2017-09-29

Los que pasarán adelante en el reino

26º domingo ordinario  - A

Ezequiel, 18, 25-28
Salmo 24
Filipenses 2, 1-11
Mateo 21, 28-32


Hoy os propongo meditar despacio en las tres lecturas: la primera de Ezequiel, la de la carta de san Pablo a los Filipenses y el evangelio de Mateo.

El profeta Ezequiel recoge la queja de muchas personas que acusan a Dios de ser injusto porque las cosas les van mal. El profeta replica: ¿No seréis vosotros los que sois injustos? Porque, muchas veces, lo que nos ocurre es consecuencia de nuestra conducta y nuestros actos. Ezequiel exhorta a su gente a ser responsable y a asumir las consecuencias de sus obras. No carguemos a Dios las culpas de nuestros errores.

San Pablo ruega a los fieles: por favor, olvidaos de vuestros egoísmos, vuestros intereses, vuestras rencillas y envidias. Todo eso rompe la comunidad y os desune. Tened los sentimientos de Cristo: es decir, procurad tener el corazón de Cristo, que vino a servir, a cuidar a los demás, a darnos todo. Las personas somos orgullosas. Bajo un pretexto de dignidad y honor, escondemos nuestra soberbia y nuestro afán de figurar, de ser importantes y reconocidas. Pablo dice: Jesús, que era Dios y podía haber exhibido su grandeza y su poder, nunca lo hizo. Es más, se sometió a algo que parece increíble para un Dios: ¡morir! Y no una muerte heroica o serena, sino la muerte más vergonzosa y atroz que uno podía imaginar entonces: la cruz, la muerte reservada a los delincuentes y los esclavos. En esta entrega y en esta humillación es como Cristo alcanza su realeza. Nosotros, si queremos ser como él, hemos de adoptar su mismo espíritu de servicio y donación a los demás, aprendiendo a ver, en cada persona, un hijo de Dios y hermano nuestro. ¡Por mucho que nos cueste!

Si Ezequiel y san Pablo nos parecen exigentes, en el evangelio de hoy Jesús resulta provocador. Muchas personas de “buena voluntad” se enfadan y no entienden este pasaje. ¿Cómo puede decir esto Jesús? ¿Qué significa que las prostitutas y los publicanos nos pasarán delante en el reino de Dios? Muchos cristianos prefieren leer esto de corrido, y no pensar demasiado en ello. Si ahondamos en lo que Jesús nos está diciendo, a todos nos va a incomodar un poco. ¡Pero conviene que sea así! Jesús no vino a adormecernos con palabras complacientes, sino a desvelarnos y a llamarnos a vivir con el alma bien despierta.

Jesús propone la parábola de dos hijos a quien su padre manda ir a trabajar a la viña. Uno parece rebelde y no quiere ir. Es la resistencia que muchos oponemos a Dios. No me apetece, no es buen momento, ahora no puedo, no estoy preparado… ¡Cuántos “peros” le ponemos a Dios cuando nos llama! Al final, sin embargo, si nuestro corazón está un poquito abierto, él nos toca, sentimos su amor, su urgencia, y vamos.

Pero otras veces actuamos diferente. ¡Voy, Señor!, decimos. Se nos llena la boca de palabras y de buenas intenciones. Aparentamos rectitud, moralidad, espiritualidad… Somos buenos cumplidores, de fachada: todo amabilidad y cortesía. Pero, a la hora de la verdad, no nos entregamos. No vamos a la viña del Señor. Decimos, y no hacemos. Escuchamos pero no ponemos en práctica. Todo queda en discursos vacíos. ¿No estaremos siendo un poco hipócritas?

