2007-07-29

Pedid y se os dará

Dios es Padre

En su intensa vida misionera, Jesús siempre sabía encontrar tiempo para nutrir su vida espiritual. No se podría explicar su energía incansable sin esos momentos de paz y de sosiego que dedicaba a su comunicación con Dios.

Además, su oración produce un efecto pedagógico en los discípulos. Al verlo, quieren aprender a rezar como él. Y él les enseña.

Su primera palabra es ésta: “Padre”. No podemos confiar en Dios si no lo consideramos igual a un padre. “Padre” evoca confianza, ternura, cercanía. La plegaria de Jesús rezuma confianza en Dios Padre. Sin sentirse hijo del Padre difícilmente podría darse esa sintonía y esa comunicación tan estrecha.

Llamar a Dios Padre es reconocer la centralidad de su presencia en su vida. Jesús nos presenta una imagen de Dios muy alejada del Dios implacable que fiscaliza al hombre. Dios es padre, respeta a sus hijos y su libertad. Un padre da la vida, nos mima, nos cuida, nos educa, nos lo da todo. Ese es el Dios de Jesús de Nazaret.

Dios, en el centro de la vida

Continúa Jesús: “santificado sea tu nombre”. Dios es el santo de todos los santos. A imitación de nuestro Padre, la Iglesia nos llama a vivir cada día la santidad. Nuestra vida entera ha de ser santificada. Jesús es modelo y reflejo para todos nosotros.

“Venga tu reino”. Esta invocación expresa un deseo de paz, de justicia, de bienestar. Es el deseo de que reine el amor de Dios en nuestro corazón, que la vida de Dios invada nuestra vida; que su cielo venga aquí, ahora, entre nosotros.

El Padrenuestro es un compendio del Nuevo Testamento y la revelación de Jesús. Cada cristiano está invitado a trabajar por ese reino de Dios, donde la gente se ama, confía y construye espacios de cielo. Cuando las personas abren su corazón a Dios y viven la gran aventura de su amor, están comenzando a levantar ese reino en la tierra.

“Danos el pan de mañana”. Más allá de la necesidad de pan físico y de sustento, esta petición significa: danos la fuerza necesaria para alimentarnos de ti. El trigo es perecedero. Sacia hoy, pero no alimenta el alma. Danos alegría para vivir, ternura, amistad, compañía, el pan existencial que necesitamos para crecer como personas y ser pan para los demás.

El valor del perdón

“Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos”. Perdonar, ¡cuesta tanto! Pero el perdón es intrínseco de Dios. No podemos comprender su bondad sin su infinita capacidad de perdón. Siempre somos pecadores, siempre fallamos. Y él siempre nos está perdonando. A ejemplo suyo, si queremos seguir a Jesús, hemos de perdonar. Él nos enseña con su vida. El perdón ha de ser algo vital en nosotros. Sin perdón no podemos crecer ni avanzar. Tampoco estaremos preparados para recibir los sacramentos.

Perdonar es vibrar al unísono con el corazón de Jesús, la expresión más nítida de la capacidad de misericordia de Dios.

Solemos ser ambiguos, egoístas, mentirosos; generamos conflictos a nuestro alrededor, no somos transparentes, nos ensimismamos, nos gusta ser el centro de todo, actuamos sin pensar en los demás… Pero, cada día, Dios nos restaura con su perdón. Nuestra vida espiritual sería imposible si él no nos perdonara.
Tan importante es dar como recibir perdón. Esta es, quizás, nuestra asignatura pendiente. Nuestro corazón está agrietado, hemos de resolver muchas cosas, ser más humildes, más sencillos, más pobres… No podremos crecer como persona, como familia, como comunidad, como grupo de amigos, si no tenemos el corazón abierto al perdón y si no sabemos perdonar. ¿Cuántas veces? Jesús responde a Pedro, que le pregunta: hasta setenta veces siete. ¡Toda la vida hemos de perdonar! Porque a lo largo de toda nuestra vida necesitamos también la mirada cálida, tierna, dulce, de Dios que nos levanta.

