2008-02-24

La mujer samaritana

3 domingo de Cuaresma -ciclo A-
Jn 4, 5-42

Dios nos sale al camino en la vida cotidiana

El evangelista nos describe un hermoso cuadro con enorme contenido catequético. Junto al pozo de Sicar, Jesús instruye a una mujer samaritana haciéndole descubrir la trascendencia del amor de Dios. El autor sitúa la acción de Jesús en un marco cotidiano y en un lugar físico y geográfico: Sicar de Samaria. Además, para dar veracidad al relato, señala la hora del día. Con estos detalles, quiere indicar cómo Dios entra en nuestra historia de cada día. Mucha gente debía ir al pozo de Jacob a buscar agua, como aquella mujer. Dios se manifiesta en nuestro quehacer ordinario, en nuestras acciones sencillas del día a día. No hay que esperar una gran revelación o un momento místico. Nos sale al encuentro paseando, trabajando, mientras estamos con los amigos… Dios es así de cercano.

Pero veamos la carga teológica de este encuentro y esta conversación de Jesús con la samaritana, junto al manantial.

La sed de trascendencia

Hemos leído en la lectura del Antiguo Testamento, como los israelitas murmuraban contra Moisés porque en su travesía por el desierto padecían sed. En nuestro itinerario por la vida también nosotros tenemos sed de Dios, sed de trascendencia. Pero, así como en el Éxodo es el pueblo quien pide a Moisés de beber, y él clama al cielo para que el agua brote de la roca, en el pozo de Samaria, es Jesús quien pide a la samaritana que le dé de beber. Con esta petición, inicia un diálogo que acabará en una catequesis sobre la gracia.

La mujer se extraña de que un judío se dirija a ella y le pida agua, ya que judíos y samaritanos no se avenían. Pero Jesús tiene muy claro que la salvación es universal y para todos. Aunque le diga que viene del pueblo judío, fiel a la tradición de su fe, la salvación está abierta al mundo entero.

Cuántas veces sufrimos necesidad y falta de agua. Cuando padecemos sed, vemos que es vital para sobrevivir. También tenemos otra sed, la sed de felicidad y de trascendencia, que buscamos saciar de múltiples maneras, a veces equivocadas. Cuando por el pecado o por el orgullo nos volvemos autosuficientes, nos damos cuenta de que, por mucho que lleguemos a beber del dinero, del sexo, del poder… siempre volverá a brotar en nosotros la angustia de la sed.

El agua viva

Jesús le ofrece a la samaritana una fuente de agua viva que nunca se agota, y que será “un manantial que salta hasta la eternidad”. En realidad, Jesús se nos está ofreciendo como el auténtico manantial espiritual, de aguas vivificantes que pueden apagar nuestra sed.

La mujer le pedirá que le dé a beber de esa agua, porque nunca más quiere tener sed. Sólo Dios puede saciar nuestra sed de trascendencia y de felicidad.

De la experiencia al testimonio

Después de una buena catequesis, Jesús cambia la vida de esta mujer, haciéndola apóstola, comunicadora de su experiencia de encuentro con el Mesías. “El Mesías que ha de venir soy yo, el que habla contigo”, le dice Jesús.

Él siempre está a nuestro lado. Hemos de aprender a verlo y a descubrirlo. Si nos abrimos de verdad, su gracia entrará como un torrente de aguas frescas en nuestro corazón y nos hará testimonios de ese encuentro con él.

La samaritana se convierte en predicadora. Ha quedado tan impactada de sus palabras, de su amor y comprensión, que pasa a ser un pequeño caño de agua para los habitantes de su pueblo. Jesús se queda dos días allí, predicando, y las gentes del lugar creen que realmente es el Mesías.

Invitar a Jesús

“Quédate con nosotros”, le suplican. Estas palabras evocan el encuentro, después de resucitado, con los discípulos de Emaús. También nosotros hemos de saber invitar a Jesús a nuestras vidas. Sólo así llenaremos nuestra existencia de sentido y de felicidad imperecedera.

La eucaristía es la fuente donde bebemos los cristianos. En ella, Jesús nos invita a beber de su agua viva y a alimentarnos de su pan. En la medida en que nos acerquemos a ella y vivamos el amor de Dios en comunidad, podremos sentir que nuestra vida, ya aquí, comienza a ser eterna.

