El Mesías colma todas las expectativas y esperanzas del ser humano. Como bien relata el profeta Isaías, el reino que instaurará el Mesías será un lugar donde el lobo vive junto al cordero, juntos apacentarán el ternero y el león, y un niño los guiará. La esperanza que se nos promete sacia ese clamor del mundo, ese anhelo profundo de paz.

Bautismo de fuego

Yo os bautizo con agua, pero el que viene tras de mí os bautizará con Espíritu Santo y fuego, continúa Juan. Ese fuego quema y purifica la paja inservible, separándola del grano. Es fuego que destruirá todo el mal que se cobija en nuestro interior, haciendo aflorar lo bueno que tenemos. Conversión también significa purificación. Por las aguas bautismales nos lavamos, pero el fuego de Cristo nos limpia y nos transforma, generando una nueva creación. De las cenizas del hombre viejo renace el hombre nuevo. Bautizar con Espíritu Santo significa ser traspasados por el mismo amor de Dios.

En este tiempo de Adviento, tan sólo hemos de disponer nuestro corazón, nuestra vida, nuestro espíritu, para entrar en esa dinámica de espera, intrínseca del cristiano. Nuestra esperanza tiene rostro y un nombre: es Cristo.

2007-12-08

La Inmaculada Concepción

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David. La virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. ...
Lc 1, 26-38

Vivir con el corazón abierto

Celebramos hoy una gran fiesta arraigada en la comunidad cristiana: la Inmaculada Concepción de María. ¿Cómo podía ser de otra manera? María fue elegida por Dios como madre de su Hijo, por ello fue concebida sin mancha de pecado alguno.

El evangelio de hoy sienta las bases de la espiritualidad mariana. María es la mujer que supo disponer un hogar para Dios, un corazón cálido y abierto a su voluntad.

El ángel la saluda con estas palabras: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María ya está llena de la presencia de Dios. Es algo cotidiano vivir atenta a su Espíritu. Porque conecta con él, recibe gracia sobre gracia. Su receptividad es tan grande que el Señor la inunda.

No temáis

No temas, María, continúa el ángel. María es llamada a una vocación muy alta: ser la madre del mismo Dios. Nosotros, los cristianos, también somos llamados. Dios entra a nuestra presencia si tenemos espacios diarios de silencio para él. La madurez espiritual permitirá que Dios cale en nuestra existencia diaria y podremos escuchar su llamada. Dios también piensa en nosotros y confía en nuestra capacidad de respuesta. A María le anuncia que concebirá y dará a luz a un hijo que será la salvación del mundo. Cada cristiano abierto concebirá en su corazón un proyecto de Dios para colaborar en la redención que Jesús inició.

No temáis, hombres y mujeres del siglo XXI. Aunque el mundo parece girar al revés, sabiendo que Dios está con nosotros nunca hemos de temer a nada ni a nadie. María no teme. Está preparada para su misión: ser receptora del mismo Dios. Jesús, su hijo, será el redentor del mundo y dará su vida para salvar a toda la humanidad. La Iglesia, hoy, sigue siendo receptora de ese mensaje y continúa esta misión.

Para Dios nada es imposible

María se aturde, al principio, cuando oye al ángel. Nosotros también podemos turbarnos. ¡Dios mío! Es tan grande tu amor… ¡y yo soy tan pequeño! No soy nada, ¡y tú me das tanto! Pero el Espíritu Santo que aletea en el universo transforma esta nada convirtiendo nuestro corazón y nuestra vida en una realidad hermosa capaz de emprender obras extraordinarias.

¿Cómo será eso, pues no conozco varón?, se pregunta María. También nosotros podemos preguntarnos: ¿Cómo podremos hacer lo que Dios nos pide, si somos tan limitados?

Dios puede. El Espíritu Santo vendrá sobre nosotros y la fuerza del Altísimo nos cubrirá con su sombra. Recibiremos su aliento y nuestra vida será renovada. Es el mismo Espíritu Santo que se alberga en el corazón de María. Para Dios nada es imposible.

María estaba dispuesta y era inmaculada en su interior. Nosotros también estamos limpios por la misericordia del Padre y por el sacramento de la penitencia. Para él no es imposible lavar nuestras culpas, pese a nuestras dificultades, nuestros pecados, egoísmos e historias pasadas. Dios puede convertir un corazón de piedra en otro de sangre, que palpite de vida, derramando amor.

Somos hijos de Dios. Como los hijos se parecen a los padres, ¿en qué nos parecemos a Dios? Justamente en esa inmensa capacidad de amor. Aunque nuestra cultura hace hincapié en los aspectos más negativos de la naturaleza humana, no dudemos que el hombre guarda tesoros hermosos en su corazón y es capaz de entregarse hasta el límite. Dios puede penetrar en nuestros vericuetos emocionales, iluminar nuestras sombras, llenar nuestras lagunas, nuestros vacíos… Los condicionantes biológicos y psicológicos quedan superados por lo espiritual.

Hágase en mí según tu palabra

María dice sí a Dios, sí a su plan, a su designio. Sin ese sí valiente, generoso, libre, el misterio de la encarnación no habría sido posible. El sí de María hace posible la revolución del Cristianismo.

Dice María: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Hay que leer la palabra esclava en su contexto. No se puede obrar el bien sin libertad. El concepto de esclavitud aquí significa disposición, entrega, un decir: mi vida es para ti, soy tuya; me entrego libremente, porque quiero. No se trata de someterse a Dios, él jamás quiere siervos, y aún menos quiere que María sea una esclava sojuzgada. Dios ama al hombre libre y pide una respuesta desde la libertad. En lenguaje de hoy, podríamos traducir esta frase como: Aquí está la amiga del Señor. O también: He aquí la hija del Señor.

Decir sí a Dios comporta un compromiso que se fortalece cada día, como el de los esposos. Ese sí debe fortalecerse, perfumarse y alimentarse con la oración diaria. Decir sí a Dios es aceptar que su palabra sea nuestra vida, que penetre en lo más hondo de nuestro ser, que se haga en nosotros todo cuanto él sueña. Y ese sí debe darse libremente, porque sólo libremente podemos ser invadidos por el amor de Dios.

Del paraíso al reino de Dios

El evangelio de la anunciación del ángel a María contrasta con la primera lectura de hoy, del Génesis, que nos relata cómo el hombre cae tentado por el demonio y es expulsado del Edén. En este pasaje, vemos cómo Adán y Eva no se fían de Dios y se sienten desnudos ante él. La desconfianza trae consigo la ruptura entre el hombre y Dios.

María, en cambio, se convierte en el paraíso de Dios. Sus entrañas serán el lugar donde se lleve a cabo la redención. Adán huye corriendo del paraíso. María, que se fía, no escapa. Espera. Dios se alberga en su corazón, y ella se convierte en casa de Dios.

2007-12-02

La esperanza cristiana

I domingo de Adviento – ciclo A

... estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
Mt 24, 37-44

El sentido de la esperanza cristiana

Iniciamos un tiempo fuerte litúrgico: el Adviento, y nos preparamos para la venida del Mesías. Este es un tiempo en que los cristianos estamos invitados a reflexionar sobre el sentido de la esperanza cristiana. ¿Qué significa? ¿A quién esperamos? ¿Cómo esperamos? ¿Por qué?

