2013-05-31

Corpus Christi: el sacramento del amor


Corpus christi c from JoaquinIglesias


Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo


“Y, habiendo tomado los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió y los distribuyó a los discípulos, para que los sirvieran a la gente. Y comieron todos, y se saciaron, y de lo que sobró se sacaron doce canastos”
Lc 9, 11b-17

Cada eucaristía es una donación

La fiesta del Corpus Christi hace patente la donación de Jesús. Un cuerpo desgarrado y una sangre que se derrama expresan su total entrega por amor.

Esta entrega, consumada en la cruz, se produce cada vez que celebramos una eucaristía. Con el pan y el vino sacramentados, Jesús se entrega de nuevo a nosotros. Por eso, participar en la eucaristía, ese inmenso sacrificio de amor, nunca debería dejarnos indiferentes.  Nos ha de llevar a un compromiso de hecho. Eucaristía y vida han de ir de la mano: por nuestras obras verán que estamos unidos a Cristo.

Para el cristiano, el eje de su vida es la eucaristía, la permanente actualización del amor de Cristo. Cuando nuestra vida se convierta en una constante donación a los demás, estaremos viviendo el sentido auténtico de la eucaristía.

Dadles vosotros de comer

Hoy, el evangelio de la multiplicación de los panes y los peces nos trae las palabras de Jesús a sus discípulos, ante la muchedumbre hambrienta: “Dadles vosotros de comer”. Son palabras que no pierden su vigencia y apelan a nuestra solidaridad. En el mundo se dan grandes hambrunas que se podrían evitar. No son sólo un problema político, sino un reto social y moral. Somos dos mil millones de cristianos en el mundo. Con una fe convencida, podríamos detener, no sólo el hambre, sino muchos otros males.

Quizás nuestra acción es poco efectiva porque estamos desunidos. Uno de los deseos profundos de Jesús, manifestado repetidamente en el evangelio, es la unidad. Si trabajamos por la sintonía entre comunidades cristianas, seguramente podremos conseguir que muchas personas gocen de una vida más digna.

Necesitamos el alimento espiritual

Pero no sólo hay hambre de pan, sino hambre de afecto, de alegría, de paz, y también un hambre más vital y más hondo: el hambre espiritual. Cuántas personas están desnutridas, no sólo de alimento, sino de amor. Y muchas otras, como sucede en nuestras sociedades ricas, están mal alimentadas. El mal alimento provoca sobrepeso y enfermedades; así también ocurre en el plano espiritual. Las enfermedades sociales y tantos problemas psíquicos y emocionales que nos afectan, como la violencia, son fruto de esta mala nutrición espiritual.

Los niños, como bien sabemos, necesitan alimento, cuidados y protección para sobrevivir. Pero, para poder crecer sanos y armónicos, necesitan a diario bocados de amor y de besos. Se nutren del cariño que reciben de sus padres. También necesitan estar nutridos del pan de Dios. No basta con traerlos a catequesis para hacer la primera comunión. Después de esa primera vez, el niño necesita alimentarse cada semana, acudiendo a la eucaristía, para que crezca en él la fuerza espiritual que necesita. Y a menudo olvidamos que ese pan nos da la vida. Muchas personas acaban abandonando la fe porque dejan de comer ese pan y se debilitan.

Un regalo de Dios

La eucaristía no es un invento, sino un don que viene de Dios: “Hacedlo en memoria mía”, nos dice Jesús. Si él nos lo pide es porque se trata de algo muy importante y beneficioso para nosotros. Hemos de pasar de la obligación a la invitación. Él nos llama a hacer cielo aquí y ahora, y el pan que nos da es el alimento del cielo que nos hace gustar su reino en la tierra.

Incorporemos la misa a nuestra vida como algo fundamental. Ojalá participar en ella aumente nuestra devoción al Cristo eucarístico, siempre presente. Tomar a Cristo es tomar a Dios. Si descubriéramos el valor de la misa, dice santa Teresita, habría tanta afluencia de gente que los poderes públicos tendrían que regular la asistencia a los templos.

Después de recibir a Cristo y acogerlo, cada cristiano se convierte en una custodia viviente. Llevamos a Jesús dentro: dejemos que su amor se nos grabe hondamente en el corazón. 

2013-05-23

Dios es familia - La Trinidad


Fiesta de la Santísima Trinidad 

“Pero cuando él venga, el Espíritu de Verdad, os guiará hacia la verdad completa, pues no hablará de sí, sino que dirá todas las cosas que habrá oído, y os anunciará las venideras. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre, es mío”. Jn 16, 12-15 

La fiesta de hoy nos revela las entrañas del mismo Dios: un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre Creador La primera persona de Dios es el Creador. Nos regala la vida, el universo, se complace en la belleza de todo lo creado y vuelca todo su amor en su criatura predilecta, hecha a su imagen y semejanza: el ser humano. 

