2023-03-31

Domingo de Ramos - Pasión del Señor - ciclo A

El Domingo de Ramos inicia la Semana Santa con una misa solemne donde rememoramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, su pasión y muerte en cruz. La lectura del evangelio, según san Mateo, nos invita a una reflexión profunda. Lecturas: Isaías 50, 4-7; Salmo 21; Filipenses 2, 6-11; Mateo 27, 11-54 (breve).

Descarga aquí la homilía para imprimir.


En el domingo de Ramos comenzamos leyendo y reviviendo la entrada de Jesús en Jerusalén, entre cánticos y agitar de palmas. Un momento glorioso… seguido de una pasión terrible, una condena injusta y una muerte sangrienta y vergonzosa en la cruz. Si alguien pensó que Dios es un ser distante y todopoderoso, ajeno al dolor humano, la imagen de Cristo sufriente da un vuelco a esta suposición. Dios no se ahorra a sí mismo ninguno de los males que aquejan al hombre. Acepta los aplausos de un día, asume con gallardía el peso de la cruz. No huye ante la traición, la tortura y la injusticia. No escapa ni siquiera de la muerte. Entre los peores sufrimientos que podemos llegar a padecer, él los conoce todos.

Me gustaría detenerme en las dos primeras lecturas. Isaías, el profeta, se declara dócil a Dios. Escucha su palabra y da la cara: nada lo detiene ni lo acalla. Acepta las consecuencias de ser vocero de Dios, ultrajes, maltratos, incomprensión. Sabe que no será defraudado.

San Pablo recuerda a Jesús y su misión. También dócil al Padre, hasta la humillación y la muerte. Si sólo nos quedáramos con una parte de la historia, podría parecer que el Padre del cielo es cruel con su Hijo: ¿Cómo puede permitir que muera de esa manera? Pero ver sólo una parte de la historia es no comprender nada. La historia termina con la resurrección, esa exaltación gloriosa en la que Jesús recibe el Nombre-sobre-todo-nombre, y en la que todo el universo se inclinará ante él y volverá a ser aclamado por todas las gentes, como en aquel domingo de ramos, ante las puertas de Jerusalén. ¿De qué nos está hablando Pablo? De un futuro que es ya presente, de un final que ya se está gestando. Con la resurrección de Cristo se inician el mundo nuevo y la humanidad resucitada que un día llegarán a su plenitud. Ahora, todos estamos en camino. Y el camino de los seguidores, como el de Jesús, está lleno de pequeñas y grandes pasiones.

Cuando se dice que Jesús sigue siendo crucificado hoy no es ninguna metáfora. Sí, Jesús sigue sufriendo. «Aquello que hiciereis a uno de estos pequeños, me lo hacéis a mí.» Muchas personas viven azotadas, golpeadas y crucificadas, física o mentalmente, en su cuerpo o en su alma. No sólo hablo de las víctimas de la guerra, la tortura y la persecución religiosa. ¿Y en las familias? ¿Y en los vecindarios? ¿Y en el trabajo, en la calle o en la empresa? Cuántas traiciones, abandonos, juicios injustos, condenas y muertes, cuántas torturas físicas o psíquicas se viven hoy. Tal vez muchos de nosotros podemos identificarnos con Cristo en su dolor. Rezando con él, uniéndonos a él, podemos encontrar alivio y consuelo, y suavidad y paciencia para extraer vida y sabiduría de esos momentos duros que la vida nos presenta.

Pero también podemos preguntarnos: ¿y si en vez de ser víctima soy yo el que está crucificando al prójimo? ¿Cuántas veces estoy azotando con mi lengua criticona, cuántas veces desnudo con mis calumnias, cuántas veces me burlo con mi cinismo o mi sarcasmo? ¿Cuántas veces hiero con mi actitud, o abandono con mi desidia, mi indiferencia o mi pereza? ¿Cuántas veces estoy clavando a otra persona con mis dardos de envidia, rencor o rechazo? ¿Cuántas veces dejo que mi odio o mis intereses guíen mi conducta?