La esperanza cristiana es aquella actitud vital que nos hace trascender de nosotros mismos para mejorar todo cuanto existe a nuestro alrededor. El cristiano tiene la esperanza de que el mundo puede cambiar, y también el corazón humano, sus ideas y sus sentimientos, su libertad.

¿En quién esperamos? En Jesús. Él es nuestra única esperanza, que siempre nos ayudará a vivir atentos a nuestro devenir histórico y personal. Sin esperanza y sin confianza estamos desnortados y vamos a la deriva. La esperanza cristiana da un sentido último a nuestra vida.

¿Cómo esperamos?

San Pablo nos lo explica muy bien en la lectura de su carta a los romanos: vivamos como en plena luz del día, sin excesos, sin desenfreno, sin riñas y rencores (Rm 13, 11-14). Es decir, conscientes y despiertos, con amor de caridad. “Vestíos del Señor Jesucristo”, o, en otras palabras, que nuestra vida sea fiel imagen de la de Cristo.

La mejor manera de esperar es ésta: no como aquel que espera sentado a que pase el tren, sino con la actitud vital del que hace que las cosas pasen a su alrededor.

¿Por qué esperamos?

Sin esperanza la vida carece de sentido. Todo se construye sobre la certeza de que, realmente, hay una respuesta. Hemos de saber que el mundo, la sociedad, la economía, el ser humano, todo esto puede llegar a cambiar y mejorar para alcanzar su plenitud. Jesús nos alerta en el evangelio: estemos en vela, atentos, vigilantes. La vida del cristiano es como la de un centinela. Estar alerta significa vibrar, atender, estar al tanto del acontecer cotidiano. También implica renunciar a la frivolidad y a la indiferencia hacia los demás. Ante un mundo complejo y cambiante, a veces se percibe entre los cristianos cierta apatía y desazón. La tentación de rendirse ante las adversidades y las tendencias contrarias de nuestra sociedad es muy grande. Estar atentos significa no dejarse arrastrar, sino conducir nuestra existencia, prestando atención a todo cuanto sucede. De la misma manera que cuando conducimos un vehículo hemos de estar atentos para evitar colisionar y causar daño, la vida espiritual también debe ser conducida para llegar a su destino: Dios.

Ver a Dios en nuestra vida cotidiana

Estar atento significa saber ver a Dios en los demás, tener esta inteligencia espiritual para dilucidar cómo Dios se manifiesta en cada momento. El texto evangélico alude a un tiempo apocalíptico: la venida del hijo del hombre. La mejor manera de prepararnos para ese momento crucial es ser capaces de vivir nuestra vida de cada día con un profundo sentido cristiano. Dios se manifiesta a cada instante. Nuestro problema es que estamos aquejados de miopía espiritual y no sabemos ver.

Estamos inmersos en una cultura de la alta velocidad, y no es lo mismo contemplar el paisaje a trescientos kilómetros por hora que a cincuenta, que te permite admirar los montes, los árboles, la belleza de la tierra. Para ver a Dios y notar su presencia hay que ir despacio. La alta velocidad tecnológica nos hace correr más de lo necesario y muchas cosas se nos escapan; es imposible que nos percatemos de ellas yendo tan veloces. El hombre postmoderno va deprisa, estresado, cansado; corre sin saber muy bien a dónde y no sabe detenerse.

El tiempo de Adviento nos propone parar, interiorizar, mirar dentro de nosotros mismos y descubrir quién somos, dónde estamos, qué hacemos y por qué, qué sentido tiene nuestra vida. Adviento es una llamada a viajar hacia adentro y a sacar la oscuridad de nuestro corazón, para que los destellos del Mesías que viene iluminen toda nuestra existencia.

2007-11-25

Cristo Rey del universo

Semana XXXIV del tiempo ordinario. Ciclo C.

En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificado lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo increpaba diciendo: “¿Ni siquiera temes a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque percibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Lc 23, 35-43


Un rey clavado en la cruz

En la escena de la cruz es donde se manifiesta con la máxima intensidad el amor de Jesús a Dios, su Padre. El reinado de Cristo tiene su momento culminante en el Gólgota. ¿Qué significa reinado de Dios?

No nos referimos a un espacio físico ni geográfico, sino al corazón de uno mismo: Dios quiere reinar en nuestro corazón, en nuestra vida entera. Fijémonos en la figura del rey: un hombre clavado en la cruz, un hombre que, en la meta de su misión, ha puesto el servicio y la entrega a los demás, pasando por el sacrificio, el holocausto y la muerte. Hablamos de una realeza que nada tiene que ver con la realeza de las monarquías europeas o de Oriente. ¿Qué rey acaba en la cruz, condenado por su infinito amor a los demás hombres?

Palpar la crueldad inicua

El texto que nos ofrece el evangelio narra la burla de las autoridades judías hacia un crucificado. Además de la condena injusta, añaden la crueldad de la ironía y la burla, en el colmo de la iniquidad. No sólo condenan, sino que se ríen del condenado. Jesús tiene que sufrir, además del dolor físico, que es enorme, el dolor moral ante la bajeza y los insultos a los que se ve sometido. Ha de soportar la burla por tres lados: por parte de las autoridades que lo han condenado; por parte de los soldados, que se convierten en sus verdugos y, finalmente, por parte del bandido que tiene a su lado. Es el escarnio llevado al extremo. ¿Era necesario que Jesús pasara por todo esto?

La misión de Jesús: salvar a todos

Cuando se mofan de él, diciéndole que se salve a sí mismo, Jesús tiene muy claro que confía totalmente en Dios. Está abandonado en sus manos. No ha venido a salvarse a sí mismo, sino a todos, pagando el precio de su vida en rescate por la humanidad. Esta es su misión: entregar su vida para salvarnos a todos.

Los dos ladrones reflejan muy bien dos posturas humanas ante Dios: la postura humilde que acepta a Dios, incluso en medio de las mayores dificultades, y la otra postura, iracunda, que lo rechaza.

Mirando a Cristo, contemplando su rostro sufriente, el bandido reconoce la inocencia de aquel hombre, al tiempo que admite que ellos, los malhechores, están pagando por los crímenes que han cometido. Ve en Jesús un hombre bueno, no violento. Con humildad, le suplica que se acuerde de él cuando llegue a su Reino. Es el único, entre todos los presentes en el Gólgota, que sabe ver la realeza de Jesús, una realeza que no es de este mundo. Y, cómo no, Jesús le abre las puertas de par en par porque ve en él un deseo sincero, un corazón arrepentido. Dios nunca cierra las puertas de su Reino, no condena a nadie, perdona hasta el último momento, aguarda hasta el último suspiro de la persona, para abrirle el paraíso.

El mayor amor: dar la vida

El rey que hoy celebramos tiene como trono el patíbulo; como corona un ramo de espinas entrelazadas; no recibe aclamaciones ni vítores, sino el rechazo y el desprecio de las gentes. En la cruz, Jesús define el prototipo cristiano, que muchas veces pasa por el martirio. Su entrega hasta la muerte es una llamada a ser valientes. Cristo se hace pobre, se apea del poder, del reconocimiento, para vivir en su propia carne la limitación de la condición humana y la mordedura del mal a los inocentes. ¿Qué rey estaría dispuesto a pasar por todo esto por su pueblo?

