2009-04-26

Llamados a ser testigos

3 domingo de Pascua - B -
“Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión de los pecados a todos los pueblos. Vosotros sois testigos”.
Lc 24, 35-48

Soy yo en persona

Este evangelio del tercer domingo de Pascua es continuación de la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús. Los dos corren hacia Jerusalén para comunicar a los once esta gran noticia.

Como las mujeres, los de Emaús se convierten en apóstoles de los apóstoles. Impresionados por el encuentro iluminador con Jesús resucitado, son auténticos testigos de esta gran experiencia.

Jesús entonces se aparece a sus discípulos, reunidos, y les da la paz. Ellos se llenan de alegría y de asombro y les asalta la duda. ¿Es realmente su maestro? Ante su desconcierto, Jesús les dirá que no se alarmen, es él, en persona.

Es lógico que al principio ellos se queden atónitos y duden. También nosotros nos preguntaríamos si no estamos ante una visión o un fruto de nuestra imaginación. Pero Jesús insiste: palpadme. Estoy vivo en medio de vosotros, no soy un fantasma. Con estas palabras, el autor resalta el aspecto histórico de la resurrección. No se trata de una sugestión, ni de una experiencia psíquica, sino de un encuentro real. Entonces los discípulos ven con claridad que las sagradas escrituras ya habían profetizado que él moriría y resucitaría de entre los muertos.

Jesús sigue entre nosotros

Cada domingo, Jesús se nos da como pan en la eucaristía. A través del sacerdote, nos dice: tomad y comed. No come con nosotros, somos nosotros quienes nos alimentamos de él. ¿Creemos de verdad que ahí está su cuerpo y su sangre? ¿Creemos que su presencia es real, aunque invisible, tan cierta como cuando se presentó entre los suyos?

El hecho cristiano fundamental es la resurrección. De ahí brota nuestra fe. Esta experiencia ha de marcar toda nuestra vida. El Cristo a quien seguimos es el Señor, vivo en medio de nosotros.

Siempre he pensado que, cada vez que lo tomamos en la eucaristía, especialmente en este tiempo de Pascua, este acto tiene el mismo rango de certeza y profundidad que tuvieron los apóstoles. Ese Cristo que vive en nosotros, resucitado, es el mismo que vieron los apóstoles, que con tenacidad y fuerza proclamaron al Jesús vivo por todo el mundo. Pero, ¿qué nos pasa? Hoy, parece que la luz de esa experiencia se nos apaga.

La resurrección nos cambia

Creer en el Cristo Pascual es creer que nosotros también estamos llamados a comunicar algo extraordinario, sobrenatural. Si esto no nos cambia, ¿qué podrá cambiarnos? La experiencia de la resurrección nos hace pasar de la mentira a la verdad; del odio al amor; de la ambigüedad a la autenticidad; de la mezquindad a la generosidad; de la rebeldía a la docilidad. Si no cambiamos, estaremos actuando como muchas personas que ven a Jesús como un personaje histórico, que hizo mucho bien, pero simplemente se quedan en su aspecto humano, extraordinario, sí, pero pequeño y limitado por la muerte.

Creer que Jesús fue un hombre bueno sin más, no es ser cristiano a todas. Hasta los agnósticos consideran que Jesús fue una gran persona. Pero los creyentes vamos más allá. Creemos que Cristo está vivo, ahora y aquí. Hemos de convertirnos en cristianos pascuales. La alegría ha de ser un distintivo específico en nosotros.

El ágape

En este evangelio, vemos a Jesús comiendo con los suyos. Es un momento de familiaridad, de cercanía, de amistad. El gesto tiene sabor eucarístico. Con este detalle, el autor insiste en la presencia real y física de la aparición. Un fantasma no come, ni se puede tocar. Jesús resucitado no es una abstracción espiritual, no es una fábula ni una idea bonita. Es una realidad que podemos palpar y que tocamos cada vez que lo comemos, cada domingo. La eucaristía es esto: actualización de la Pascua de Cristo.

La misión

Además, Jesús dice a los suyos que serán testigos. Hoy, la Iglesia nos recuerda que los cristianos, en un mundo sin fe ni esperanza, estamos llamados a ser testigos privilegiados de aquella primera experiencia que hoy revivimos. “En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados”. El mensaje de Jesús no es de condena, de temor ni de amenaza de un juicio implacable. Al contrario, su anuncio está lleno de esperanza. Dios puede cambiar nuestro corazón, su amor cura, perdona, libera. Podemos cambiar nuestra vida lastrada por la culpa para iniciar una vida nueva, con la resurrección en su horizonte. Una vida donde el amor siempre vencerá al mal y a la muerte.

Ojalá la fuerza del Espíritu que hizo resucitar a Jesús nos levante y salgamos corriendo al mundo a anunciar esta buena nueva.