Dios Padre, esta figura de la paternidad de Dios, nos es revelado por Jesús. Su relación con Él es de hijo a padre, una relación de comunicación, de amistad, de confianza. Evoca donación, generosidad y amor. En definitiva, Jesús nos descubre a un Dios cercano y personal, que ama a su criatura. 

El Hijo, Palabra encarnada

Dios Hijo es el Verbo encarnado, Jesucristo. En Jesús el amor de Dios Padre se personifica, se hace humano y se manifiesta en medio de nosotros. Cristo ama como Dios ama. Esta es la gran novedad del Cristianismo: Dios no está alejado de la humanidad. Viene a habitar entre nosotros, hasta el punto de hacerse hombre con todas las consecuencias. 

Del Hijo hemos de aprender su vida, su opción por los pobres, su delicadeza con los enfermos, su capacidad de entrega, de dar hasta la vida por amor. 

El aliento sagrado de Dios

El Espíritu Santo es el aliento, la fuerza, el beso de Dios. Es el amor de Dios que se desparrama entre los hombres. Así como a Dios Padre podemos adivinarlo reflejado en la Creación, y a Cristo lo vemos a nuestro lado, como hermano, el Espíritu Santo lo llevamos dentro. Es un regalo que Dios nos da: somos templo de su Espíritu. 

El Espíritu Santo despierta nuestra conciencia de unidad. Él es quien nos infunde la fuerza para salir fuera de nosotros mismos, ir hacia los demás y construir comunidad, Iglesia, pueblo de Dios. Es el Espíritu de amor, de unidad, de amistad. 

Cultivar nuestra dimensión trinitaria 

El cristiano está llamado a ser trinitario en todos los aspectos de su vida, cultivando la devoción a la Trinidad, que es la esencia más sublime de Dios. 

¿Cómo ser trinitarios? Aprendamos a ser creadores, como Dios Padre. Podemos crear belleza a nuestro alrededor, podemos levantar pequeños universos de buenas relaciones. Aprendamos a ser constructores de bien. Los cristianos hemos de ser muy creativos. La persona que tiene a Dios dentro es bella porque ama, crea, se entrega, está llena de su Espíritu e inspirada por él. 

Seamos también como Cristo. Imitemos su vida. Nuestra mejor enseñanza son las bienaventuranzas, maneras directas de encarnar el amor de Dios en el mundo. Recorramos nuestras Galileas y anunciemos la buena noticia de Dios. Seamos buenos predicadores, curemos a los enfermos, aliviemos el dolor de los que sufren, hasta dar nuestra vida por aquello que creemos. Imitar a Cristo significa abrirse a la voluntad de Dios y configurar en ella nuestra vida. ¿Cómo imitar al Espíritu Santo? Siendo dulzura y bálsamo, y a la vez soplo potente, fuerza, empuje. Estamos llamados a ser fuego en medio del mundo, propagadores de la Verdad. Somos inspirados por el Espíritu Santo cuando trabajamos por la unión y por la paz. 

Dios es familia Dios no es un ser solitario ni aislado. La soledad es el primer mal, como señala el Génesis, cuando dice “No es bueno que el hombre esté solo”. Dios tampoco permanece en la soledad, sino que es una familia de tres personas estrechamente unidas: es relación y comunicación. Para el cristiano de hoy, el espacio de comunicación por excelencia es la Iglesia.

2013-05-17

Nace la Iglesia


«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y Él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros eternamente. […] En verdad os digo, que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará».

Llamados a ser nuevos Cristos

Hoy celebramos que la Iglesia nació en Pentecostés. Pero también celebramos que el Espíritu Santo sigue vivo dentro de la Iglesia a lo largo de la historia.

Por tanto, litúrgicamente hablando, también nosotros, como cristianos y discípulos de Jesús, recibimos al mismo Espíritu Santo que recibieron los apóstoles.

Hemos leído relatos preciosos que reseñan el momento cumbre de los orígenes de la Iglesia. Pero, antes de recibir el don del Espíritu Santo, Jesús prepara a los suyos: les da la paz, dos veces seguidas. La paz ayudará a que el Espíritu pueda abrirse paso hasta sus corazones inquietos.

