2018-08-31

La verdadera religión

22º Domingo Ordinario - B

Deuteronomio, 4, 1-8
Salmo 14
Santiago 1, 17-27
Marcos 7, 1-23 

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Las tres lecturas de este domingo nos hablan de la ley de Dios. En palabras de hoy podríamos decir que nos hablan de la verdadera religión. ¿En qué consiste?

Desde un punto de vista humano, la religión es un sistema de creencias, rituales y costumbres que nos acerca a Dios, y que modela nuestra vida. Las religiones han aportado mucha riqueza a las culturas humanas, pero también han sido utilizadas como instrumento de dominación, poder e incluso como argumento para iniciar guerras y persecuciones. Algunos teólogos afirman que los filósofos ateos tienen razón al criticar el hecho religioso, y que el cristianismo, en realidad, no es una «religión», sino una experiencia de unión con Cristo.

Si contemplamos la religión como un sistema moral esclavizador, realmente Jesús vino a romper las cadenas que atan al ser humano. Su mensaje fue revolucionario. Jesús no vino a fundar ninguna religión, sino a traer el reino de Dios. Este reino es un reino de libertad, de amor, de alegría, y la Iglesia es la familia de los que intentamos vivir ese reino en la tierra. Pero toda experiencia con Dios, al compartirse en comunidad, acaba revistiéndose de normas y costumbres. Esto, de entrada, no es negativo, porque el ser humano necesita ritos, repeticiones y hábitos. Pero puede ser contraproducente si se utiliza como una forma de controlar y manipular a las personas. Cierta forma de vivir la religión puede convertirse en lo contrario que debería ser: en vez de acercarnos a Dios, nos aleja; en vez de liberarnos, nos oprime; en vez de hacernos crecer, nos mutila espiritualmente.

Es fácil para las personas caer en estos extremos, y más cuando algunos grupos influyentes se apoderan de la religión y la instauran a su manera. Jesús,  a lo largo de su vida, se enfrentó continuamente con estos grupos. Fueron ellos, al final, quienes lo mataron. Los líderes religiosos de Israel no pudieron soportar a un Dios liberador, misericordioso y bueno, que echaba por tierra su religiosidad estricta, exigente y juzgadora. Tenían que quitarlo de en medio, y lo hicieron.

Por supuesto, Dios respondió con algo inesperado: una resurrección y una vida nueva, que se abre a todos los que creen en él y se adhieren a él. Ni la muerte pudo detener la fuerza del amor.

La segunda lectura de hoy es del apóstol Santiago, que tanto insistía en vivir una fe coherente que se expresa en las obras. Santiago explica en qué consiste la verdadera religión, la que ama Dios. No es complicada, pero tampoco es fácil, porque pide mucho más que cumplir unas normas y preceptos. La voluntad de Dios es que amemos, y esto se concreta en gestos muy cotidianos y precisos: «visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo», dice Pablo. El Deuteronomio (primera lectura) también habla de la ley de Dios, que se concreta en los mandamientos, una ley justa que prescribe el amor a los padres, la honradez con los semejantes, la compasión y la atención a los necesitados, la eliminación de la codicia y las envidias homicidas.

Muchos profetas en la antigüedad hablaron en este sentido: Dios no quiere sacrificios, ni largas plegarias, ni ritos espectaculares. Dios quiere justicia, Dios quiere amor al prójimo, Dios quiere compasión. Esto pasa incluso por encima de la fe, como explica Jesús en su parábola del juicio final. Una persona que no crea pero que practique la caridad y la justicia es agradable a los ojos de Dios y tendrá un lugar en su reino. Una persona creyente, practicante, pero que no haya ejercido la caridad ni la generosidad con sus semejantes, no hallará sitio junto a Dios, porque el amor no ha anidado en su corazón. No podrá ser feliz en un cielo que acepta a todos, que acoge a todos y que pide la entrega total de uno mismo, sin reservas, con entera libertad. Al igual que el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, los practicantes estrictos de la religión, que juzgan a los demás, no encajarán en un cielo que perdona a todos y olvida las faltas. No estarán a gusto junto a un Dios tan misericordioso.