Aprender a confiar

Continúa este evangelio: “Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá”. No podemos iniciar ningún proyecto si antes no confiamos. Y es la confianza la que nos llevará a pedir, a llamar, a caminar para conseguir llegar a nuestra meta.

Muchos de los males existenciales que afectan a las personas tienen su raíz en la desconfianza. Muchos psicólogos y especialistas así lo ratifican. La desconfianza genera miedo, mentiras, distanciamiento de los demás, ambivalencia y una fisura profunda en la persona.

Jesús confió totalmente en Dios, aún en los momentos más críticos de su vida. Pero lo más extraordinario es que ¡Dios confía en nosotros! Si Adán, el primer hombre, falló a esta confianza, en Cristo ha quedado restaurada plenamente la confianza entre Dios y la humanidad. La desconfianza facilitó la caída del hombre en el abismo. La confianza de Jesús en el Padre hizo posible su redención.

Confiar en Dios ha de llevarnos a confiar en los demás: la familia, los buenos amigos, la Iglesia… también en las intuiciones de nuestro propio corazón. Creamos, de verdad, que Dios nos ama.

Muchos males psíquicos, que se somatizan y acaban degenerando en enfermedades físicas, podrían resolverse si confiáramos más en Dios. ¿Por qué nos suceden las cosas? Pensemos en ello. También se ha comprobado que muchas personas que padecen diversos trastornos psicológicos y mentales se recuperan antes o mejoran mucho si creen en Dios. La fe les da una fuerza interior enorme. ¿Cómo puede ser de otro modo? Dios es nuestra salud, nos quiere sanos y quiere que nos sintamos plenamente amados.

Nos cuesta confiar. El evangelio nos dice que, ante las ofensas, volvamos la otra mejilla. Nos dice que amemos al enemigo. Es difícil. Pero podemos hacerlo. Imitemos a Jesús. Abandonémonos, con total confianza, en manos de Dios, y él nos dará fuerza para vivir con plenitud nuestra existencia.

2007-07-22

Marta y María

La hospitalidad ante Dios
El evangelio de este domingo nos presenta a dos mujeres judías hospitalarias, que saben acoger al Señor.

La hospitalidad es intrínseca de la cultura judía. Además, Marta y María tenían un vínculo de amistad con Jesús, formaban parte de la familia de amigos de Betania.

Qué importante es saber acoger y abrir las puertas a los demás. Y aún más, qué importante es abrir las puertas del corazón a Dios.

El activismo de Marta

Las dos hermanas tienen reacciones diferentes ante la visita de Jesús. Marta se multiplica en el servicio para atender a su amigo. María se sienta a sus pies para escucharlo. Marta nos recuerda el hiperactivismo, ese afán por hacer, aplicado a muchos aspectos de nuestra vida. Aunque siempre es bueno trabajar por los demás, también es bueno encontrar espacios para hacer silencio, rezar y acoger. Muy a menudo, en nuestro empeño por acoger y servir, nos perdemos en detalles y olvidamos lo más importante: la misma persona a la que recibimos. A veces, la mejor acogida es la escucha.

Hoy la gente va deprisa, corriendo, estresada, preocupada. Y nunca llega. Nos falta tiempo, calma, sosiego. Nos ponemos nerviosos y de aquí pasamos a la inquietud, la angustia y, en muchos casos, la depresión. Hoy día tenemos que plantearnos, no tanto qué hemos de hacer, sino qué hemos de dejar de hacer para encontrar esos momentos necesarios de paz y sosiego. No podremos ser acogedores si en nuestro interior reinan el nerviosismo y la prisa.

La acogida de María

Jesús elogia a María y le dice que nadie le quitará su parte –la mejor parte. María ha centrado su acogida en el amigo que viene a visitarlas y es ella quien recibe el regalo que les trae Jesús: su presencia, sus palabras.