Meditemos despacio. Quizás tengamos a muchos cristos sufriendo en silencio en nuestras casas, en las escuelas, en la oficina o en el taller, en el mercado o en la esquina por la que transitamos a diario. ¿Qué hacemos ante estos cristos que agonizan, hoy, entre nosotros?

Meditemos la Pasión del Señor. Que Dios nos encuentre, no clavando ni azotando, ni riendo o distraídos jugando a los dados. Que el dolor no nos deje indiferentes. Aprendamos lo que es misericordia, ternura y compasión. Abramos los ojos para que podamos ver, como lo hizo el centurión, ¡un militar pagano!, que ahí, sobre la cruz inicua, está muriendo el mismo Dios. ¿Puede haber un sacrificio de amor más grande?

2023-03-24

5º Domingo de Cuaresma A

La resurrección de Lázaro nos sitúa ante la realidad de la muerte corporal y la promesa que Jesús nos hace a todos quienes creemos en él: Yo soy la resurrección y la vida, ¿crees esto?

Descarga la homilía en versión para imprimir aquí.


Las lecturas de hoy nos hablan de la vida y de la resurrección. Ambas están íntimamente ligadas. Hay una vida terrena, limitada, y hay otra vida eterna a la que el hombre siempre ha aspirado. Pero entre una y otra se levanta un abismo que para muchos es infranqueable: la muerte.

La idea de la resurrección va más allá de creer en una vida de ultratumba o en la inmortalidad del alma. Resucitar significa que el cuerpo vuelve a la vida. El alma, de hecho, no muere, pero la novedad del judaísmo y del cristianismo no es afirmar que el espíritu vive, sino que el cuerpo también regresa a la vida. Los fariseos y muchos judíos devotos creían que, un día futuro, todos los fallecidos resucitarían de sus tumbas por el poder de Dios, tal como anticipaban los profetas: «Cuando abra vuestros sepulcros, os infundiré mi espíritu y viviréis». Pero Jesús hace algo más que anunciar una profecía.

Jesús, como hombre, era afectuoso y sensible. Muere su amigo Lázaro y llora, con el mismo desconsuelo con que todos lloramos a nuestros seres queridos. ¡No es de piedra, aunque crea en la resurrección! Se entristece por la pérdida y se emociona ante las lágrimas de las dos hermanas, Marta y María. Su poder divino no le quita ni un ápice de su humanidad. ¿Podemos imaginar al mismo Dios haciendo duelo por sus criaturas? ¡Dios no quiere que nadie se pierda! Este es Jesús: imagen viva de la ternura de Dios. Pero no se limita a llorar y a conmoverse. Se dirige a la tumba y ordena abrirla. ¿Por qué lo hace?

Esta resurrección de Lázaro no fue como la de Jesús. Lázaro volvió a la vida terrenal y seguramente al cabo de un tiempo envejecería y moriría como todos. Pero con este milagro Jesús quiso enseñar algo diferente, tanto a sus amigos como a quienes lo presenciaron.

Sólo Dios es dador de vida. Sólo su espíritu puede infundir vida al barro y al cadáver. Resucitando a Lázaro, Jesús muestra quién es él. Las antiguas profecías se cumplen: él abre la tumba y el difunto revive. Si Jesús puede dar la vida, queda clara su unidad con el Padre del cielo. El profeta de Galilea es un hombre, pero a la vez es Dios. Además, con la resurrección de Lázaro, Jesús está escribiendo un prólogo de la que será su propia resurrección, aunque la suya será definitiva. La fe y la esperanza de Marta quedan confirmadas con el milagro. Ni ella ni los que creen en la resurrección de la carne esperan en vano. Jesús, que puede dar la vida, lo hará posible.