2009-04-19

La alegría de ver al Señor

2º domingo de Pascua - ciclo B
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Y luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.
Jn 20, 19-31

¡Hemos visto al Señor!

En estos días de la octava pascual hemos ido leyendo los evangelios de las apariciones de Jesús a sus discípulos. Todas tienen en común algo característico: el paso del desconcierto y el temor a la alegría de encontrarse con el Señor. Este domingo que cierra la octava de Pascua la liturgia nos ofrece la lectura de la aparición de Jesús a los suyos en el cenáculo, sin Tomás y después con Tomás.

Los discípulos permanecen en una casa, encerrados y temiendo represalias de los judíos. Están confusos y desorientados: tienen miedo. Jesús, estando las puertas cerradas, se aparece en medio de ellos diciéndoles: “Paz a vosotros”. Más allá de atravesar los muros del cenáculo, atraviesa el muro de esos corazones pusilánimes y abatidos. Jesús es capaz de entrar en lo más hondo de nuestra vida. Ante el desespero de los suyos, les anuncia la paz. Es la primera palabra que sale de la boca del resucitado: el shalom hebreo.

Los discípulos necesitarán paz para levantarse y, con entusiasmo, predicar la experiencia de su encuentro con el resucitado. Jesús sabe que están desconcertados y que necesitan alguna prueba. Será entonces cuando les dirá: “aquí tenéis mis manos y mi costado”. Ellos, finalmente, creen y se llenan de alegría. Del miedo y el abatimiento pasan al gozo de poder ver cara a cara a su Señor, resucitado.

La confesión de Tomás

En la segunda parte de este evangelio, vemos a todos juntos con Tomás, que no había estado presente en la primera aparición. Los que han visto resucitado al Señor se lo explican a su compañero: “Hemos visto al Señor”. Se convierten así en apóstoles de Tomás. Pero él insiste: “Si no lo veo ni lo toco, no creo”.

Es entonces cuando Jesús aparece de nuevo ante ellos y, dirigiéndose a Tomás, le invita a poner sus manos sobre su costado y sus llagas.

Ante la evidencia luminosa de la resurrección de Jesús, Tomás cae de rodillas y, con humildad, hace una profunda confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Jesús quiere que Tomás le toque las llagas que hacen tangible su presencia. Y elogia a todos los que creen sin haber visto. Muchos han dado la vida por Jesús: mártires, santos, sin haberlo visto. Pero la fuerza de los testimonios de la primera comunidad nos ha llegado hasta hoy gracias al impulso de esos apóstoles que dieron la vida por el resucitado. El mismo Pablo, que tampoco lo conoció, en su camino hacia Damasco queda invadido por la luz gloriosa de Cristo.

Nosotros también somos llamados

Nadie ha visto a Dios jamás, dice San Juan, pero sí lo hemos sentido dentro de nosotros como algo realmente vivo. Esta experiencia de proximidad con Dios nace en el momento de nuestra conversión.

Los cristianos hemos de ayudar a que otros descubran el verdadero rostro de Jesús resucitado. Nosotros, hoy, estamos aquí porque así lo creemos y le tomamos en la eucaristía porque queremos.

Quizás lo más preocupante ahora no es tanto la incredulidad de muchos en nuestra sociedad, sino la apatía de los que decimos creer. El ateísmo social que percibimos quizá sea debido a nuestra tibieza, a que un día dejamos de creer con entusiasmo y convertimos nuestra fe en una rutina. De aquí las iglesias vacías y la indiferencia de la gente. Hemos reducido nuestra fe a un cumplimiento ritual, no vemos en ella una oportunidad constante de evangelización.

Necesitamos volver a hacer una experiencia de reencuentro con Jesús para darnos cuenta de que él nos pide mucho más de lo que estamos haciendo. Estamos llamados a convertirnos en auténticos apóstoles de la alegría del resucitado.

2009-04-12

Cristo ha resucitado

Domingo de Pascua – ciclo B –

Llegó Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo, sino enrollado aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Jn 20, 1-9.

El núcleo de nuestra fe

Hoy celebramos la fiesta de todas las fiestas. En todo el mundo, estalla la alegría del acontecimiento pascual: Cristo ha resucitado de entre los muertos.

Este acontecimiento es el núcleo de nuestra fe. De ahí parte nuestro ser cristiano. Pero, ¿qué significa que Cristo ha resucitado? Significa que nosotros también estamos llamados a resucitar con él. Nuestra vida, a partir de ahora, tendrá más sentido que nunca. Ni el dolor, ni la tristeza, ni el miedo a morir, jamás nos abatirán. Con su resurrección, Jesús nos abre las puertas de la vida eterna, que ya experimentamos aquí, ahora.