Hoy, viniendo a la eucaristía, los cristianos hemos escogido la mejor parte del día: estar cerca de Jesús, escucharle y, además, tomarle y llevarle dentro. Ese elogio de Jesús a María puede ser extensivo a todos los cristianos. Hemos de aprender a encontrar espacios para acercarnos a Dios e intimar con El. El núcleo de la revelación cristiana es la amistad de Dios con el hombre. Dios no desea otra cosa que cultivar esa amistad, pero sólo será posible si somos capaces de encontrar esos momentos de paz y de silencio.

Dios busca nuestra amistad

Jesús no quiere el servilismo de Marta, no desea que le sirva como una criada, sino que sea su amiga. Hacer muchas cosas puede convertirse, inconscientemente, en un afán por ganar méritos y buscar una recompensa. A Dios, en cambio, sólo le basta que dejemos de hacer y nos pongamos ante él.

La fe cristiana no es tanto lo que yo puedo hacer por Dios sino lo que él hace por mí, ya que se me ha revelado.

Hemos de lograr ser buenas Marías para ser buenas Martas. Con Dios en nuestro corazón, podremos servir y nuestro trabajo será fructífero. Sólo desde la escucha y la contemplación podremos ejercer la caridad.

2007-07-15

Cómo ganar el cielo

Lo que dice la ley

¿Qué hacer para ganar el cielo? Es una pregunta que nos concierne a todos. Nos inquieta el más allá. Venimos a misa, rezamos, practicamos la caridad… y, al igual que aquel judío, preguntamos a Jesús qué hemos de hacer para heredar la vida eterna.

Jesús responde al maestro de la Ley. ¿Qué lees en la Ley? Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con todo tu corazón, con todo tu ser. Esto significa poner a Dios en el centro de nuestra vida, no como una realidad abstracta o esotérica, sino vivida en lo más hondo de nuestro ser. Amarlo con todas las fuerzas, con todo el corazón y toda la mente es amarlo con tenacidad, con pasión, con plenitud.

Pero, a continuación, la Ley también habla del prójimo. “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Esa es la clave de esta lectura.

¿Quién es mi prójimo?, pregunta el judío. Y Jesús le explica la parábola del buen samaritano.

¿Quién es el prójimo?

Un hombre que viaja de Jerusalén a Jericó es asaltado por unos bandoleros, apaleado y dejado medio muerto en medio del camino. Lo ven un sacerdote y un levita, dan un rodeo y pasan de largo. En su actitud, están desoyendo incluso las escrituras del antiguo testamento, que exhortan a practicar la misericordia. Los mismos representantes de esta ley pasan, ignorando el dolor de la persona.

En cambio, pasa un samaritano por allí y se compadece del hombre apaleado. Es el forastero, el mal visto, hoy diríamos “el inmigrante”, el “marginado”. Y es él quien ejerce la caridad. Cuida al hombre herido y lo leva a un lugar donde podrán atenderlo, pagando sus gastos por él.

Con esta parábola, Jesús está universalizando al prójimo. Ya no es el cercano, el pariente, el compatriota o el que practica la misma fe. El concepto de prójimo salta por encima de la Ley, del pueblo judío, de la cultura o las convicciones. Lo importante no es quién es, o de dónde procede. Es un ser humano que necesita ayuda. El samaritano se convierte en un símbolo del mismo Jesús y de la Iglesia. Cura sus llagas ungiéndole con aceite y vino, signos que evocan los sacramentos de la unción y la eucaristía. Jesús vino a curar y a rescatar al hombre caído. Y la Iglesia continúa su labor.

La caridad por encima del precepto

En nuestro mundo vive mucha gente apaleada por el sufrimiento, la soledad, la angustia, la falta de sentido de la vida… Como cristianos, no podemos quedarnos en el cumplimiento del precepto. La ley que quiere Dios, como leemos en el Deuteronomio, está en nuestro corazón y en nuestra boca. No está más allá de nuestro alcance, no es nada que no podamos cumplir.