En la cruz, no tiene nada. Despojado de todo, sólo le queda una certeza última en su corazón: Dios le ama. Esta certeza le llevará a vivir cumpliendo su voluntad hasta el fin, hasta dar su vida por amor.

El reinado humano acaba aquí. Pero el reinado de Cristo se culmina con la resurrección, el triunfo del Amor sobre el mal. Todos los cristianos estamos llamados a vivir la realeza de Cristo, encarnándola en nuestras vidas.

2007-11-18

Ante un mundo convulso, perseverancia en la fe

Semana XXXIII del tiempo ordinario. Ciclo C.
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: “Esto que contempláis, llegará undía en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. ... “Cuidad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien: “El momento está cerca”; no vayáis tras ellos.
... Luego les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos y en diversos países epidemias y hambre. ... os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres y parientes, y hermanos y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Lc 21, 5-19


Las obras humanas son efímeras

En Jerusalén, son muchos los que admiran la belleza del templo, ponderando la calidad de su piedra y sus exvotos. Jesús manifiesta entonces la caducidad de las proyecciones humanas. Todo empieza y todo tiene su final. Estas palabras nos hacen pensar en tantas construcciones que se levantan hoy día, respondiendo a la vanagloria y a la autoafirmación del intelecto y las capacidades humanas. Muy pocas obras resisten el paso del tiempo o la destrucción, todas ellas son caducas y perecederas.

El poder del mal sobre el mundo

Habrá guerra, hambre y epidemias, sigue Jesús. Son palabras crudas, de una enorme vigencia. Hoy vemos que los estados se levantan unos contra otros, enfrentándose por el poder, el control de los recursos y la hegemonía. Las secuelas de estas guerras son enormes: destrucción, hambre, epidemias… Son los frutos del orgullo y la vanidad del hombre que quiere igualarse a Dios. La persona que desplaza a Dios y se erige en absoluto, sin otros valores de referencia que ella misma, acaba aniquilando la vida a su alrededor.

Las predicciones de Jesús responden a un género literario apocalíptico, pero reflejan la realidad en muchos lugares de nuestro planeta. Jesús describe la fuerza del mal que se desata sobre el mundo, nutriéndose de la prepotencia y el afán de poder del hombre, capaz de generar devastación por no abrir su corazón a la novedad del mensaje de Dios.

Y Jesús nos alerta. En un mundo sacudido por las catástrofes y las convulsiones sociales, siempre surgen falsos líderes que aprovechan la angustia y la falta de esperanza para liderar el mundo y ocupar el poder. Lo vemos en la actualidad. Jesús nos dice abiertamente: “no los sigáis”. Multitud de seudo-religiones, ideologías y corrientes de pensamiento crecen a costa de la fragilidad y el miedo de la gente, amenazando con el fin del mundo y otros males inminentes. Es necesario adquirir formación humana, científica, filosófica y también cristiana para poder hacer lecturas realistas y serenas de cuanto sucede a nuestro alrededor.

La persecución de los cristianos

Por mi causa os perseguirán, e incluso matarán a algunos, dice Jesús. Es un anuncio del martirio y de la persecución de los cristianos. Llegará el momento en que tendremos que dar testimonio. Hoy, las persecuciones quizás no son tan cruentas como en otras épocas, al menos en los países occidentales. Pero se dan otras formas de persecución más sutiles: la mediática y la ideológica. Se habla de democracia y libertad, pero a veces parece que los cristianos somos molestos a la hora de expresar públicamente nuestra fe. Se desatan verdaderas campañas para barrer el cristianismo de la sociedad y relegar la fe, atacando las convicciones cristianas. Vivir en medio de una realidad contraria a Dios nos da la oportunidad de proclamar lo que somos y vivimos, sin escondernos.

Perseverancia en la adversidad

Después de estas advertencias, Jesús nos alienta con otra afirmación rotunda: “Ni un solo cabello de vuestra cabeza perecerá”. Ante Dios, uno solo de nuestros cabellos vale más que un monumento extraordinario. Jesús nos habla de confianza en él; nada nos sucederá si permanecemos a su lado. Dios cuidará de nosotros.

Y nos llama a perseverar. Perseverancia significa mantenerse fiel, hacer crecer nuestras convicciones pese a las adversidades, reafirmarnos en nuestra fe y seguir confiando en Dios.

Finalmente, esa perseverancia llevará al nacimiento de una humanidad nueva, una recreación del hombre que comienza con Cristo y su mensaje. Como hombre nuevo, Jesús inicia su camino con el bautismo, pasa por la cruz y acaba en la resurrección. Este es, también, el itinerario que recorre todo cristiano en su vida. Porque cada uno está llamado a vivir en la plenitud del amor de Dios.

2007-11-11

El Dios de Jesús, un Dios de vivos

Semana XXXII del tiempo ordinario. Ciclo C.
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:
“Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete hermanos, y todos murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.
Jesús les contestó: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.
Lc 20, 27-38


La incredulidad que busca justificarse

La secuencia del evangelio de hoy recoge el sarcasmo y la incredulidad de un grupo de saduceos, que representan la élite intelectual y económica de la cultura judía. Con la insidiosa pregunta que hacen a Jesús sobre el caso de los siete hermanos fallecidos y su viuda, cuestionan la resurrección haciendo alusión a la ley de Moisés. Pero Jesús responde apelando a las mismas escrituras, recogiendo el episodio de la zarza ardiente y manifestando que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es un Dios de vivos. Con esta afirmación, Jesús asienta doctrina sobre la resurrección.

El valor del matrimonio

Los saduceos no sólo cuestionan la resurrección, sino el sentido profundo del matrimonio. En su pregunta se plantea, en realidad, de quién será la posesión de la mujer. Anteponen el poseer al amor del matrimonio. Para Jesús, el matrimonio es una realidad sagrada, una unión que trasciende los aspectos materiales y posesivos. Su respuesta es clave para entender el misterio de la resurrección. En el cielo las personas no se casan ni procrean, pues nunca mueren, viven para siempre. El cielo no es una continuidad de este mundo terreno. En él se da un salto cualitativo. “Seremos como ángeles”. ¿Qué significa esto?

Esta frase de Jesús indica que, en el cielo, estaremos en profunda comunión con Dios. El amor allí es trascendido, va más allá de la corporeidad y la sexualidad. Ser como ángeles expresa la pureza del amor.

Una cultura de la vida

El Dios cristiano es un Dios de vivos, opuesto a la cultura de la muerte y a la fragmentación del ser humano. Los cristianos de hoy hemos de generar cultura de la vida allá donde estemos. Las manifestaciones de la cultura de la muerte son muchas y diversas: el terrorismo, las guerras, la lucha por el poder, el desprecio ante la vida que se da en la tolerancia ante la pobreza, la eutanasia, la manipulación genética o el aborto. Los cristianos hemos de alejarnos de esa cultura de la muerte, hemos de pasar del nihilismo existencial al cristianismo gozoso del amor y de la vida.