2008-02-17

La transfiguración

2 Domingo de Cuaresma -A-
Mt 17, 1-9


Una experiencia mística en el Tabor

Jesús lleva a sus discípulos más allegados, Pedro, Santiago y Juan, a un monte elevado, y allí se transfigura ante ellos. En el Antiguo Testamento, la montaña se define como un lugar donde Dios se revela. El texto de la transfiguración es una teofanía, es decir, una manifestación de Dios. Leemos cómo el rostro de Jesús cambia y sus vestidos aparecen blancos como la luz. Es una forma de expresar cómo Jesús revela a sus amigos la experiencia íntima que tiene con Dios. Desvela su identidad como hijo del Padre y a la vez corre el velo de las entrañas de Dios. Los tres discípulos son testigos de una experiencia luminosa.

En el centro de este pasaje evangélico también encontramos a Moisés y a Elías, dos figuras clave del Antiguo Testamento, conversando junto a Jesús. Moisés representa la Ley, Elías el profetismo, la línea de profetas que anuncian la venida del Mesías. Jesús, en el centro de ambos, representa la culminación de la Ley y de los profetas. Él es la única ley: la ley del amor, y el único profeta, que nos anuncia el reino de los cielos, la nueva humanidad, que alcanza su plenitud en su persona.

Pedro dice a Jesús: ¡Qué bien se está aquí! Construyamos tres tiendas. Para él, es una experiencia hermosa y agradable que querría eternizar. Es testigo del anuncio de la resurrección de Jesús, atisba una vida plena que va más allá de la muerte. Por eso quiere permanecer en ese éxtasis, en esa plenitud. Tanto él como sus compañeros, Santiago y Juan, quedan profundamente impactados por la experiencia.

Escuchadle

De la nube sale una voz que dice: “Este es mi hijo el amado, el predilecto: escuchadle”. Se pone de manifiesto la relación paterno-filial entre Jesús con Dios Padre. Para el Padre, Jesús es su hijo, el que lo llena de gozo, y en él tiene puestas todas sus esperanzas para la redención del mundo. A la vez, Jesús se siente hijo pleno del Padre. Es desde esta sintonía entre ambos que el Padre nos dice: “Escuchadle”.

Hoy se habla mucho. Políticos, filósofos, medios de comunicación… no cesan de transmitirnos mensajes. Sin embargo, ¡qué poco se escucha! La actitud de escucha es fundamental en la vida del cristiano. Sólo si sabemos escuchar y tenemos tiempo para ello aprenderemos a discernir lo que realmente quiere Dios para nosotros.

La escucha atenta es necesaria para forjar nuestra vida espiritual. Especialmente, esta escucha tiene que ir dirigida a la palabra de Dios y a los signos de los tiempos: saber leer entre líneas lo que Dios nos está queriendo decir a través de los acontecimientos y las personas que nos rodean.

Mirar las cosas desde Dios

Jesús les dirá a sus amigos que no cuenten nada hasta que él resucite de entre los muertos. A esto, en teología, se le llama secreto mesiánico. Jesús no quiere precipitar los acontecimientos, pero sí deja claro que quiere ir a Jerusalén, sabiendo que el camino hacia Jerusalén significa ir hacia la cruz, hacia la pasión, hacia el Gólgota.

La vida del cristiano tiene estos dos momentos: la experiencia luminosa del encuentro con Cristo y, por otro lado, la experiencia de dolor y de cruz, como vivencia de abandono total en manos de Dios.

Hoy, cada domingo, los cristianos estamos siendo testigos de la experiencia del amor de Dios, como aquellos apóstoles. Cada eucaristía es un Tabor que nos ayuda a transformarnos con el pan y el vino. Nuestra alma adquiere luminosidad con la presencia de Cristo. Tomar a Cristo ha de transfigurarnos y elevarnos para saber vivir con serenidad y mirar nuestra vida desde la trascendencia, desde “la montaña”. En definitiva, la comunión nos hará contemplar el mundo desde Dios.

2008-02-10

Las tentaciones

En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar durante cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre…
Mt 4, 1-11

Cuaresma, tiempo de acercarse a Dios

En este primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone reflexionar en las consecuencias pedagógicas y espirituales que se extraen del texto sobre las tentaciones de Jesús. Cuaresma siempre es un tiempo indicado para fortalecer nuestra relación con Dios. Para ello, es preciso buscar tiempo para la soledad y el silencio. Como veremos en el evangelio, Jesús se retira al desierto a orar. Después de ese tiempo, en el cual es tentado, sale reforzado en su relación con Dios, superando las tentaciones del diablo.
La vida del cristiano es un auténtico combate contra las múltiples realidades malignas que nos alejan de Dios. Jesús nos enseña a vencer las tentaciones y nos demuestra que el bien y el amor son más fuertes que el mal.