Estos días pasados hemos meditado el camino de la cruz, su sufrimiento y su muerte. Pero hoy exultamos de júbilo porque al Jesús histórico de la cruz Dios Padre lo ha resucitado.

Nuestro itinerario cristiano

Nuestro itinerario como cristianos ha de ser éste: ir muriendo poco a poco al hombre viejo, rechazando el egoísmo, e irnos instalando en la caridad, para convertirnos en hombres nuevos. Hemos de ir transformando nuestra vida en la vida de Jesús. Su unión íntima con el Padre le llevará a vencer la muerte. De la misma manera, todos estamos llamados a revivir ese gran acontecimiento. Así, nos convertimos en auténticos cristianos pascuales. Todo nuestro yo ha de transpirar la fuerza del resucitado. Nuestras manos han de ser acogedoras, nuestros pies han de caminar hacia el necesitado; nuestros labios han de comunicar la alegría de Dios a los demás. Pero por encima de todo, nuestra alma y nuestro corazón tienen que ser eminentemente pascuales. Con Jesús resucitado, llega el momento de instalarnos definitivamente en la alegría y alejarnos del pesimismo y del abatimiento. Como dice San Pablo, esperamos con Cristo y resucitamos con él. Ni el dolor ni la tristeza han de quitarnos el gozo existencial de saber que un día resucitaremos.

La tumba vacía: signo de resurrección

El relato de san Juan está lleno de belleza y de un profundo mensaje pascual. María Magdalena va temprano al sepulcro. Se pone en camino, ella que ha sentido un profundo amor liberador, para embalsamar con ternura el cuerpo de su maestro. Pero se encuentra con la gran sorpresa de que su cuerpo no está en el sepulcro. Desolada, va a comunicar lo sucedido a los discípulos.

Para los judíos, el sepulcro vacío es un signo que apunta hacia la resurrección. Pedro y Juan corren hacia allí. En esa tumba vacía ya perciben algo, y las escrituras que predecían la muerte y resurrección del Mesías comienzan a cobrar sentido para ellos. Por eso ven y creen. De la incertidumbre y la inquietud pasan a la esperanza.

Cuando estamos desconcertados por alguna desgracia, también nos lamentamos porque hemos perdido algo importante, al igual que María Magdalena, que creía haberlo perdido todo. Pero es junto al sepulcro vacío cuando empieza a nacer en ella un pálpito de que algo nuevo está aconteciendo. Ella, con Cristo, ha muerto ya a la mujer vieja y está a punto de convertirse en testigo privilegiado de su resurrección.

La alegría cristiana

Nuestra vida, como la de aquellos discípulos temerosos, también ha de pasar del catecumenado, siguiendo a Jesús, al encuentro. Hoy lo encontramos vivo, resucitado. A partir de ahora, hemos de vivir de otra manera, trascendida. Hemos de creer en la Vida con mayúsculas. Si en viernes santo hablábamos de no causar sufrimiento a nadie injustamente, hoy hemos de comprometernos a que la gente a nuestro alrededor tenga vida. Hemos de ayudar a que descubran que sólo amando de verdad se vive plenamente. La alegría ha de marcar nuestro talante, nuestra forma de ser. Hoy, pese a todo, hemos de alegrarnos y estar gozosos porque Cristo ha resucitado.

Hoy, más que nunca, hemos de decir sí a la vida. Sí a la vida, que significa sí a los demás, sí a la naturaleza, sí a la libertad, sí al amor, sí a Dios. Porque él es fuente y origen de nuestra vida.
Solo así alcanzaremos la auténtica felicidad.

2009-04-05

El drama de un hombre justo

Domingo de Ramos – ciclo B –

“Todos vais a caer, como está escrito: «Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas». Pero, cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea”.
Mc 14, 1-15, 47.

Tras esta lectura de la pasión y muerte de Jesús, lo primero que nos sobreviene es un gran silencio. Un silencio abismal, como aquel que debieron sentir quienes contemplaban la muerte del crucificado. Un silencio que hace exclamar al centurión: “Verdaderamente, éste era Hijo de Dios”.

Impresiona ver al que ha amado y cumplido la voluntad de Dios colgado y agonizante, sufriendo en la cruz.

La pasión se reproduce hoy

Pero estos días de Semana Santa hemos de ir más allá del aspecto estético de las celebraciones. La pasión y la cruz no son un espectáculo sobrecogedor, sino un auténtico drama humano, que se repite a lo largo de la historia. Es el drama de la injusticia contra aquel que expresa la voluntad de Dios.

Hoy, muchos son los que padecen. En medio de la crisis, vemos a muchas personas afectadas por el paro, familias amenazadas por la pobreza. Aún más: si miramos al mundo, veremos a niños abandonados, a adolescentes sin esperanza, a ancianos maltratados y olvidados, a mujeres que sufren en silencio, soportando su dolor y el de sus familias. En todos ellos se actualiza la Pasión de Cristo.