La Iglesia de hoy no se entendería sin los momentos cruciales que vivieron esos hombres y mujeres que no solo se abrieron a la Palabra de Dios, sino a su Espíritu. La recepción de sus dones implica una segunda adhesión y una segunda vocación. La primera fue seguir a Jesús, pero ahora Él sube al Padre. Esta segunda vocación es una llamada a ser Iglesia, pueblo de Dios, y está ligada intrínsecamente a la misión. La primera llamada fue a estar con Cristo; la segunda es a transformarse en nuevos Cristos en medio del mundo. No solo llevarán un mensaje sino que se convertirán en aquello que predican. Su vida y sus actos serán los mejores instrumentos de evangelización.

Eucaristía y misión

Recibir al Espíritu conlleva una gran responsabilidad. Podemos pensar que basta con cumplir el precepto y celebrar la eucaristía con fervor. En cambio, la expansión de nuestra experiencia, la misión, nos cuesta mucho más. Sentimos la necesidad, quizás por educación o cultura religiosa, de acudir a misa cada domingo. Pero estamos llamados, no solo a alimentarnos de Cristo, sino a dar lo que hemos recibido. La eucaristía no alcanza su pleno sentido si no trabajamos por expandir nuestra fe.

Afuera luchamos; dentro nos alimentamos. Eucaristía y misión van estrechamente unidas. Estamos llamados a dar fruto. No puede haber Iglesia sin vocación, y no hay vocación si no nos sentimos llamados y enviados. La llamada nos hace sentirnos parte de una familia, de un grupo con una misión.

Tampoco se entiende ser cristiano sin la dimensión comunitaria. La Iglesia no es solo la imagen de la jerarquía y las instituciones: es el pueblo de Dios, todo él recibe el Espíritu Santo y todo él está llamado a evangelizar. La Iglesia pervive porque en cada bautizado late la semilla de Dios y en cada uno de nosotros puede estallar un Pentecostés. Cada cual alberga una llama viva que puede crecer y expandirse. Por tanto, vocación, formación, liturgia y apostolado van íntimamente unidos.

El testimonio en la vida diaria

Hoy nos preocupamos porque la gente viene poco a misa. Quizás no hemos entendido bien que eucaristía y misión van de la mano. Cumplimos nuestros preceptos, pero no entusiasmamos con nuestra vida. La fe queda alejada de nuestra vida cotidiana. Y, cuanto menos hablamos de aquello que somos y creemos, más se debilita nuestra identidad. Los que venimos a celebrar la misa juntos hemos de sentirnos llenos del Espíritu Santo o, de lo contrario, la celebración se convertirá en un rito vacío y rutinario. El día que el Espíritu Santo arda con fuerza en nosotros la gente acudirá a las iglesias, porque él mismo iluminará a otros y los atraerá. Esto sucederá cuando respiremos el aliento de Dios y desprendamos su calor con cada gesto y acción de nuestra vida.


2013-05-09

Ascensión del Señor

Y yo voy a enviar sobre vosotros el que mi Padre os ha prometido, y vosotros permaneced en la ciudad, hasta que seáis revestidos de fortaleza de lo alto”. Después los condujo afuera, camino de Betania, y levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se fue separando de ellos y fue elevado al cielo. Y habiéndolo adorado, regresaron a Jerusalén, con gran júbilo, y estaban de continuo en el templo, bendiciendo a Dios. 
Lc 24, 46-53 

Comienza la misión de los apóstoles 

Con la subida de Jesús a los cielos culmina su misión. Pero comienza la de sus apóstoles. De la primera noticia de su partida en el discurso del adiós hasta su partida definitiva sus discípulos han ido recorriendo un proceso de total adhesión, ya no sólo al Jesús histórico, sino al Jesús resucitado. Pero la continuación de la misión de Cristo no sería posible sin haber recibido antes la fuerza de lo alto. Estaba escrito, dice el evangelio, que un día Jesús tenía moriría pero al tercer día resucitaría y se predicaría la conversión a todo el mundo. 

La misión de los discípulos tiene una doble vertiente: por un lado, el anuncio del resucitado. Cristo sigue viviendo en ellos. Por otro, la conversión total de los receptores del anuncio, que conllevará un cambio radical de vida. 

La experiencia mística, el detonante

Esta misión también es posible porque fueron testigos de la experiencia del resucitado. La vivencia mística les infundió el coraje necesario. Ellos conocieron al Jesús histórico, comieron con él, lo acompañaron en su singladura, lo vieron morir y lo enterraron. Y también conocieron, acompañaron y comieron con el Cristo resucitado y glorioso. Sólo desde aquí se entiende la fuerza arrolladora de los inicios de la misión apostólica. Jesús se convierte en un referente permanente para todos ellos, llegando, muchos, a dar la vida por él. Su impacto fue tan profundo que gracias a su entusiasmo la fe en el Resucitado ha llegado hasta nosotros. 