La primera tentación, superar la filantropía

Tras ayunar durante cuarenta días, Jesús siente hambre. Será a partir de esta necesidad real que el diablo querrá introducirse en él y fragmentar su relación con Dios. Así lo hace con las personas. Cuando alguien se siente débil, frágil, inseguro, está expuesto a ser fácilmente utilizado. Esta tentación tiene que ver con nuestras necesidades físicas, materiales y psicológicas. El diablo juega sucio, aprovecha la debilidad de las personas para atacar. Pero Jesús resiste fuerte y se abandona totalmente en Dios. Frente a la maniobra del diablo, responderá: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de Dios”.

La humanidad no necesita solamente bienestar material; no sólo vive del progreso. Por supuesto, Dios conoce nuestras necesidades y sabe que necesitamos el pan cotidiano. Pero nuestra vida no sólo es material, sino también sobrenatural. Por tanto, también necesitamos comer el pan de Dios, que es Cristo.

Los miembros de la Iglesia hemos de ser muy conscientes de que hemos de despertar en la gente apetito de Dios. Quedarnos en la pura filantropía, en las acciones sociales y benéficas, es insuficiente para un cristiano. Hemos de pasar de la solidaridad a la caridad, al amor. Hemos de alimentar nuestras almas, viviendo según la palabra de Dios, haciendo su voluntad. Este es nuestro pan: decirle sí a él, a todas.

La tentación de la desconfianza

“Si eres hijo de Dios, lánzate desde lo alto del templo, y los ángeles te recogerán”, continúa el diablo. Justamente, lo que más claro tiene Jesús es su filiación divina, que se manifestó en el Jordán. No necesita poner a prueba a Dios, porque no duda de él, sabe que lo ama. Entre Jesús y Dios Padre no hay grieta alguna por donde pueda entrar el maligno. En cambio, qué soberbia tan grande la del ser humano que desconfía de Dios. Esa desconfianza es la que lo precipita al abismo.

Los cristianos también sufrimos cuando achacamos a Dios todos los problemas del mundo. El mundo va mal porque las personas somos egoístas e irresponsables. Dios no quiere el sufrimiento, no quiere que nadie se lance al abismo. Si hay dolor, somos nosotros los causantes, porque no utilizamos correctamente nuestra libertad y no queremos ponernos en manos de Dios. Luego, nos horroriza la maldad que vemos a nuestro alrededor. Resulta fácil echar las culpas a Dios. Pero, aunque él pudiera evitar el mal, nunca hará nada sin contar con nuestra libertad.

El ser humano quiere actuar al margen de Dios, y es entonces cuando se generan auténticas catástrofes. La peor tentación es apartar a Dios de nuestras vidas. Jesús replica al demonio: “Apártate, Satanás”. En cambio, nosotros decimos: “Vete, Dios. Aléjate”. Lo rechazamos y esto nos lleva a la ruina.

Jesús responde también al diablo: “No tentarás al Señor, tu Dios”. No meterás cizaña entre el Padre y yo, nunca podrás quebrar nuestra unidad.

La tentación de la idolatría y el culto a sí mismo

Si la segunda tentación cuestiona la confianza en Dios, la tercera es una promesa: “Todo esto te daré si te postras y me adoras”. Jesús, con Dios, ya lo tiene todo. No necesita que el diablo le ofrezca los reinos del mundo. Jesús era un hombre carismático, con una personalidad atractiva, que movía a las gentes y tocaba sus corazones. Usando su reconocimiento social y religioso, Jesús hubiera podido caer en el tobogán del poder, manipulando a las masas y utilizándolas para sus fines. ¡Cuánta gente, en nombre de Dios, utiliza a los demás! Jesús siempre rechazó el poder. Incluso cuando obraba milagros y las gentes lo perseguían para hacerlo rey, él siempre se apartaba. Nunca quiso para sí culto alguno ni reconocimiento. Tenía muy clara su prioridad: Dios Padre.

Hoy, frente a la cultura de la idolatría, adoramos al dios dinero, al dios poder, al dios consumismo. El diablo sabe que la ambición, la posesión y el dominio sobre los demás es un plato suculento que hace caer fácilmente a las personas. Los diosecitos modernos piden nuestra reverencia y adoración. Jesús, en cambio, renuncia al poder porque es Dios quien reina en su corazón, y sólo a él le rinde culto; Dios es su máxima gloria.