Si hay algo que Jesús no soporta es la arrogancia y la hipocresía. Por eso nos avisa con severidad. Muchas personas sencillas, incluso “pecadoras”, alejadas de la Iglesia, que llevan una vida de dudosa moralidad según nuestros principios, esas personas quizás tienen el corazón más abierto y entienden mejor cómo ama Dios. Quizás son mucho más compasivas y solidarias con los demás. En las parroquias, por ejemplo, cuando se pide ayuda para Cáritas o para alguna campaña, todos hablan. Pero, a menudo, los que más ayudan son los que menos recursos tienen. Quizás tienen menos dinero, pero tienen más generosidad. Lo mismo sucede en el plano espiritual. Quizás hay personas que son menos religiosas, menos practicantes y que apenas conocen la doctrina cristiana. Pero saben amar, saben ser generosas, saben ayudar a los que sufren y no se llenan la boca de críticas, porque no tienen orgullo ni se sienten mejores que los demás. Estos nos adelantarán en el camino del reino. Jesús nos los pone de ejemplo, nada menos. No se trata de imitar sus fallos, sino su humildad y la ternura de su corazón. Pensemos… ¿Quiénes son los publicanos y las prostitutas de hoy? ¿Qué lección hemos de aprender de ellos? Cuando Dios nos llama, a través de algún sacerdote, o de otras personas o circunstancias, ¿qué respondemos? ¿Decimos: sí, voy, pero luego no cambiamos de vida? ¿O recapacitamos y, finalmente, vamos?

Dejemos que esta lectura nos interpele y que Jesús nos hable, de tú a tú, al corazón. Dejemos que nos toque, sin miedo, y nos cambie.

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2017-09-21

¿Tienes envidia porque soy bueno?

25º Domingo Ordinario - A

Isaías 55, 6-9
Salmo 144
Filipenses 1, 20-27
Mateo 20, 1-16

La parábola de los viñadores de última hora es una gran lección que Jesús nos da a los cristianos y a los que estamos comprometidos con el evangelio y su anuncio. La viña es el mundo, el amo es Dios y los viñadores son aquellos que trabajan por expandir su reino. Somos muchos, algunos llevamos muchos años trabajando en parroquias, comunidades o movimientos. Otros se han ido incorporando más tarde. Algunos son recién llegados. ¿Por qué han tardado tanto en sumarse a la gran tarea de la evangelización? Por motivos muy diversos, que quizás no conocemos. El caso es que muchas personas pasan buena parte de su vida desorientadas, buscando el sentido a su vida y esperando, como esos trabajadores desocupados en la plaza, que alguien los llame.

Tanto si nos hemos convertido en la infancia como si nuestra conversión es fruto tardío, Dios valora muchísimo todo lo que hagamos por él y por su reino. No importa si hemos invertido décadas, días o unas horas. Todo lo que hemos hecho por amor cuenta. Y lo va a remunerar según su justicia. ¡Y aquí es donde llega la sorpresa!

El amo de la viña paga lo mismo a todos los obreros: los que trabajaron de sol a sol y los que fueron a la viña al atardecer y sólo trabajaron una hora. ¿Cómo es posible? Según nuestros criterios laborales y económicos, eso es injusto. Nadie aceptaría un trato así. Pero el amo de la viña se explica.

Primero, no comete injusticia pagando a los obreros lo que acordó con ellos. ¿El trato era un denario por día? Pues si les paga esta cantidad, cumple lo pactado. Son los empleados los que se comparan entre ellos y piensan que, a más horas trabajadas, deberían cobrar más.

Esta es la forma de pensar del mundo: tanto haces, tanto ganas. Todo el mundo debe recibir según trabaje. Quien hace más merece más. En la cultura del mérito, el salario se mide por el esfuerzo, el tiempo y los resultados. Lo prioritario es la faena y el beneficio material. Pero ¿dónde entra la persona en este esquema? Es una mera máquina productora. Si trabaja menos, entonces debe ganar menos.

La justicia de Dios no mira la productividad, sino la persona. Los obreros de última hora han trabajado menos, sí, pero también tienen familia que mantener. También necesitan casa, alimento y vestido, igual que los otros, o quizás más.  A la necesidad material se suma, quizás, la angustia por no tener trabajo y la tristeza por sentirse inútiles o improductivos. El amo de la viña sabe esto y actúa, no siguiendo las leyes del mercado, sino las del corazón.