Cuando somos capaces de abrirnos al otro, de acoger, de dialogar, de trabar amistad; cuando construimos algo positivo, entonces nos convertimos en apóstoles de la vida, dando vida a aquellos que no tienen o la tienen agonizante: los pobres, los enfermos, las personas solas y angustiadas… Cuando creamos organizaciones de caridad a favor de los demás, estamos contribuyendo a expandir la cultura de la vida.

El Dios de nuestros padres

Al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob también podríamos llamarlo el Dios de nuestros padres, o el Dios de nuestros abuelos. Es el Dios de ese ejército inmenso de gente buena que ha vivido a lo largo de los siglos con una firme convicción: Dios está vivo en ellos. De esta manera, no sólo creeremos las palabras del Credo: “creo en la resurrección de la carne”, sino que viviremos el Credo. Como dice San Pablo, expiramos con Cristo y resucitamos con Cristo. En la medida que amamos y abrimos nuestro corazón a Dios empezamos a saborear la eternidad, aquí y ahora, y nos preparamos para vivir la plenitud del amor con Dios, cuando resucitemos para siempre.

2007-11-04

El encuentro de Jesús con Zaqueo

Semana XXXI del tiempo ordinario. Ciclo C.

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Él bajó en seguida y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”.
Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: “Mira, Señor, la mitad de mis bienes la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, restituiré cuatro veces más”.
Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abraham. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Lc 19, 1-10


El hombre que busca

Zaqueo era jefe de los publicanos en Jericó. Amasaba riqueza sin escrúpulos a costa de extorsionar a sus ciudadanos, por eso era poco apreciado y considerado un pecador. Y, sin embargo, Zaqueo padecía una gran pobreza interior que su dinero no podía paliar.

Había oído hablar de Jesús y quería conocerlo. Jesús era un hombre carismático. Su predicación y sus milagros habían acrecentado su fama y las gentes contaban maravillas de él, no sólo a causa de sus prodigios, sino por su bondad y su capacidad de tocar los corazones. Por todo esto, Zaqueo ansiaba verlo.

Cuando Jesús llegó a Jericó, una multitud lo rodeaba. Zaqueo era bajito de estatura y esto le impedía ver a Jesús. Para poder llegar a verlo, se sube a una higuera. Vemos su actitud: se apresura, va corriendo, sube al árbol, porque desea ver. Es la dinámica ascendente del hombre que busca a Dios. Para ello, no le importa hacer un esfuerzo e incluso quedar en ridículo.

Las miradas se encuentran

Jesús pasa por debajo de la higuera, levanta los ojos y lo ve. Si Zaqueo no se hubiera encaramado al árbol, posiblemente Jesús no lo hubiera visto, pues la masa le impedía verlo. Es entonces cuando se produce el encuentro: la mirada de Zaqueo el pecador se cruza con la mirada pura, llena de amor, de Jesús.
Zaqueo queda profundamente conmovido, y aún más cuando Jesús le invita a descender porque quiere hospedarse en su casa. La mirada de Jesús a Zaqueo lo dignifica como persona. Es un pecador, pero lo mira con amor y compasión, y esto provoca un cambio de actitud en él. Zaqueo baja aprisa; aquello que tanto deseaba, encontrarse con Jesús, está sucediendo.

Por su parte, Jesús actúa con total libertad, ignorando las críticas de la gente. Los fariseos murmuran porque Jesús se deja acoger por un pecador. Pero él actúa llevado por el amor de Dios y se aloja en casa de Zaqueo. Sabe que el publicano, aún siendo rico, tiene hambre de él y lo ha buscado con afán.

Jesús desea alojarse en nuestra casa

La imagen de Zaqueo subido al árbol nos recuerda que para encontrar a Dios hemos de saber mirar las cosas desde arriba, ampliando nuestros horizontes. Cuando nos cerramos, nuestras miras son estrechas y egoístas y somos incapaces de ver más allá de nosotros mismos. Pero cuando miramos de manera trascendida, nuestra perspectiva se amplía y descubrimos el hermoso horizonte de Dios, que transforma nuestra existencia.

Hoy, Jesús también desea alojarse con nosotros. Su deseo es ser nuestro huésped y que le abramos nuestro hogar, nuestro corazón, nuestra vida.

La reparación

Una vez se convierte, Zaqueo siente la necesidad de devolver lo injustamente apropiado. Da la mitad de lo que tiene, con lo cual su avaricia queda curada por la generosidad, y además decide restituir con creces lo que ha arrebatado a las gentes.

Este es el efecto de la conversión: nos hace pensar en lo que somos y tenemos y nos empuja a replantearnos lo que realmente vale la pena tener. Zaqueo se desprende de lo que tiene porque ha encontrado la gran perla preciosa: Jesús. Con la restitución, comienza una nueva vida llena de Dios y experimenta, muy cercana, la resurrección. Atrás queda su pasado. Por eso dice Jesús: “Hoy el Reino del Cielo ha entrado en esta casa”.

Podemos resumir este evangelio en seis pasos, que constituyen el itinerario de una auténtica transformación interior y sus consecuencias: búsqueda, conversión, perdón, alegría, generosidad y salvación.

2007-11-01

Todos los Santos

Semana XXX del tiempo ordinario. Ciclo C.
En aquel tiempo, viendo Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Mt 5, 1-12

El retrato de los santos

La Iglesia celebra hoy la fiesta de Todos los Santos: tanto los anónimos, las miles de personas que han muerto y reposan en la gloria de Dios, como los canonizados, cuya vida nos es un ejemplo y que veneramos en los altares.

Todos ellos son santos. Pero, ¿en qué consiste la santidad? ¿Qué es un santo?

La santidad es un concepto cristológico. Jesucristo es el Santo de todos los santos. Y lo es porque abrió su corazón a Dios, viviendo una íntima relación con él, en toda su plenitud. La vivencia plena del amor de Dios: esto es la santidad. Y esta experiencia ha sido el tesoro de innumerables personas, de épocas, orígenes y carácter muy diversos. En nuestro santoral encontramos gigantes, como san Pedro y san Pablo, santa Teresa, san Ignacio, la madre Teresa de Calcuta… hasta los últimos casi quinientos mártires beatificados. La cercanía a Dios a lo largo de sus vidas, el sentimiento profundo de su amor, es la característica propia y común de todos los santos.

El autor sagrado define el retrato robot del santo en las bienaventuranzas. Es un texto que aparentemente suena como una contradicción. ¿Cómo se puede ser feliz en la tribulación? ¿Cómo vivir con alegría en medio del sufrimiento? Todas las bienaventuranzas van seguidas de una promesa de vida eterna: ganar el Reino de los Cielos.

El primer bienaventurado es Cristo, el que hace la voluntad del Padre, aunque sabe que esto le acarreará consecuencias: dolor, persecución y muerte. Por tanto, las bienaventuranzas son, en realidad, un retrato del mismo Cristo y un mensaje de aliento a sus seguidores, que un día imitarán sus pasos por fidelidad y amor a Dios.

Los pobres de espíritu

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. La pobreza de espíritu no se refiere a la pobreza sociológica o económica, sino a la actitud ante Dios. Cristo se despoja de todo su rango para abrazar la humanidad. Abraza la cruz, se hunde en la muerte, y luego resucita.