La pasión no es algo que nos cae lejos, y el mundo a menudo se hace cómplice de tantas situaciones atroces. Es el momento de preguntarse en qué medida cada uno de nosotros está contribuyendo a ese sufrimiento.

El mayor dolor: el daño moral

El drama de Jesús no es sólo la tortura a la que se ve sometido, ni los padecimientos físicos de su condena –los azotes, la corona de espinas, las burlas, las agresiones… Más allá del daño físico y psicológico, Jesús sufre el daño moral y espiritual de sentirse negado, traicionado y abandonado por sus amigos.

La negación de la amistad duele intensamente. “No lo conozco”, dice Pedro, que ha caminado durante tres años con él y ha vivido experiencias profundas y hermosas a su lado. El mismo Pedro que fue rescatado cuando caminaba sobre las aguas; el que lo acompañó al monte Tabor, el que profesó su fe, reconociéndolo Hijo de Dios. Negar esa amistad tan bella debió herir a Jesús en lo más hondo.

También sufre la traición de uno de los Doce. Quizás por diferencia de pensamiento, o porque Judas tenía otras expectativas, tal vez esperaba un Mesías político y batallador contra el poder establecido, este discípulo se alejó de él. Jesús le mostró que simplemente quería hacer la voluntad de Dios, aún pasando por el rechazo y la muerte. Y Judas lo vendió a los sumos sacerdotes. Lo más doloroso es que era alguien cercano, llevaba la bolsa y la economía del grupo; por tanto, Jesús tenía depositada en él su confianza.

Nosotros también causamos pasión

Cuando alguien del entorno más cercano, ya sea amigo, esposo, hermano, compañero, nos traiciona, sentimos esa lanza clavada en el costado y las punzadas de la corona de espinas.

Y, por otra parte, a veces somos nosotros quienes actuamos como Judas. Negadores, hipercríticos, egoístas, olvidamos lo más importante y herimos, no sólo al vecino, sino a nuestro prójimo más cercano, incluso por detrás. Estamos enfermos de críticas. Cuando nos sumamos a la agresión contra alguien, por celos o despecho, estamos causando pasión.

Tal vez rezamos mucho, asistimos a Via Crucis, a procesiones y a liturgias. Pero, si no cambiamos nuestra actitud, estaremos reproduciendo la Pasión. Cada vez que dejamos de ser solidarios, que nos importa bien poco el sufrimiento de los que viven cerca; cada vez que nos cerramos en nosotros mismos, impidiendo que el drama humano de Jesús cale en nosotros, estamos dejando de contribuir a la paz.

Las guerras que azotan nuestro mundo no son sino la suma de miles de pequeños afluentes, ríos de egoísmo que confluyen en un océano de violencia que estalla. Esas pequeñas rencillas personales, en grande, son bombas que desgarran muchas vidas inocentes. Cada uno de nosotros se suma a la guerra cuando no sabe vivir en paz con el que tiene al lado, cuando alimenta su egoísmo y sus odios. De la misma manera, un sencillo gesto de amor y de bondad es el antídoto de la guerra y contribuye a que el bien se vaya instaurando en el mundo. La paz también está en nuestras manos.

Cómo aliviar la Pasión

¿De qué sirve darse golpes de pecho? ¿Qué estamos cambiando realmente en nuestra vida? ¿Nos estremece ver a Jesús clavado en la cruz? ¿Nos dice algo su mirada? ¡No podemos permitir que le sigan clavando, hoy!

La Pasión es el mismo Dios clavado. ¿Cómo aliviar ese dolor? Amando –a nuestro cónyuge, a nuestros familiares, compañeros, amigos. Amando la bondad, la naturaleza, el mundo, la vida.

Más allá de las prácticas religiosas, esta Semana Santa nos invita a la reflexión y a un cambio de vida. No tengamos dobleces, aprendamos a ser más amables, serviciales, honrados, sacrificados por amor. Abandonemos la crítica y las maledicencias, para siempre. Seamos más comprensivos, más santos. Seamos buenos. Nuestro testimonio cristiano es crucial para que el bien cunda en el mundo. La gente se fija en nosotros, y a menudo nos critican, y con razón, porque nuestra actitud y nuestras obras no son coherentes con la fe que predicamos. Por eso no podemos trivializar nuestra presencia en la sociedad. O nos lo creemos y nos comprometemos, o estaremos perdiendo el tesoro que recibimos, y dejando de anunciar un mensaje de esperanza que tantos anhelan.

Ante la cruz, dejemos que el dolor penetre nuestra vida y nos depure, nos sane y nos rescate. Jesús muere para lavarnos con su sangre.