Dios recompensa, no según el merecimiento, sino la necesidad. Esta es su justicia. No nos da lo que merecemos, sino lo que sabe que necesitamos. ¡Y menos mal que lo hace así! Esto es lo propio de un corazón lleno de misericordia y amor. Porque, si somos sinceros, ¿qué merecemos? Todos cometemos errores y fallamos. Todos traicionamos a Dios, alguna vez en la vida. Todos le ignoramos, le relegamos a un segundo plano, le olvidamos, somos negligentes y cobardes a la hora de servir a los demás y trabajar por su reino. Si Dios nos tuviera que dar lo que merecemos, ¡pobres de nosotros!

Pero no es así. Dios, como una buena madre, da a sus hijos lo que necesitan, y da generosamente, con amor y esplendidez. No le importa dar lo mismo a todos, incluso más a quienes ve más débiles y vulnerables. ¡Puede hacerlo! ¿Estaremos envidiosos porque es tan bueno?

Lamentablemente, muchas personas, incluso personas comprometidas con la Iglesia, somos duras de corazón. Nos enfada que Dios sea tan bueno, tan generoso, tan comprensivo. Quisiéramos ser los favoritos, ¡porque hemos hecho tanto! Y resulta que Dios mima a los que han llegado después que nosotros. Al final, lo que sucede es que el centro de nuestra misión no era ni siquiera Dios: éramos nosotros, nuestro buen hacer, nuestro ego, nuestro orgullo. Por eso nos irrita que Dios sea magnánimo con los que no llegan a nuestro nivel.

Si realmente dejamos que Dios habite en nosotros, su amor nos hará ser como él y seremos los primeros en alegrarnos de que Dios sea espléndido con los últimos. Nos uniremos a su alegría cuando abraza a un hijo pródigo. Y colaboraremos con él para llamar a muchos que están esperando, en la plaza de este mundo, que alguien les dé una buena noticia y los invite a formar parte de ella.

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2017-09-15

El perdón liberador

24º Domingo Ordinario - A

Eclesiástico 27, 33-28, 9.
Salmo 102.
Romanos 14, 7-9.
Mateo 18, 21-35.

Esta semana Jesús toca un tema muy sensible: el perdón. ¿Cuántas veces hemos oído decir: “Yo perdono, ¡pero no olvido!”? ¿Cuántas veces lo hemos dicho nosotros mismos? En el fondo, cuando decimos que no olvidamos queremos decir que no perdonamos del todo. Guardamos la deuda pendiente, bien anotada y grabada en nuestro memorial de agravios.

Todos sufrimos experiencias de injusticia y ofensa. Todos sabemos de alguien que, en algún momento de nuestra vida, nos ha hecho daño, adrede o quizás no. Y casi todos tenemos algún rencor, más o menos secreto, que nos va corroyendo por dentro. Al cabo de los años, si no logramos perdonar a esa persona, el resentimiento nos envenena el alma y nos amarga. Puede incluso dificultar nuestras relaciones y ser un obstáculo para nuestro crecimiento. El no perdonar ya no hace daño al otro, pero sí a nosotros. La otra persona quizás ya ha olvidado… Pero nosotros no, y esto nos merma y nos esclaviza.

Jesús, muy sabiamente, explica la historia del señor y su siervo deudor para que comprendamos qué insensatos somos cuando no perdonamos. ¡Dios nos perdona tantísimo! Y, además, olvida. No lleva cuentas del mal. No nos reprocha nada. Nos restaura y nos acoge con un abrazo, como el padre del hijo pródigo. ¿Cómo no vamos nosotros a perdonar a los demás? A veces nos sentimos ofendidos por pequeñeces y, en cambio, nosotros hemos causado daños mucho mayores. Cuando se trata de nosotros, pedimos empatía y comprensión. Cuando se trata de los demás, nos mostramos despiadados.

Perdonar es liberador. Perdonar es desatar cualquier nudo o trauma que hayamos podido sufrir. No se trata de aceptar la injusticia, sino de entender que la otra persona también tiene sus razones, sus fallos y sus heridas. Aunque quisiera causarnos un perjuicio, pensemos qué mal debe estar alguien que deliberadamente quiere dañar a otro. Nuestro rencor no va a solucionar nada. Y si llegamos a la venganza, aún peor, porque estamos alargando la espiral de ofensas y abriendo la herida.