Hemos de responder al sufrimiento de quienes padecen, llagados anímica y existencialmente. No podemos pasar de largo. En el corazón de la Iglesia también están los pobres, los moribundos, los enfermos, los marginados… Hemos de cumplir los preceptos de la Iglesia, sí, pero también la ley del amor, las exigencias de la caridad.

No basta con venir a misa y cumplir. La caridad es aún más importante. Después de explicarle la parábola, Jesús dice al maestro de la ley: “Anda, haz tú lo mismo”.

Nuestra cultura del progreso tecnológico nos arrastra en la marea del estrés y la prisa. La velocidad nos impide ver lo que hay a nuestro alrededor. La prisa es tremenda, porque nos aleja de la realidad. En cambio, si uno camina despacio puede ver, contemplar, escuchar y saborear.

El progreso científico es estupendo. Pero el bienestar material y tecnológico no basta para hacer feliz a la persona. En medio de la prosperidad, vemos que brota el malestar social, psíquico y existencial. Algunos sociólogos señalan que vivimos en un mundo hiper-tecnificado y narcisista, que nos aleja de lo pequeño, lo humano, lo cotidiano. Nos aleja, también, del que nos necesita.

Jesús revela el corazón compasivo y la bondad de Dios. Como hijos suyos, estamos llamados a alimentar un corazón misericordioso. No podemos permanecer impasibles ante el dolor. Hay que invertir en humanidad, en medios para acoger a los que sufren y viven abandonados, en el arcén. Los cristianos no podemos callar esto. Seamos el corazón de Cristo en medio del mundo, torrente de bálsamo y dulzura para el que sufre.

2007-07-08

Los envió de dos en dos

Una experiencia de evangelización

A parte de los doce, mucha gente se movía alrededor de Jesús, deseosa de descubrir el rostro de Dios. Jesús designa a setenta y dos discípulos y los envía a predicar a las aldeas de su tierra. Los manda para que se entrenen en la gran tarea de ansiar el mensaje de Dios a todos los pueblos.

“La mies es mucha y los obreros pocos”, dice Jesús. “Pedid al amo de la mies que envíe operarios a su mies”. Hay muchos campos para evangelizar, pero somos pocos para ese gran cometido. A los cristianos de hoy, Jesús nos invita a incorporarnos a esa labor misionera de proclamar la buena nueva.

Os envío como corderos

Antes de partir, da a sus discípulos varias consignas. Con estas instrucciones, Jesús deja claro que no quiere colonizar ni obligar a nadie a creer en él.

“No llevéis manto ni bastón, ni os entretengáis por el camino”. “Os mando como corderos en medio de lobos”. Es decir, que en la misión no se trata de imponer nada a quien no quiere abrir su corazón. Los misioneros han de ser humildes, sencillos, pacíficos y mansos como corderos. No podemos arrasar, como ciertas ideologías que van coartando las libertades e imponiendo su criterio. Jesús quiere que los suyos anuncien con serenidad el Reino de Dios.

Dad la paz y anunciad el Reino

La primera consigna es desear la paz a quienes los reciben. La gente está falta de paz, inmersa en problemas de toda índole. Lo primero que deben hacer los apóstoles es desear la paz a todos.

Quedaos allí, continúa Jesús, respetad sus costumbres, comed lo que os den, con gratitud. El obrero bien merece su salario.

La siguiente consigna, que es el núcleo de la misión, es anunciar: el Reino de Dios está cerca, está llegando. Los apóstoles preceden a Jesús, que trae consigo un Reino de paz, más allá de las diferencias; un reino solidario, con esperanza y ánimo para crecer. El Reino de Dios no es otra cosa que la encarnación del amor de Dios en el mundo, a través del mismo Jesús.