El pobre de espíritu tiene una actitud de apertura, de generosidad; da lo que tiene, todo lo comparte. Este es el pobre teológico y franciscano. Cuando Cristo se encarna, se abandona, confía, abre las puertas de su corazón a Dios. Este es el sentido de la palabra pobre en este contexto. No tiene nada que ver con lecturas sociológicas o marxistas que han querido ver un contenido político en este evangelio. Es el “pobre de Yahveh”, expresión bíblica que designa al hombre que se abandona y confía totalmente en Dios. Este pobre de espíritu vivirá la bella experiencia de la proximidad de Dios ya en su vida terrena. Dios reinará en su existencia, ahí comienza el Reino para él.

Consuelo para los que lloran

Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Cristo llora. Ante la tumba de su amigo Lázaro, a quien amaba, solloza. Dichosos los que lloran con motivos bien fundados. No los que derraman lágrimas de rabia porque no pueden obtener sus deseos, o porque no alcanzan las cosas que quieren. El evangelio nos habla de las lágrimas derramadas por amor, las lágrimas del que llora porque ama. Muchas personas lloran a causa del sufrimiento, el dolor o la injusticia, moral o social. Pero, cuántas lloran porque son fieles a sus convicciones y son, por ello, rechazadas. Cuántas lloran porque no hallan respuesta a su amor. Dios está cerca de esas personas heridas, que lloran a causa de la amistad, la paciencia y la ternura.

Los sufridos heredarán la tierra

Dichosos los que sufren, porque ellos heredarán la tierra. Seguir a Jesús a veces nos comportará sufrimiento e incomprensión. La Iglesia, por amor a Dios, sufre golpes y ataques. Pero quien sigue fiel encontrará un mundo nuevo. Esa tierra nueva, de la que también habla el Apocalipsis, es en realidad el encuentro pleno con Dios, el paraíso.

Hambre de Dios

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados. Esa hambre, esa sed, son el anhelo de Dios, el deseo de su amor. Cuando uno padece hambre y no puede alimentarse, se debilita. Así también la persona hambrienta de amor desfallece. Mucha gente sufre hambre de Dios, busca y no lo encuentra. La justicia evangélica no es la justicia de las leyes —¡a veces la justicia humana es tan injusta!— sino la justicia de Dios.

La justicia divina es el amor de Dios, que no consiste en juzgar, sino en generosidad absoluta, que va mucho más allá de dar a cada cual lo que le toca. La justicia de Dios es derroche de bondad. Los que persiguen esta justicia son los que tienen hambre de ser mejores, de amar más, de crecer, de compartir su sabiduría, su experiencia. No estamos hablando de derecho sino de la justicia que sale de Dios.

La Iglesia nos ofrece la mejor comida para esta hambre: la eucaristía. El mismo Cristo se nos da como alimento y bebida que nos sana y repara nuestras fuerzas.

Misericordia infinita

Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. La misericordia es otra característica de Jesús, siempre paciente, rebosante de compasión y de comprensión. A nuestro alrededor solemos encontrar justamente lo contrario: la dureza y la crítica son constantes. Juzgamos a los demás sin comprender su situación. Dichosos los que tienen un corazón compasivo, dice Jesús, porque ellos también recibirán la comprensión y la ternura de Dios. La parábola del hijo pródigo es el mejor ejemplo de esta misericordia. El Padre contempla a su hijo perdido con magnanimidad y compasión infinita, es todo amor.

Los limpios de corazón

Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El hombre más limpio de corazón es Jesús, que nace sin mancha. Esta bienaventuranza alude a la limpieza de actitudes morales y éticas. El egoísmo, los recelos, las envidias, empañan nuestro corazón. Cuando depuramos nuestras intenciones y barremos la suciedad del alma, el deseo de vanagloria, el afán de posesión, de dominación sobre los demás, entonces nuestro corazón queda limpio y abierto. Los sacramentos nos lavan, especialmente el de la reconciliación, y nos ayudan a dejar atrás todo aquello que nos impide estar en comunión con Dios.

Los constructores de paz

Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Jesús es el príncipe de la paz. Llega a morir para que otros no mueran por él. Su paz no es una ausencia de conflictos, sino que sale de lo más hondo del corazón humano. Es la paz que brota del interior, cuando uno se sabe profundamente amado por Dios. Esa certeza genera tal sosiego, tanta calma, que nadie la puede arrebatar al que así la siente.

Los que trabajan por la paz no son sólo los pacifistas, o los activistas que se manifiestan, gritando, pidiendo paz. El primer paso para construir la concordia es estar en paz con uno mismo. A partir de ahí, hemos de buscar la paz con el cónyuge, con la familia, con los vecinos, los compañeros de trabajo, la sociedad. La persona pacífica sabe que sólo la fuerza de la paz, de la justicia y del amor puede cambiar el mundo. La paz nace en lo hondo de uno mismo, al igual que la guerra. Cuántas pequeñas guerras estallan a nuestro alrededor y, a veces, las alimentamos. Comienzan con las luchas internas, pasan a las peleas en el ámbito personal, familiar, laboral y social… hasta llegar al internacional. Por eso es tan importante educar, ya a los niños desde pequeños, a buscar la paz interior y en la convivencia. Evitemos esas pequeñas masacres en nuestros ámbitos cotidianos.

El gozo de los perseguidos

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia… Dichosos cuando os insulten, os calumnien y hablen mal de vosotros, por causa de Dios. Llegamos al aspecto martirial de la santidad. Hay opciones en la vida que no son negociables, como el ser cristiano. No renunciar a nuestras creencias nos puede llevar a un rechazo social: lo vemos en los medios de comunicación y en los ambientes políticos. Pero Jesús nos anima: estad alegres y continuad adelante. El no se echó para atrás. No renunció a proclamar su condición de hijo de Dios. Fue juzgado, condenado, torturado e insultado. Finalmente, fue conducido a la muerte en cruz. Cristo es el primer mártir.

La recompensa de los fieles es la proximidad de Dios y gozar de una alegría que no se marchita. No es un alborozo propio de quien consigue lo que quiere y vive libre de preocupaciones, no. Es la alegría de la fe. Nuestra alegría se sustenta en lo que creemos, vivimos y celebramos. Nuestra alegría es el propio Jesús. Nuestra recompensa es el torrente inagotable de su amor.

Algo por lo que vale la pena luchar

Si vale la pena luchar por algo, es por Dios. Vale la pena defender lo que somos y creemos. No con la espada y las armas, por supuesto, pero sí con tenacidad y valor. No hemos de callar. Somos cristianos por un don de Dios, ni siquiera por nuestros méritos. En realidad, ¡somos tan cobardes! Pero estamos llamados a la santidad. Ojalá todos iniciemos este camino y perseveremos en él con valentía.

2007-10-28

El fariseo y el publicano

Domingo XXX del tiempo ordinario. Ciclo C.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!”· Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 18, 9-14

La vanagloria del fariseo

Jesús tiene una gran habilidad pedagógica. A la hora de enseñar a su gente, se vale de un gran método: la parábola. A través de ella, instruye y comunica un mensaje a quienes lo escuchan.