Quien logra perdonar, de corazón, experimenta una gran liberación interior y recobra la paz. Es impresionante ver los testimonios de algunas madres de víctimas del terrorismo cuando logran mirar a la cara a los asesinos de sus hijos y ofrecerles su perdón. Parece humanamente imposible… En realidad, es humanamente espléndido, digno de alguien que se siente y actúa como hijo de Dios. Esa grandeza de corazón redime el delito, puede provocar un cambio en el ofensor y libera de la amargura a la víctima. Juan Pablo II, visitando en la cárcel al hombre que intentó matarlo, y perdonándole, nos dio ejemplo a todos los cristianos. Hizo tal como Jesús nos pidió, tal como Dios mismo lo hace continuamente con todos.

“¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud a Dios?”, dice el libro del Eclesiástico (en la primera lectura de hoy). “No tiene compasión de su semejante ¿y pide perdón por sus pecados?” Hoy, cuando nos encontremos en la misa con nuestros vecinos, conocidos y demás feligreses, pensemos con calma. Antes de tomar al Señor, ¿he perdonado de corazón a mis enemigos? ¿Hay alguien con quien tenga que arreglar cuentas pendientes? ¿Debo pedir perdón o perdonar? Hagámoslo antes, si queremos que nuestra ofrenda sea grata a Dios. De lo contrario, por muchas misas a las que asistamos, todo será hipocresía.

Jesús es muy claro y rotundo en esto porque conoce la importancia del perdón. Sabe que el perdón cura, sabe que el perdón sana, tanto el cuerpo como la psique. Cuando Jesús hace un milagro, siempre perdona. Es una de las peticiones más detalladas del Padrenuestro. Perdónanos… como nosotros perdonamos…

Aprendamos el arte del perdón. ¿Cuesta? Sí, pero se aprende practicándolo, y con el tiempo se nos irá ensanchando el alma, se nos fundirá la dureza de corazón y nos costará menos ser misericordiosos, como nuestro Padre del cielo lo es. Entonces mereceremos el elogio de Jesús: Felices los compasivos, porque también recibirán la compasión inmensa y desbordante de Dios, que todo lo perdona, todo lo limpia, todo lo salva.

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2017-09-08

Todo lo que atéis en la tierra

23º Domingo Ordinario - A

Ezequiel, 33, 7-9
Salmo 94
Romanos 13, 8-10
Mateo 18, 15-20

Jesús es un gran maestro. La mayoría de sus enseñanzas no se limitan a la vida espiritual, sino que tocan asuntos muy terrenales y situaciones que todos nos podemos encontrar. Hoy Jesús nos da una gran lección de lo que significa la corrección fraterna.

A todos nos resulta fácil corregir a los demás. Tenemos como un sexto sentido para captar las imperfecciones ajenas, sus injusticias y sus ofensas. Tenemos, también, una lengua rápida para acusar, criticar y reprochar. Pero no siempre tenemos la valentía de hablar con la persona que creemos que se equivoca, cara a cara y con honestidad. Nos resulta más fácil criticarla a sus espaldas, haciendo corrillo con otros y divulgando a los cuatro vientos toda clase de difamaciones. A nuestra crítica se suman las habladurías de los demás, y así acabamos «haciéndole un traje nuevo», como suele decirse. Un traje que, por desgracia, casi nunca le encaja bien, es exagerado, cruel y a veces totalmente inadecuado.

Sin embargo, corregir al que yerra es una obra de misericordia. ¿Cómo hacerlo bien? ¿Cómo corregir y educar sin caer en la crítica despiadada o el insulto ofensivo? ¿Cómo podemos corregir sin caer en la injusticia?

Jesús nos da la pauta. Lo primero es hablar con la persona, en privado, sin dar lugar al chismorreo. De tú a tú, dialogando con serenidad, la otra persona puede responder y explicar por qué actúa como lo hace. Quizás tiene motivos que no conocemos y, cuando los explique, podremos comprenderla mejor y ayudarla, si lo necesita. Muchas veces creemos que los demás se equivocan porque no actúan como a nosotros nos parece mejor, pero pueden tener razones bien fundamentadas.