Avivar nuestra fe vacilante 

¿Qué hacemos nosotros, los nuevos apóstoles del siglo XXI? Hemos heredado de los primeros apóstoles la gran experiencia de Jesús vivo. Sin embargo, después de dos mil años, parece que el creyente de hoy ha perdido su alegría y su empuje. ¿Qué nos sucede a los cristianos de hoy? Hemos recibido una cultura religiosa, la hemos valorado en su momento, hemos creído en ella, pero quizás no hemos dejado que arraigue totalmente en nosotros. Esa exigencia que espoleaba a los primeros apóstoles los transformó. Quizás no estamos del todo convertidos y por eso se va apagando nuestra fe. Sólo si recuperamos el entusiasmo y el gozo de sentirnos amados por Dios podremos renovar las raíces de nuestra fe. 

A pesar de todo, el Espíritu Santo sigue actuando y seguimos recibiéndolo en cada eucaristía en la que participamos. Es el mismo Espíritu Santo que recibieron los apóstoles. Posiblemente desde instancias políticas e ideológicas se intenta barrer los valores cristianos. El culto al progreso, a la ciencia y a la tecnología nos puede despistar. Pero no podemos perder el norte ni los valores. Cada uno de nosotros está llamado a ser medio de comunicación de la gran noticia de un Dios que nos ama, que se ha encarnado y viene a nosotros. Nada ni nadie podrá ahogar la fuerza del Espíritu Santo. Sólo necesitamos intrepidez y osadía. Vale la pena hacerlo por Cristo.


 

2013-05-04

Quien me ama, escucha mi palabra


6º Domingo de Pascua
“Quien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a hacer morada en él”
Jn 14, 23-29

No se puede amar sin escuchar


Escuchar las palabras de Jesús es escuchar a Dios. Amarle es una consecuencia y a la vez demuestra la coherencia entre la palabra y la vida. Quien ama escucha, está atento, receptivo. Los cristianos hemos de estar abiertos a lo que Jesús nos puede decir. No podemos separar el amor de la escucha. Quien ama a Dios, es receptor de su palabra.

La palabra de Dios es de vida, nos transforma y nos ayuda a crecer. Sólo cuando uno ama y escucha, su corazón está preparado para la acogida, y Dios puede venir a hacer morada en él.

La misión de Jesús: llevarnos al Padre


No olvidemos que estas palabras de Jesús son pronunciadas poco antes de su muerte. Tienen una especial trascendencia: está a punto de reunirse con el Padre y anuncia a sus discípulos que en un futuro próximo volverá para habitar en ellos para siempre.

Jesús recuerda con frecuencia a sus discípulos que sus palabras no son suyas, sino del Padre. Él es un reflejo de la palabra de Dios y su misión es acercarnos al Padre. Como hermano mayor, nos lleva de la mano hasta la plenitud de su amor. Su intención es hacernos partícipes de esta unidad y comunión con Dios Padre.

La misión de la Iglesia es también ésta: conducirnos al Padre. No podemos llegar a Dios sin pasar por la Iglesia y sin tomar a Jesús –en el pan y el vino– pero tampoco podemos quedarnos en el cristocentrismo. Nuestra meta final es Dios Padre.

La paz que emana de Dios


“Mi paz os dejo… No os la doy como la da el mundo”, dice Jesús. La suya es una paz divina, trascendida. En nuestro mundo, muchos somos los que buscamos la paz, pero no siempre la hallamos, porque quizás nos falte ahondar en su misma raíz: el propio Jesús.

Jesús nos transmite una paz llena de amor, de misericordia y de reconciliación. No se trata de una paz social, ni de un pacto político o de una reivindicación. No hay paz sin justicia, y no hay verdadera justicia sin amor. Por tanto, sin amor no hay paz posible. El amor nos lleva a la paz y aún más allá: a la fiesta, al gozo. Esa paz emana de Dios.

Os enviaré un Defensor


Finalmente, Jesús promete a los suyos que jamás los dejará solos: les enviará un Defensor, el Espíritu Santo, el mejor compañero. El les recordará sus palabras, les infundirá valor y los mantendrá unidos. Los apóstoles, años más tarde, irán expandiendo el mensaje de Cristo e incluso dando su vida por la fe. El Espíritu Santo, el Defensor, les dará la fuerza y las palabras para defender su fe.

“Os he dicho esto ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo”, dice Jesús. Hoy, los cristianos seguimos recibiendo su palabra. Necesitamos escucharla para nutrirnos y seguir creyendo y dando testimonio vivo de nuestra fe.