En esta ocasión, Jesús quiere recalcar que lo más importante para un creyente no es tener muchas cualidades como persona, o ser un perfecto cumplidor. La parábola nos alerta sobre la soberbia espiritual: no creamos ser mejores por el hecho de cumplir con todos los preceptos.
Jesús nos describe dos formas muy claras y antagónicas de dirigirse a Dios: la del fariseo y la del publicano.

El fariseo se vanagloria, erguido y autosuficiente, y agradece no ser como los demás. Su acción de gracias comparándose con otros no es un verdadero acto de adoración a Dios. En realidad, se está convirtiendo en un idólatra de sí mismo.

El fariseo, además, presume ante Dios de ser un gran cumplidor, de participar en los rituales de su tradición, de dar el diezmo… El contenido de su plegaria se centra en presumir, ante Dios, de todo lo que hace. Esta actitud lo aleja del auténtico sentido de la oración, que es apertura sincera de corazón para dejarse llenar por Dios. El fariseo ya está lleno, saturado de sí mismo. En su gesto vemos también desprecio hacia los demás.

Jesús dirá de él que “no queda justificado”. La comunión con Dios pasa por el amor, incluso a los que consideramos enemigos o alejados de nuestra consideración, aquellos que el fariseo llama “pecadores, ladrones, adúlteros”. Pasa por amar, respetar y dignificar, también a éstos. Reducir nuestra fe a meros actos rituales, aunque éstos tengan un contenido religioso, es empequeñecer el potencial de nuestra adhesión a Jesús.

En qué consiste la perfección

Detrás de ese desprecio también se manifiesta un espíritu fuertemente crítico. Los que se creen perfectos o mejores que nadie son los que tienen una mayor tendencia a la crítica, o a erigirse en jueces de la conducta de los demás. Ser bueno no es necesariamente ser perfecto; la perfección cristiana consiste en semejarnos a Dios en aquello más genuino suyo: el amor.

Hemos de ir más allá del valor antropológico de los rituales, que no hay que desmerecer como experiencias simbólicas de nuestra fe. Hemos de convertirnos en samaritanos del amor.

La perfección no sólo comporta el cumplimiento de las obligaciones, sino el amor a Dios, “con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser”, y en amar al prójimo tal como amamos a Dios.

La humildad del publicano

Frente a la verborrea y la petulancia del fariseo, el publicano apenas se atreve a elevar los ojos ni a decir nada. Sólo suplica, una y otra vez: Dios mío, ten compasión de mí. Esta es una oración sincera y auténtica, una oración que Dios ama: la oración del humilde, que se siente pequeño, que sabe que no es nada, pero que, frente a su misericordia, sabe que se convierte en algo grande, en hijo suyo.

El publicano se arrodilla en signo de reverencia, en actitud penitente, y pide la misericordia de Dios. Sólo quien se siente perdonado y amado puede vivir una gran experiencia de Dios en su interior.

Cuánto nos cuesta a los cristianos venerar a Dios, reconocernos pecadores y dejar que él entre en nuestras vidas. La mansedumbre es un valor cristiano muy olvidado, en un mundo en el que todo se cuestiona, incluso la existencia misma de Dios. Sin darnos cuenta, podemos caer en el orgullo del fariseo. Hemos de estar alerta para no resbalar en esa arrogancia, ¡es tan fácil! Sólo cuando la oración brote del corazón, humilde, se establecerá una auténtica comunicación con el Creador. Y será casi sin palabras, con una receptividad total a su perdón y a su misericordia infinita.

2007-10-21

Perseverar en la oración

Domingo XXIX del tiempo ordinario. Ciclo C.

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”. Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto: pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en esta tierra?”
Lc 18, 1-8



Jesús, maestro de oración

A lo largo de su vida pública, vemos en Jesús la búsqueda constante de n espacio de comunicación con Dios. Es fundamental para él. En los momentos clave de su vida, sube a la montaña, se retira al desierto. En su labor pedagógica con sus discípulos, les comunica la importancia de orar sin desfallecer.

Con la parábola del juez inicuo “que no teme a Dios ni a los hombres” y de la viuda insistente, que le pide justicia ante su adversario, Jesús nos está explicando la importancia de perseverar en la oración.

La oración es intrínseca del ser cristiano; forma parte de su naturaleza. Si para vivir necesitamos respirar oxígeno, para ser buen cristiano necesitamos el oxígeno espiritual que nos viene de Dios.

La parábola de la viuda quiere indicarnos que hemos de rezar, pero confiando siempre. Nunca debe faltar la esperanza de que Dios nos concederá lo que pedimos con justicia.

Cuántas veces nos acordamos de rezar a Dios cuando tenemos una necesidad puntual. Nuestra plegaria es entonces apresurada e impaciente, provocada por la angustia del momento. Olvidamos que la oración debería formar parte de nuestra vida cotidiana, como comer, dormir o trabajar.

Sólo si la oración se inserta profundamente en nuestro ritmo vital, como encuentro diario con Aquel que nos ama, acabará siendo sincera y auténtica. De la misma manera que entendemos que la relación interpersonal –de pareja, matrimonio, familias… -crece con la comunicación, lo que hace crecer al cristiano también es la comunicación, íntima y diaria, con Dios.

Los que claman justicia

El juez inicuo, ante la insistencia de la viuda, finalmente le hace justicia. Pero no lo hace pensando en el bien de ella, o en la ética de administrar justicia correctamente, sino para sacársela de encima y evitar problemas. Cuántas veces lo que se entiende por justo no lo es. Las leyes que sostienen la justicia no siempre buscan el bien de la persona, sino la autoafirmación de una ideología o de un poder.

El clamor de esta viuda es el grito de los pobres que piden que se haga justicia con ellos, que sean escuchados y tomados en consideración.

Una justicia que ayuda a vivir con dignidad es verdadera justicia, y no una limosna para acallar las voces que claman. Pensemos cuán injusto resulta, en nuestro mundo de hoy, que se destinen tanto dinero y recursos a proyectos de investigación espacial, al armamento o a experimentos científicos y, en cambio, que se destinen tan pocos pensando en el bien y en la educación de las personas, en la erradicación del hambre, en la lucha contra la pobreza y la indigencia.

El progreso empieza en el crecimiento personal del ser humano, y es en esto en lo que es necesario invertir. Mientras haya pobres, la democracia y las sociedades del bienestar estarán fracasando.

Oración y fe se abrazan

Para Jesús se establece una relación circular entre la oración y la fe. La oración alimenta la fe y ésta nutre la oración. El evangelio de hoy acaba con una frase terrible: cuando Jesús venga, ¿encontrará fe en la tierra?
¿O acaso sólo encontrará grandes monumentos a la vanidad humana, empresas encaminadas al enriquecimiento de unos pocos y un insaciable afán de poder? ¿Encontrará a gente buena, que ha descubierto que más allá del tener lo importante es amar?

Un cristiano maduro es un cristiano preparado para hacer el bien. Si somos valientes y sabemos luchar a contracorriente, mantendremos viva nuestra fe. Hoy, día de la Propagación Mundial de la Fe, los cristianos estamos invitados por la Iglesia a rezar para que nunca nos cansemos de evangelizar y anunciar la buena nueva a toda la humanidad.