Por eso muchos creyeron en él. Pero otros, que también contemplaron el milagro, se alarmaron y resolvieron matarlo. Porque en ese preciso instante comprendieron que Jesús no era un profeta cualquiera. Creyeron que realmente podía venir de Dios y justamente por eso quisieron acabar con él. ¡El Dios de la vida molesta a quienes se sostienen en el poder de la muerte! Hay una fe luminosa, que cree y se abre a Dios, pero hay otra fe oscura que reconoce a Dios, sí, pero rechaza la luz. Ante la grandeza del amor se repliega y quiere destruirla. Con la resurrección de Lázaro Jesús anticipa su Pascua, pero también da un paso más hacia la muerte que le espera en la cruz.

2023-03-17

4º Domingo de Cuaresma - A

El agua en la Biblia siempre es signo de vida. Hoy vemos cómo un ciego de nacimiento, a quien Jesús toca con sus manos, recibe el don de la vista. Abrir los ojos es señal de apertura de alma. En cambio, los fariseos, cegados por su apego a las tradiciones antiguas, sólo ven que Jesús ha infringido el sábado y se cierran a la fe. Lecturas: 1 Samuel 16, 1-13; Salmo 22; Efesios 5, 8-14; Juan 9, 1-38.

Aquí puedes descargar la homilía en pdf.


Esta semana las lecturas nos hablan de la luz. Jesús se presenta a sí mismo como luz del mundo. Su presencia ilumina la vida de quienes se cruzan en su camino. La luz da brillo, color, permite ver con claridad... pero también pone en evidencia las sombras y los defectos. Una luz poderosa resalta lo bueno y lo malo. Solemos decir que cuando las cosas ocultas se destapan, todo sale a la luz. Pero muchas veces nos gustaría que ciertas cosas permanecieran escondidas, y la luz nos molesta. La luz se asocia con la verdad, y la verdad, tal como es, a veces nos estorba, nos asusta o nos incomoda, y queremos rechazarla.

Cuando la luz nos molesta somos capaces de cerrar los ojos y negar incluso las evidencias. Así actúan los fariseos: ante el milagro de Jesús devolviendo la vista al ciego no ven un acto de misericordia, sino la infracción de una ley. No ven la mano de Dios, sino una acción maligna. El ciego curado, que no es un letrado ni versado en la religión, ve mucho más claro que ellos, no sólo con los ojos, sino con el corazón.

Los cristianos de hoy podemos pensar que estamos muy lejos de los fariseos. Pero ¿cuántas veces hemos cerrado los ojos ante la luz de Dios? ¿Cuántas veces nos ha preocupado disimular y ocultar nuestros fallos y miserias? ¿Cuánto nos cuesta mostrarnos tal como somos, con el alma desnuda y humilde, sin querer fingir ni aparentar perfección o bondad? Y cuando una persona honesta nos toca la moral, nos irritamos y la atacamos. O la despreciamos, tachándola de simple, radical o idealista. Cuando nuestra mediocridad y nuestra cobardía quedan en evidencia, ¡cómo nos gusta manchar la autenticidad y la valentía! Preferimos refugiarnos en nuestras tinieblas, tan confortables… Y poco a poco resbalamos hacia una muerte en vida.

¿Cómo hacer para que la luz de Cristo no nos moleste? Dejándola entrar dentro de nosotros. Es una luz que nos transforma, nos limpia y nos hace crecer. De este modo, ya no tendremos miedo de su amor y de su gracia y podremos, un día, ser también reflejos y transmisores de esa luz a los demás. San Pablo nos anima: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz». Tengamos el valor de despertar, de levantarnos de nuestro sueño cómodo. Abramos las ventanas del alma a la luz de Cristo. Y viviremos con plenitud.

2023-03-10

3r Domingo de Cuaresma - A

Junto al pozo de Jacob, en Sicar de Samaría, Jesús habla con una mujer samaritana. De la enemistad entre judíos y samaritanos Jesús le abre a esta mujer las puertas hacia una fuente de agua viva. Ella escucha y se convertirá en la primera misionera para las gentes de su pueblo. Lecturas: Éxodo 17, 3-7; Salmo 94; Romanos 5, 1-2.5-8; Juan 4, 5-42.