Los cristianos hemos de apartar de nosotros esos cultos paganos que nos alejan de Dios. Quizás existe otra sutil tentación, más diabólica aún: el culto a uno mismo. Yo me convierto en dios de mí mismo, me erijo en máxima autoridad y me creo en la posesión de la verdad. Cuántos personajes históricos se han aupado por encima de los demás y se han abrogado un poder que ha ocasionado grandes catástrofes. A lo largo de la historia han surgido muchos falsos mesías. El peor terror es actuar creyéndose Dios sin serlo. Por otra parte, Dios carece de esos atributos de poder y destrucción que muchos le achacan. Dios quiere nuestra libertad. Tanto la respeta, que asumirá que no le queramos sin castigarnos por ello. Simplemente nos dejará.

A nada ni a nadie hemos de adorar. Sólo a Aquel que nos ha creado y amado sin límites. Reconocerlo ya es adorarlo.

2008-02-03

Bienaventurados

IV domingo tiempo ordinario -A-

Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Mt 5, 1-12


Un retrato vivo de Jesús

Las bienaventuranzas son la imagen viva del corazón de Jesús. Definen su forma de ser y actuar y son un modelo para los cristianos de hoy. Rodeado por la multitud, Jesús habla especialmente a sus discípulos; es a ellos a quienes van dirigidas estas palabras.

En las bienaventuranzas podemos distinguir dos partes: las cuatro primeras hacen referencia a situaciones o circunstancias en las que podemos encontrarnos —sufrimiento, incomprensión, injusticia— ante las que afirma que, pese a todo, podemos hallar consuelo y ser felices. Las cuatro últimas reflejan el deseo de Jesús de imitar la bondad de Dios.

Las bienaventuranzas del consuelo

Felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Con esta bienaventuranza, Jesús se refiere a la indigencia espiritual. El pobre es aquel que reconoce que no es nada y que todo cuanto posee es don de Dios. No habla tanto de una pobreza económica, sino de una actitud existencial. En este sentido, Jesús fue pobre porque se abrió a Dios y confió total y plenamente en él. El Reino de los Cielos será de aquellos que tengan su esperanza puesta en Dios, aquellos que dejen que Dios reine en sus vidas. El pobre de Yahvé es un concepto bíblico que define al hombre que sólo se apoya en Dios y sólo en Dios encuentra su amparo.

Felices los que lloran, porque serán consolados. Jesús también lloró y, muy especialmente, ante la muerte de su amigo Lázaro. Las lágrimas reflejan dolor e impotencia, pero los cristianos hemos de saber que Dios es nuestro gran consuelo. Si lo buscamos, en los momentos más difíciles de nuestra vida, él nos dará la fuerza vital para seguir adelante.

Los cristianos también hemos de convertirnos en consuelo y soporte para otros que están desanimados, desorientados y abatidos. Esta bienaventuranza tiene mucho que ver con la primera: el dolor es otra forma de pobreza.

Felices los que sufren, porque ellos heredarán la tierra. Jesús alude a su propio sufrimiento ante el rechazo del pueblo judío. Ya en su infancia tuvo que huir y durante toda su vida conoció la persecución. El sufrimiento acecha constantemente en el camino de Jesús, hasta llevarlo a la muerte en cruz.

Con esta bienaventuranza, se nos interpela a ser solidarios con el dolor humano. ¿Cuántas veces generamos sufrimiento a nuestro alrededor? Nos puede horrorizar el dolor que vemos en el mundo y, sin embargo, quizás estamos provocando sufrimiento cerca de nosotros por egoísmo o por cosas sin importancia. Pensemos que, cada vez que estamos haciendo sufrir a alguien, estamos hiriendo al propio Cristo, clavado en la cruz.

Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Estas palabras pueden tener una lectura social: las personas que padecen injusticias quedan empobrecidas, oprimidas, privadas de la alegría y de la libertad. Se habla mucho de la justicia social; tener lo básico para subsistir es un derecho que todos los cristianos deberíamos defender. Cuantas más personas vivan en situaciones injustas e indignas más nos alejamos del Reino de Dios.

Sin embargo, esta bienaventuranza no habla sólo de leyes humanas, sino de ética. Nosotros mismos, muchas veces, somos causantes de injusticias por recelos, envidias, egoísmo o ambición.