2007-10-14

Curación y salvación

Domingo XXVIII del tiempo ordinario
Lc 17, 11.19


Siempre en camino
Jesús siempre está en camino. Esta vez, el evangelio nos relata que, entre Samaria y Galilea, yendo hacia Jerusalén, se encuentra con diez leprosos. Ese caminar continuo revela su plena conciencia de que ha de comunicar a Dios. Pero, además de comunicar, Jesús actúa. No sólo anuncia a Dios, sino que cura a muchos enfermos.

Los cristianos siempre hemos de estar en camino, saliendo de nosotros mismos para anunciar el bien. Y la mejor manera de hacer el bien es actuando. Jesús sana a diez leprosos. Hoy, la Iglesia sigue sanando a esas personas que quieren dejarse curar de las lepras del egoísmo, la envidia, los celos…, aquellas que tienen enfermo el corazón porque en ellos no corre el oxígeno del amor de Dios.

La mediación de la Iglesia

Pero, antes de curarlos, Jesús los envía a los sacerdotes. En aquellos tiempos, los leprosos eran marginados, considerados indignos y apartados del resto de la sociedad. Indicando que vayan a los sacerdotes, Jesús está rescatando su dignidad y, al mismo tiempo, está reconociendo la mediación de los sacerdotes entre Dios y su pueblo. Este gesto tiene suma importancia y muchas implicaciones.

Hoy, muchas personas niegan la mediación eclesial. Niegan que Dios pueda manifestarse a través de las instituciones y de personas que, pese a sus limitaciones y fallos, están al servicio del amor. Son muchos los que dicen creer en Dios, en la Virgen María e incluso en Cristo, como Hijo de Dios o como figura histórica de gran valor. Pero no creen en la fuerza poderosa del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. Olvidan que la Iglesia es una institución creada por el mismo Cristo, un puente entre Dios y el hombre.

Más allá de la curación

Jesús nos puede curar a todos. En él existe la capacidad para obrar ese milagro. Pero él ha venido para algo más que para sanar enfermedades. La misión de Jesús no es sólo curarnos de nuestras dolencias físicas, sino traernos la salvación del amor de Dios.

De los diez leprosos curados, uno solo regresa a dar las gracias. Es éste, que reconoce a Jesús como Hijo de Dios, el que está verdaderamente salvado, tal como dice Jesús: “Tu fe te ha salvado”. Más allá de la curación, está la salvación. Todos estamos llamados a vivir esta salvación mediante el ejercicio de la caridad y la santidad en nuestra vida diaria.

Una oración nueva y agradecida

Este evangelio también nos ofrece una lección sobre la gratitud. El leproso que regresa, agradecido, demuestra una madurez espiritual mucho mayor que sus restantes compañeros.

La oración es clave en la vida y enseñanzas de Jesús. Él nos enseña a rezar con sus propias palabras. Cuando las personas nos recogemos para rezar, nuestras plegarias son muy diversas. Existe la oración de petición. Es un primer grado muy elemental, equivalente a la infancia: los niños siempre piden, incluso gritan y lloran para conseguir lo que necesitan. Más madurez requiere la oración de gratitud, que brota cuando sabemos reconocer todo aquello que Dios nos ha regalado, incluso en medio de los sufrimientos. Cuando somos conscientse del bien de todo cuanto hemos recibido, nuestra plegaria es de agradecimiento. Finalmente, existe un grado aún superior y gozoso, que es la oración de alabanza. Esta oración surge del corazón exultante de gratitud y no puede hacer otra cosa que cantar y alabar a Dios por su grandeza y su bondad con nosotros. Esta plegaria se convierte en un cántico y revela un corazón abierto y transformado por el amor de Dios.

Cuando Jesús levanta sus ojos al cielo y pronuncia esas palabras: “Te doy gracias, Señor, porque has revelado estas cosas a los sencillos de corazón...” está elevando una oración de alabanza. Y nos está enseñando, también, a agradecer cuanto tenemos: la vida, la familia, el trabajo, nuestros bienes, nuestro patrimonio, nuestra formación... Especialmente hemos de agradecer a Dios el mayor de los regalos: el don de la fe.

2007-10-07

Aumenta nuestra fe

Domingo XXVII Tiempo ordinario
En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esta morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería…
Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
Lc 17, 5-10


Una idea equivocada de Dios

Frente a un mundo descreído, que se desorienta y pone sus esperanzas en otros ideales, los cristianos, más que nunca, hemos de pedir al Señor que nos aumente la fe. Esta petición incluye un deseo de apertura total al corazón de Dios. El incremento de la fe comporta un aumento de la confianza. Saber confiar más en Dios sustentará nuestro ser cristiano.

“Si Dios existe, ¿Por qué hay tanto mal en el mundo?”. Escuchamos estas palabras con mucha frecuencia y difícilmente hallamos respuesta. El problema está en la pregunta misma y en el concepto que tenemos de Dios y del hombre. Creemos que Jesús ha venido al mundo a evitar el mal, las calamidades y el sufrimiento. Y, como en el mundo sigue habiendo dolor y atrocidades sin número, nos desanimamos o nos enfadamos, y dejamos de creer en ese Dios que debería resolverlo todo. Olvidamos que Jesús no vino para traernos el bienestar, la economía y la solución a todos los males. Jesús vino para traernos a Dios. Toda salvación proviene de Dios. Cuando las personas se dejan llenar de Dios, es cuando tienen la capacidad y la fuerza para generar paz, justicia, bienestar y economía para todos. Solucionar los problemas de este mundo está en nuestras manos, y Dios nos ha dado los medios suficientes para ello. En cambio, convertir nuestro corazón y despertar en nosotros un amor sin límites es un don que sólo él nos puede dar.

El milagro de abrirse

Creer significa adherirse a Jesús, dejar que Dios penetre en nuestra vida y configurar nuestra existencia según él. Esto supone también dejarse llevar por él. Dice Jesús que, si tuviéramos tan sólo un poquito de fe, pequeña como un grano de mostaza, podríamos mover montañas. Un gramo de fe provoca milagros extraordinarios. Ahora bien, si a esta fe sumamos la de todos los cristianos, lograríamos arrancar las raíces del mal del corazón humano. El gran milagro, en realidad, es abrirse a Dios y creer en él.

La fe no se compone sólo de palabras o sentimientos. La fe se traduce en obras, en acciones. Nuestra vida cristiana no se reduce a una fe ritual, de prácticas religiosas, sino a una experiencia de caridad y de servicio a los demás. Tener fe implica una actitud de constante atención para socorrer las necesidades de los demás.

Somos servidores

“Sólo somos pobres siervos y hemos hecho lo que debíamos”, acaba este evangelio de hoy. Del mismo modo que una madre tiene que cuidar a su hijo, un médico a su paciente o un maestro a sus alumnos, y nadie se sorprende de que lo hagan, incluso con mucho amor y dedicación, un bautizado, seguidor de Cristo, se caracteriza por el servicio. Su actitud de entrega y generosidad es intrínseca de su ser cristiano. Por tanto, no pidamos reconocimientos ni palmaditas en la espalda por cumplir nuestro deber. Servir y entregarse a una tarea para obtener reconocimiento y aplausos es una gran inmadurez. El cristiano sabe que es un fiel sirviente y encuentra su alegría cumpliendo lo que debe hacer.