Él dará sentido y esperanza a nuestra vida. Se entregará del todo para que alcancemos una alegría existencial plena y profunda. Anunciad esto, dice Jesús. Llega aquel que llenará vuestra existencia de sentido y felicidad.

Sanar el cuerpo y el alma

También les dice Jesús: curad a los enfermos. Sanar es el otro gran cometido de los apóstoles. Mucha gente enferma padece dolencias físicas, pero, más honda aún, que debilita la existencia y la mina por dentro, es la falta de razones para vivir. No saber a quién amar, no sentirse amado, no tener un proyecto, una motivación, algo que dé sentido profundo a la vida, es la enfermedad más grave. Hay muchas personas que tienen de todo: dinero, salud, compañía… Y, sin embargo, aún les falta algo.

Hay una terrible enfermedad que afecta a un nivel humano más allá de lo fisiológico y lo psíquico: la carencia de Dios. El Reino de Dios sanará lo más hondo de nuestro ser. Allí donde no llega la psicología ni la psiquiatría, ni la ciencia médica, allí puede llegar Dios. Ese dolor existencial que no pueden curar los psicólogos puede sanarlo Dios.

Curar a los enfermos, aparte del carisma sanador del cuerpo físico, es también sanar el alma, la vida entera. Ante los grandes interrogantes de la persona: ¿en qué creemos?, ¿quién somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Ni siquiera las ciencias tienen respuesta. Pero la sabiduría que emana del propio Cristo es fuente de salud, tanto para el cuerpo como para el alma.

Vuestros nombres están inscritos en el cielo

Los setenta y dos regresaron contentos. Hasta los demonios y los malos espíritus se les sometían. Cómo no iban a hacerlo, ante la fuerza rotunda del amor, del perdón, de la infinita misericordia.

Pero Jesús les dice que no deben estar contentos sólo porque han peleado y vencido contra el mal. Sí, han hecho un buen trabajo, la gente los ha escuchado y se han convertido. Pero la mayor alegría es otra. “Estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo”. Están grabados en el corazón y en la mente de Dios. Eso debe alegrarnos.

Somos enviados

Cuando finalizamos la misa, el sacerdote nos dice: “Id en paz”. También nos envía, llenos de paz y alimentados por la Eucaristía. Y vamos al mundo como corderos.

No somos lobos ni hemos de ser como ellos para vencerlos. Ser como ovejas, aún llevadas al matadero, como el mismo Jesús, significa renunciar al poder. Después de recibir el alimento eucarístico, tenemos la fuerza suficiente para salir afuera y explicar las grandezas de Dios. Podemos comenzar con la propia historia. ¡Qué gracia tan grande, cuántos dones nos ha dado Dios!

Nuestra misión, hoy, es ésta: anunciar por todo el mundo que el amor de Dios está cerca y que somos instrumentos de ese amor. Ojalá vengamos a misa cada domingo, contentos porque hemos cumplido nuestra labor. El testimonio de una vida entregada a los demás es el mejor mensaje evangelizador que podemos transmitir. No nos rindamos. Continuemos, tenaces, valientes. Demos lo que tenemos y hemos recibido. Comuniquemos.

No podemos quedarnos sólo en la eucaristía, cerrados en el ámbito parroquial. Esto empobrece nuestra fe. No nos quedemos aquí. Fuera la gente nos espera, hambrienta, para que les anunciemos el amor de Dios.

2007-07-01

Déjalo todo… y sígueme

Seguirle sin condiciones

Jesús tenía muy claro que su misión era redimir a la humanidad. Pero esto pasaba por dirigirse a Jerusalén, donde le esperaba la muerte en cruz y, posteriormente, la resurrección. Con su muerte Jesús llevaría a cabo el máximo gesto de entrega. Es en este contexto y en esta tesitura espiritual que Jesús emprende el camino a Jerusalén.