Un segundo paso. Si la persona no justifica su conducta, y persiste, puede ser necesario tener otra conversación con testigos discretos que le hagan reconsiderar su forma de obrar.

Finalmente, si la persona corregida tampoco así hace caso, se puede exponer el caso ante la comunidad, para que sean todos los que le llamen la atención y le pidan que reconsidere su conducta. En el caso más extremo, habrá que retirar la confianza a esa persona que no respeta al grupo y actúa sin tener en consideración a los demás. Pero siempre evitando la violencia y la humillación.

¿Cómo practicar la corrección fraterna? La norma es: no lo hagas si no es con caridad. Porque la caridad evitará la violencia, el murmullo, la calumnia y la dureza. San Pablo en su carta a los romanos lo explica de manera maravillosa. No debemos nada a nadie, más que el amor. Porque todos nosotros somos deudores de amor: ¡hemos recibido tanto! Por eso toda la ley puede resumirse en el mandato del amor. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

A la hora de corregir o enseñar a los demás, pensemos: ¿cómo me gustaría que me trataran a mí? ¿Cómo me gustaría que me corrigieran, si tienen que hacerlo? ¿Cómo me gustaría que me dijeran las cosas? A buen seguro, nos disgustaría mucho que criticaran a nuestras espaldas, o que contaran falsedades, o que nos echaran la caballería por encima, con total grosería y desconsideración. Pues bien, si nosotros pedimos delicadeza, comprensión, respeto… ¡demos esto mismo a los demás! Concedámosles el beneficio de la duda y no nos precipitemos a creer cualquier habladuría malévola. Tampoco fomentemos el cotilleo ni la maledicencia, ¡es tan fácil hacerlo!

Jesús avisa: lo que hagamos en la Tierra quedará grabado en el cielo. Todo lo que hacemos en el más acá tiene su huella en el más allá. La caridad queda grabada, pero también las heridas causadas por la calumnia. Nuestras acciones y palabras no son inocuas. ¡Cuidemos lo que decimos!

Jesús también nos anima a hacer algo positivo: rezar juntos y pedir, juntos, cosas buenas a nuestro Padre del cielo.  Si la corrección fraterna es educadora, la oración comunitaria es poderosa y nos une todavía más. ¡Cuánto ama a Dios a sus hijos, unidos en plegaria! Las voces de dos o tres que vibran al unísono son música irresistible ante el corazón de Dios. Por eso, en vez de reunirnos para criticar y sacar defectos ajenos… reunámonos para rezar y pedir el bien, nuestro y de los demás. ¡Hay tantas causas por las que rezar! La paz en el mundo, en nuestra tierra, entre políticos y ciudadanos; la paz entre familias, la reconciliación entre hermanos, el hambre de pan y de amor. La necesidad de vocaciones, de coraje, de alegría entre los creyentes… ¡Recemos juntos! El Padre escucha.   

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2017-09-01

Pensar como Dios

22º Domingo Ordinario - A

Jeremías 20, 7-9
Salmo 62, 2-9
Romanos 12, 1-2
Mateo 16, 21-27

Nuestra manera de pensar es importante. Los pensamientos modelan nuestra visión de la vida y condicionan nuestras decisiones. Las ideas que tenemos, aprendidas o maduradas por la experiencia, son el fundamento de cuanto hacemos y decimos.

Por eso, si queremos vivir en clave cristiana, siguiendo los pasos de Jesús, es imprescindible aprender a pensar como Dios. Hemos de penetrar en la mentalidad de Jesús para que nuestra vida cambie de verdad. La lectura del evangelio de hoy nos muestra que el pensamiento de Jesús es bastante diferente de la forma de pensar predominante en el mundo.

Sus discípulos tampoco lo comprendían. Les gustaba oír hablar del reino de Dios, acogían con entusiasmo la parte gloriosa de la misión de Jesús, su filiación con Dios, su poder y su libertad. Pero no les gustaba tanto la otra parte: la oscura y penosa, la difícil. No entendían nada cuando Jesús les vaticinaba que iba a morir ajusticiado.