Descarga aquí la homilía para leer o imprimir.


Las tres lecturas de hoy nos hablan de la fe. Se suele pensar que la fe es creer a ciegas algo de lo que no tenemos certeza, pero no es esta la fe de la Biblia, ni la del evangelio. Fe es confiar en alguien, y esta confianza no se fundamenta en el aire, en una idea o en un deseo futuro. Confiamos en alguien porque sabemos que es digno de confianza, porque nos ha dado muestras de su amor, de su sinceridad, de su bondad con nosotros. A partir de esta confianza, podemos esperar que lo que nos dice o promete es cierto y se cumplirá.

La fe en Dios no se limita a creer que Dios existe. Fe en Dios es creer que está con nosotros, que está por nosotros y que nos ama. Fe en Dios es confiar que nunca nos abandona y que, por su amor, nos llama a una vida eterna. ¿Queremos pruebas? En el desierto, el pueblo de Israel se amotinaba y protestaba porque pasaba hambre y sed. Moisés, golpeando la roca con la vara, les mostró que Dios se preocupaba por ellos y los proveía de agua. Dios no nos abandona en nuestra necesidad.

En su carta a los romanos, san Pablo nos recuerda que Cristo murió por nosotros, no porque lo mereciéramos, sino por puro amor, porque quiso. Basta esa prueba de amor para saber que Dios nos llama a una vida resucitada y eterna, como la del mismo Jesús. ¿Qué sentido tendría, si no, la vida de Jesús? Con su resurrección, nos abre las puertas del cielo.

Dialogando con la samaritana, una mujer de inquietudes profundas, Jesús rompe con los prejuicios judíos contra las mujeres y se abre camino entre los samaritanos gracias a ella. ¿Por qué la mujer cree en él? Por sus palabras que rezuman vida, sabiduría, una llamada a la unión con Dios por encima de templos y leyes. Jesús ve más allá de lo visible y descubre el corazón de las personas, sus anhelos, su sed de trascendencia, de eternidad. ¿Por qué creen en Jesús los vecinos del pueblo? Por el testimonio entusiasta de la mujer, primero, y por las mismas palabras de Jesús, cuando lo escuchan. Aprendamos de esta mujer su actitud abierta, receptiva, y su pronta disposición a anunciar una buena nueva. ¡Qué testimonio de apostolado nos da, una sencilla mujer de pueblo, posiblemente de no muy buena fama! Nada la frenó a la hora de anunciar al Mesías. Aprendamos también de los samaritanos de Sicar, que escucharon y acogieron a Jesús como fuente de agua viva.

Las tres lecturas de hoy nos hablan también de diferentes tipos de sed. La primera, en el Éxodo, es la sed más básica. Es la sed física, de supervivencia, la que debemos saciar pues de lo contrario moriríamos. Nadie puede vivir más de unos pocos días sin beber agua.

El evangelio nos habla de la sed de Dios. Sed de unión con el Creador, sed de adoración. La mujer samaritana expresa este deseo. Cuando Jesús le habla del agua viva ella comprende de inmediato que no se refiere al agua del pozo, sino a otra agua que sacia los anhelos más hondos del corazón humano: el deseo de intimidad, de unión amorosa, de plenitud. Este deseo queda colmado con Dios.

Y san Pablo alude a otro deseo muy antiguo en el ser humano: el ansia de vida eterna. Desde los inicios de la humanidad el hombre ha intuido que su alma no puede perecer, como la materia, que tiene que haber alguna forma de vida más allá de la muerte. Muriendo y resucitando, Jesús desvela este misterio y nos revela esta otra vida que ya se está gestando en la tierra: la vida del grano de trigo que muere y estalla en otra vida, inmensa e inimaginable.

Dios Padre nos ha formado. Él nos conoce y nos ama. Conoce los tres tipos de sed que nos aquejan y nos envía a su Hijo para saciarlas todas.