Los sacramentos alimentan nuestra fe

Las personas que venimos asiduamente a misa y cumplimos con los sacramentos, se supone que ya tenemos una fe muy sólida. No sólo creemos, celebramos nuestra fe. Cada vez que participamos en la eucaristía estamos tomando al mismo Jesús y estamos fortaleciendo nuestra fe. Lo propio del bautizado es la fe, la inmersión en la vida cristiana. La eucaristía va un paso más allá: es la celebración de esta fe, compartiéndola con los demás. Cuando se celebra algo, aquello que se comparte nos hace crecer.

Si el bautismo y la eucaristía no nos mueven a ir más allá del cumplimiento del precepto, ¿no será que estamos cumpliendo de forma muy rutinaria? Creer en Dios no se reduce a venir a misa; se trata de modelar nuestra vida según Dios, y esto afecta a todos sus aspectos: la familia, el trabajo, la economía, nuestra visión del mundo… Toda nuestra existencia queda transformada por una fe viva. No dejemos, nunca, de poner en nuestros labios, y en nuestro corazón, esta plegaria: “Señor, aumenta nuestra fe”.

2007-09-30

Un abismo insalvable

Domingo XXVI tiempo ordinario
Estando (el hombre rico) en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males; por eso encuentra aquí consuelo mientras que tú padeces. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar...”
Lucas 16, 19-31

El Dios de la justicia

Esta lectura nos revela que el Dios de la tradición judía es sensible y humano. Se conmueve ante el sufrimiento y la pobreza, y se indigna ante los ricos, que viven en la abundancia sin mirar a los más necesitados.

El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob; el Dios de Jesús de Nazaret, es un Dios con corazón, que se desposa con la humanidad y se compromete con ella. Sufre a su lado y no permanece indiferente a las injusticias. Con esta parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús nos alerta: ¿qué estamos haciendo con los pobres?

En la parábola vemos al hombre rico que banquetea espléndidamente mientras el pobre Lázaro, a su puerta, malvive recogiendo las migajas. Esta imagen evoca el enorme abismo que se abre entre los países ricos –Europa, América del Norte…- y los países más pobres de África, Asia, América del Sur. Los países pobres son como Lázaro, recogiendo miseria a los pies de los ricos que, en muchas ocasiones, han alcanzado su riqueza explotándolos sin escrúpulos.

La generosidad, coherente con la fe

No caigamos en el riesgo de hacer una interpretación marxista de esta lectura, que tampoco sería cristiana. La riqueza y el capital, en si, no son malos. Lo que sí debemos tener en cuenta es el uso que hacemos de ellos. No se trata de renunciar al dinero, a los bienes y a la propiedad. Se trata de ponerlos al servicio de todos, especialmente de los pobres. Hay personas muy ricas que son extraordinariamente generosas. La Iglesia, por su parte, recoge esta vocación de servicio al pobre y lo ejerce a través de las innumerables obras de Cáritas y las misiones, por todo el mundo.

No hablamos tanto del tener como del ser. ¿Cómo vivimos nuestra vida cristiana?

La fe coherente no se limita a la oración y a la celebración comunitaria. La fe también pasa por la generosidad económica.

La primera cosa que podemos cambiar es a nosotros mismos. ¿Cómo es nuestra vida con Dios, nuestra vida de pareja, familiar, social…? ¿Hay coherencia entre nuestra fe y lo que vivimos? Es necesario que vinculemos nuestro ser cristiano con nuestra vida social. No podemos dividir ni separar todas las facetas de nuestra existencia. Nuestros valores cristianos deben cruzarse con nuestra cultura para que el mensaje de Dios llegue a todos. Nuestra actitud con los más desvalidos también debe reflejar esta convicción.

Cambiar el mundo está en nuestras manos

Hay quienes afirman que la pobreza es un problema de los políticos. Pero los gobiernos no pueden resolver todos los problemas del mundo. Muchas revoluciones de la historia han venido, no de las cúpulas de poder, sino de la base social. El poder tiende a anquilosarse y a mantenerse; es en la sociedad viva, inquieta, responsable y emprendedora donde germinan las semillas del cambio. Con el enorme potencial que tenemos, los cristianos podríamos cambiar la estructura del mundo. Pero estamos adormecidos y dejamos que se cometan abusos y corrupciones sin número. Nos conformamos pensando que son los gobernantes quienes deben solucionarlo, y no nos damos cuenta de que no podemos esperar que el cambio sea de arriba abajo. El cambio se producirá de abajo arriba.

Claro que Dios ayuda, pero los cristianos estamos llamados a poner algo de nuestra parte. Nuestra misión es ser solidarios, compasivos, generosos y luchadores por la justicia, con todas nuestras fuerzas, tanto físicas, como anímicas y espirituales. Como decía san Ignacio, hemos de actuar como si todo dependiera de nosotros, pero con la confianza de que todo, finalmente, depende de Dios, reposando en él con fe sin límites.

Puede suceder que el desánimo nos invada. Hay tanto mal en el mundo, tantos conflictos, tantos problemas… No pensemos que el mal es irremediable. La mirada tierna y cálida de Jesús cambió la vida de muchas personas. Nuestra actitud, nuestras pequeñas obras de cada día, también pueden provocar cambios a nuestro alrededor.

El abismo infranqueable: el egoísmo

La imagen del hombre rico abrasándose en el infierno es sobrecogedora. Pero su tortura es la misma de aquellos que se encierran en el ensimismamiento y viven centrados en su propio deseo. Vivir así nos quema, no en el infierno, sino aquí, en la tierra. Pensar sólo en uno mismo nos pulveriza, nos reduce a cenizas. Nos arrebata los sueños, la alegría, el sentido de vivir. Nos convierte en polvo.

En este mundo dominado por las tecnologías y la comunicación, ¡estemos alerta! Muchas son las personas que agonizan, clamando al cielo. Jesús nos llama a pensar en ellas. El hambre mata más que las guerras; el egoísmo quita más vidas que las propias armas. ¿Qué hacemos nosotros, con nuestra vida, con nuestros bienes y nuestro patrimonio? ¿Dónde están los pobres en nuestra existencia? ¿Vivimos para servirnos de ellos o para servir a los demás?

El hombre rico, consumido por el fuego, arde en el infierno y sufre tormentos sin fin. Lo que nos quema, en realidad, no son las llamas, sino el egoísmo. Lo que nos aparta de Dios y de la plenitud humana es el ego inflamado. Ese es el abismo insalvable, el precipicio entre el mal y el bien, entre ángeles y demonios, entre la generosidad y el egocentrismo. El infierno más profundo es la terrible soledad, la carencia de valores, vivir sin norte, sin principios.

Sólo Dios puede salvar ese abismo infranqueable, si dejamos que penetre en nuestro interior. Abramos nuestro corazón, abramos nuestras manos y tendámoslas a los demás. Solamente así construiremos el Reino del Cielo en este mundo.