Pedro, que aún saboreaba la visión luminosa del monte Tabor y los elogios que Jesús le había dirigido por haber recibido la revelación del Padre (“Tú eres el Hijo de Dios vivo”), se atreve, con toda su buena voluntad y confianza, a reprender a Jesús. ¿Ejecución? ¿Muerte? ¡Eso no puede pasarte! ¡No a ti! ¡No es digno de un hijo de Dios!

La respuesta de Jesús es rotunda. ¡Aparta de mí, Satanás! Pedro, que ha recibido el mensaje de Dios y ha comprendido quién es realmente su maestro, ahora es llamado diablo, tentador. ¿Por qué?

Jesús lo explica. Tú no piensas como Dios, sino como los hombres. Para ellos no es concebible un Dios perdedor, un Dios condenado, un Dios muerto. Dios tiene que venir con poder y con gloria. No hay fracaso posible, ni muerte de por medio. Los discípulos aún sueñan en un mesías regio y triunfante, envuelto en poder y prodigios, ante el que nadie podrá resistirse. ¡Sueños!

Jesús dirige a Pedro las mismas palabras que, unos años antes, lanzara ante el tentador, en el desierto. ¡Lejos de mí, Satanás! ¿Qué le proponía el demonio? Justamente lo mismo que Pedro. Una carrera triunfante, plagada de éxitos, sin dolor y sin cruz. Salvar al mundo sin tener que pasar por la muerte. Empleando los medios propios de un rey, de un hacedor de milagros, de un proveedor de pan y circo para todos. La gran tentación, para Jesús, era utilizar medios humanos para conseguir sus fines. Medios que parecen buenos, pero que suponen siempre dominar, someter, ahogar la libertad humana: esgrimir el poder aplastante de Dios ante el que nadie puede oponerse.

Y este no es el estilo de Dios. No es el estilo del Dios que se hace niño y nace en la pobreza. No es el estilo de un Dios carpintero, que pasa la mayor parte de su vida en el anonimato, viviendo en una aldea perdida de Galilea. No es la mentalidad de un Dios que se arrodilla para lavar los pies a sus criaturas. No es la forma de hacer de un Dios que, antes que todopoderoso, es todo amor.

Jesús tampoco está diciendo nada extraño. Ya los profetas de Israel conocieron el camino de la cruz. Como Jeremías, que en la primera lectura se rebela ante la dureza de su misión. Quisiera dejarlo, arrojar la toalla y callar… pero la palabra de Dios le arde dentro, le quema el pecho y no puede abandonar. Acepta su cruz y sigue adelante.

¿Qué quiere decir tomar la cruz y seguir a Jesús? La cruz somos nosotros. La cruz es nuestra vida y nuestras circunstancias. La cruz es la parte penosa de la misión que puede cambiarnos la vida. La cruz es aceptar el rechazo y la incomprensión por seguir los caminos de Dios: un camino de servicio, de reconciliación, de amor humilde e intrépido.  Un camino con espinas, sí, pero un camino que lleva a la Vida con mayúsculas.

San Pablo ahonda en esta idea. ¿Cómo cambiar de mentalidad y aprender a pensar al modo de Dios? ¿Cómo renovar la mente? Es difícil y con nuestras fuerzas solas no podremos. Pero sí podemos hacer algo: ofrecernos a Dios. Cuando le ofrecemos toda nuestra vida: no sólo el corazón y el alma, sino el cuerpo (es decir, nuestro tiempo, nuestras acciones, nuestras fuerzas), entonces él transforma esta ofrenda y nos da la gracia suficiente y necesaria para cambiar. No somos nosotros quienes nos convertimos: es él quien nos cambia. Sin dificultad, con suavidad y alegría, porque Dios no quiere aniquilarnos, sino vernos crecer y florecer… Esa es su voluntad para cada uno de nosotros.

¿Queremos cambiar? Entreguémonos a él. Abandonémonos en sus manos. Del todo. Y él nos transformará para que vivamos de verdad.

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