Finalmente, Jesús alude a la justicia de Dios. Esta es la máxima justicia, que va más allá de dar a cada cual lo que creemos se merece. La justicia de Dios es amor, es generosidad sin medida. Los cristianos hemos de aprender de esta magnanimidad y, a partir de aquí trabajar por una sociedad ecuánime y justa, siempre desde la óptica de Dios, para quien todo ser humano es digno y valioso.

Las bienaventuranzas del apóstol

Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. La misericordia, la piedad, es un atributo del corazón de Dios. Él se compadece de sus criaturas, como vemos en tantas ocasiones en el Antiguo Testamento, y en los mensajes de los profetas. En el Nuevo Testamento, la parábola del hijo pródigo nos muestra con gran claridad esa imagen de un Dios misericordioso. Jesús es la máxima expresión de la compasión de Dios.

Ser compasivo también debe ser un atributo del cristiano. Esto nos lleva a reflexionar cuánto nos cuesta ser misericordiosos con los demás. Si algo no nos gusta, enseguida señalamos, criticamos y mantenemos actitudes duras y agresivas contra aquella persona que nos contraría. Hemos de aprender a ser como Jesús, benignos y comprensivos. Sólo así podremos ayudar a reparar, con dulzura, los errores. Dios es infinitamente paciente con nosotros; seamos como él, y así alcanzaremos misericordia.

Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El corazón de Jesús es la imagen diáfana de la pureza de Dios. Podremos ver su rostro si nada oscurece nuestra relación con Dios y con los demás. El egoísmo, los celos, la agresividad, la tristeza y la desesperanza manchan nuestro corazón. Ofrezcamos estas flaquezas a Dios en nuestra oración, y dejémonos limpiar por el viento amoroso de su Espíritu.

Felices los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Los cristianos estamos llamados a ser pacificadores. Pero no podremos trabajar por la paz si no tenemos paz dentro de nosotros. Y la fuente de esta paz justamente nace de Dios. Cuando nos sentimos plenamente hijos suyos, la paz invade nuestra vida y nos empuja a expandirla.

Los medios de comunicación nos muestran a diario conflictos bélicos por todo el mundo. Horrorizados, nos preguntamos el por qué de tanta violencia. Pero la guerra no nace de improviso, sino que es la suma de muchas pequeñas violencias, que se gestan en cada persona, en las familias, entre los vecinos, en la sociedad… Así, miles de gotitas de violencia forman arroyos, ríos y llenan el mar. Cuando se acumulan océanos de violencia, es muy fácil que estalle un conflicto armado.

Hemos de empezar a ser constructores de paz comenzando por nuestro entorno más próximo: evitando discusiones, enfrentamientos innecesarios, heridas. En cambio, hemos de favorecer una convivencia serena, pacífica, basada en la confianza. Los cristianos, como Jesús, estamos llamados a ser apóstoles de la paz.

Felices cuando por mi causa os persigan y os calumnien. Estas palabras son una alusión clara al mismo Jesús, que avisa a sus discípulos: ellos pasarán por las mismas pruebas. Por él, los cristianos somos calumniados, perseguidos, desplazados. La causa de nuestro sufrimiento es nuestra fe. Con esta bienaventuranza Jesús nos habla de su propia pasión y muerte y está prediciendo los futuros martirios del Cristianismo.

Testimonios valientes de la fe

Hoy día quizás los cristianos ya no somos perseguidos ni llevados al patíbulo, al menos en nuestros países occidentales. Pero nos cuesta mantenernos fieles a Jesucristo, pues la fe va contracorriente de las tendencias del mundo. Por otra parte, las formas de persecución son mediáticas. Es en la prensa y en los medios masivos de comunicación donde se produce una persecución sin tregua. Después de veinte siglos, el mundo sigue rechazando a Dios de forma solapada, intentando desplazar la dimensión religiosa de la sociedad.

Hablar del martirio hoy suena arcaico. Pero hemos de recuperar el sentido de esta palabra: “mártir” es testimonio, y los cristianos de hoy deberíamos conservar esa capacidad para manifestar nuestra fe sin temor. En algunos países donde no se reconoce la fe cristiana, muchos religiosos, sacerdotes y laicos han sido perseguidos e incluso exterminados. Su ejemplo ha de motivarnos a ser valientes. Tenemos un don que hemos recibido generosamente y hemos de regalarlo. El mundo necesita testimonios de la fe.

Así, los cristianos nos movemos entre la apatía y la agresión y el rechazo de la fe. No es fácil mantenerse firme, pero Jesús nos recuerda que la recompensa será grande para los que sepan seguir fieles y confiando en él.