2023-03-03

2º Domingo de Cuaresma - A

Jesús sube a un monte alto con sus discípulos predilectos: Pedro, Santiago y Juan. ¿Qué significa la experiencia que viven allí arriba? ¿Por qué aparecen Moisés y Elías, y por qué Pedro quiere levantar tres tiendas? El evangelio de este domingo nos revela de forma bella y significativa quién es Jesús y a qué estamos llamados todos.

Lecturas: Génesis 12, 1-4; Salmo 32; 2 Timoteo 1, 8-10.

Descarga la homilía escrita aquí.


Si tuviéramos que tomar tres frases que Dios nos dirige en las lecturas de este domingo, podríamos señalar tres verbos. Sal de tu casa, dice Dios a Abraham, y te bendeciré y te haré padre de un gran pueblo.  Salir de casa va más allá de dejar el pueblo natal: significa salir de uno mismo, atreverse a responder a la llamada de Dios, entregarse y confiar en sus promesas. Tomad parte en las tareas del evangelio, dice Pablo, cada cual según sus fuerzas. Es decir, no os limitéis a escuchar la buena noticia de que Dios os ama. No seáis cristianos pasivos. Convertíos en colaboradores de Cristo y comenzaréis a vivir de otra manera: estrenaréis una vida nueva, intensa, profunda y eterna. Finalmente, el evangelio de la transfiguración de Jesús nos deja oír la voz de Dios Padre: escuchad a mi hijo amado. Y después, Jesús a sus amigos: levantaos, no temáis. Tras la visión celestial, que los deja deslumbrados y un poco desconcertados, Jesús les da paz y los invita a moverse, a regresar al mundo, al quehacer diario, a la convivencia con los demás.

Son tres verbos: salir, participar, levantarse, que expresan acción. Pero previamente ha habido otro acto: la escucha. Abraham ha escuchado a Dios. Los cristianos han escuchado la predicación de Pablo o los apóstoles. Pedro, Santiago y Juan han oído la voz de Dios: escuchad.

Dejemos que estas lecturas resuenen en nuestra alma hoy. Escuchemos, en oración. Salgamos de nuestras comodidades y esquemas, de nuestro encierro confortable, de nuestros miedos y perezas. ¿Hacia dónde? Dios no nos llama a una aventura incierta o temeraria, sino a la vida con mayúscula. Jesús nos llama a vivir como él: dándolo todo, sin miedo, con generosidad y confiando que el Padre, siempre está con nosotros y nos bendice. No podemos imaginarnos hasta qué punto nos ama y quiere darnos su vida y su gracia. San Pablo era muy consciente de esto y subraya que no merecemos tanto don. Pero nuestra fe no sigue una lógica de merecimiento, sino de regalo. Dios nos ama y nos da una vida inmensa porque sí, porque quiere y porque no puede dejar de hacerlo.

En el monte Tabor los discípulos atisban unos instantes de esta vida gloriosa que un día alcanzaremos. Y Pedro, con su propuesta, quiere atrapar el momento. Hagamos tres tiendas. Las tiendas, en la cultura hebrea, son lugares de culto. Evocan la tienda del Éxodo, el tabernáculo del Señor. Pedro, con buena intención, pretende encerrar a Jesús, a Moisés y a Elías en tres capillas. Para adorarlos y venerarlos, sí, para darles gloria… Pero no es eso lo que Dios quiere. El nuestro es un Dios itinerante que no quiere ser encerrado en templos, ni en estructuras rígidas. No quiere un culto distante, ceremonioso y espectacular. Quiere que escuchemos a su Hijo amado. Y escucharlo significa tomar la cruz y seguirlo por los caminos de la vida, tan poco solemnes y a menudo llenos de barro. Escucharlo significa levantarse, sin miedo, y colaborar en su tarea, con espíritu de servicio y humildad. ¡Qué sencillas y hermosas resuenan sus palabras después de la visión!  Nos devuelven a la cotidianidad, a las pequeñeces del día a día, al trabajo constante que no hace ruido. La semilla del reino crece en secreto y en silencio hasta que estalle, como una flor que se abre, en la resurrección.