Se encuentra con varios hombres que quieren seguirle, pero… Seguir a Jesús es caminar a la intemperie, sin seguridades. La única certeza es saber que caminamos hacia el Padre. Pero el camino no es fácil y está lleno de riesgos. Unirse a Jesús y caminar con él es tener claro que siempre estaremos en su corazón y que el cielo nos espera en la meta. Pero no tendremos nada seguro en el mundo.

“Deja que los muertos entierren a sus muertos”, dice Jesús. El hombre que quería seguirle le daba un sí, pero con condiciones. De ahí esa respuesta rotunda.

Abrirse a otra familia

Jesús no pide que rompamos los lazos familiares, por supuesto, sino que lo sigamos sin condiciones, con serenidad y total confianza. Cuando se sigue a Jesús no se rompe con nada, más que con aquello que nos puede impedir acercarnos a Dios. No se trata de abandonar la familia de sangre, pero sí de abrirnos a una familia mucho más extensa, que trasciende la biológica: la familia del pueblo de Dios. En esta familia, todos somos hijos de Dios y hermanos, “nación consagrada, estirpe elegida, pueblo santo”.

Dejarlo todo no debe leerse literalmente. Cada cual debe saber estar en su familia, en el trabajo, en su ciudad, en medio de la sociedad, desempeñando sus tareas, dando testimonio y evangelizando desde su lugar. Lo importante es la actitud del corazón.

La excusa más frecuente

Seguir a Jesús no es sencillo, hoy. ¿Qué excusas le podemos poner?

Posiblemente, la más frecuente sea ésta: “No tengo tiempo”. Estamos tan metidos en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestros compromisos, en mil y una cosas… que no tenemos tiempo para seguirlo. ¿No suena esto un poco a excusa? Dios nos lo ha dado todo. Suya es la existencia que disfrutamos, suyo el tiempo de que disponemos. ¿No sabremos darle, al menos, una parte?

Dios no quiere que seamos irresponsables con nuestras obligaciones, pero sí nos pide un tiempo para él. Un tiempo que quizás perdemos vanamente en ocio innecesario, en televisión, en cosas vacías y estériles… Seguir a Dios implica un sacrificio. Pero podemos seguirlo desde nuestro hogar y desde nuestras opciones profesionales.

El que mira atrás no es apto para el Reino del Cielo, leemos en los evangelios. Vemos cómo Eliseo, fiel a la llamada del profeta Elías, lo sigue para ser su ayudante y, más adelante, lo sucederá como profeta. Mata a sus bueyes, obsequia a su familia y lo deja todo. Entierra su pasado. “Enterrar” no es sólo lo físico, sino todo aquello que nos quita vida. Para ello es preciso ser valientes.

Fidelidad para perseverar

La llamada hoy no es sólo a seguir a Jesús. Para los que ya somos cristianos, la llamada es a mantenerse fiel.

La gente se cansa. A todos nos cuesta desvelar nuestra fe, nos olvidamos de Aquel que nos ha hecho existir y nos lo ha dado todo. Nos cuesta seguirle. Porque sabemos que esto implica tiempo, compromiso, cambiar nuestras actitudes, nuestro criterio, nuestra forma de pensar… y poner toda nuestra confianza en Él.

Muchas personas rehusarán escucharnos. Jesús es paciente, no se enfada ante los que rechazan su mensaje. Cuando sus discípulos le piden que haga descender fuego del cielo sobre aquella aldea que no los quiere recibir, él los reprende y se marchan de allí. La verdad no puede ser impuesta a nadie, y Jesús lo sabe. Con dolor, puesto que los que se cierran al amor de Dios viven ensimismados, intoxicados en su cerrazón, faltos de oxígeno. Pero Jesús nos dice que, si bien unos lo rechazarán, otros abrirán su corazón. Por esto hemos de continuar trabajando, entusiastas, tenaces, para difundir nuestra fe.

Valentía, tenacidad y confianza: con estas tres virtudes podremos emprender nuestro camino de seguimiento a Jesús.