Pero ¿será posible salvarse?, pueden pensar muchos. Es tan difícil practicar la caridad… Santiago, como el autor deuteronómico, nos dice que el amor y la misericordia no son algo extraño a nuestra naturaleza. En el fondo, todos lo tenemos dentro, como semilla latente. Y cuando se nos ha predicado o enseñado, esa semilla pide crecer: «Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros», dice el apóstol. Dócilmente: esa es la clave. Dejad crecer en vosotros esa semilla de amor, y actuaréis según lo que sois: hijos de Dios, semejantes a él y capaces de amar como él. Dejemos que el amor, la generosidad, la compasión, que tanto parece que nos cuestan, broten de nuestro interior. Despertemos esa semilla. Recemos y pidamos a Dios que la haga fructificar en nosotros. Y empezaremos a vivir en la tierra como en el cielo. Empezaremos a hacer realidad el reino de Dios. Esta es la verdadera religión que seguimos.

2018-08-24

Es un misterio muy grande...

21º Domingo Ordinario - B

Josué 24, 1-18
Salmo 33
Efesios 5, 21-32
Juan 6, 60-69

La lectura de San Pablo de este domingo no pasa nunca desapercibida. «Las mujeres, que se sometan a sus maridos…» Es uno de los textos más controvertidos que han desatado mucha polémica en el último siglo, sobre todo a raíz de la expansión del feminismo y de la igualdad de género. El texto leído sin profundizar en su contexto puede indignar incluso a muchas mujeres cristianas. Pero no podemos leer ningún escrito de la Biblia de forma superficial, y sin tener en cuenta su trasfondo histórico y religioso.

Además, esta lectura de hoy aparece acompañada de otras dos que, aparentemente, no tienen nada que ver. Y, sin embargo, las tres están muy relacionadas y en el fondo nos están transmitiendo un mismo mensaje. ¿Cómo relacionarlas? Vamos a intentar comprenderlas y ver cómo las tres nos aportan tres enfoques sobre una misma realidad: la primacía de Dios en nuestra vida y una llamada urgente a reconciliarnos con él y a unirnos con él. En su amor nuestra vida se reconstruye y todo cobra sentido.

La primera lectura es del libro de Josué, y es un episodio muy conocido. Tras el éxodo por el desierto, Josué insta a los hebreos a decidir a qué dios quieren adorar. ¿Adorarán a los dioses de los otros pueblos, entre los que han estado viviendo? ¿O adorarán al único Dios, que los sacó de Egipto y los ha acompañado y apoyado siempre? Él y su familia lo tienen claro: sólo a Dios servirán.

El evangelio nos relata el choque de Jesús con los judíos incrédulos. Tras el discurso del pan, en el que Jesús se presenta como alimento, muchos se quedan desconcertados y lo abandonan. No pueden entenderlo. No pueden comprender que la relación con Dios, y con Jesús, sólo puede captarse desde el amor, un amor de unión que se expresa en este «comer de mi cuerpo», en este pan que da vida eterna.

Adorar sólo a Dios. Unirse a Dios con todo nuestro ser, cuerpo y alma, hasta «comerlo» y dejar que él habite en nosotros. Exclusividad y amor. Entre estas dos lecturas, san Pablo nos habla de una relación humana que tiene mucho que ver con ambas: el matrimonio.

El matrimonio entraña exclusividad con una persona y entrega fiel y constante hasta la muerte… y más allá. Este amor poderoso que une a los matrimonios fieles es una bella imagen del amor de Dios a la humanidad, o el amor de Cristo por su Iglesia. «Es un misterio muy grande», dice san Pablo. ¿Cómo entender, cómo definir el amor? El amor, realmente, es un misterio que nos envuelve. Es un misterio inabarcable, pero a la vez íntimo, porque todos lo llevamos dentro y todos tenemos la capacidad para experimentarlo.

Pablo nos habla del matrimonio, pero su verdadero tema es el mismo de Josué, el mismo de Jesús: el tema al que quiere llegar Pablo es el amor de Dios por nosotros. Y para ello utiliza una imagen muy querida por los autores bíblicos, la del matrimonio. Al igual que otros profetas, Pablo compara a Dios con el esposo y a la Iglesia con la esposa. Y para definir una relación ideal se basa en el ideal del matrimonio de aquella época, dentro de lo que era normal en la cultura mediterránea, donde el marido era el padre y jefe de familia.

No obstante, Pablo se sale del patriarcalismo autoritario de su tiempo en un aspecto crucial. Aunque habla de la sumisión de la esposa al esposo, todavía hace más hincapié en la entrega del esposo a la esposa. Una entrega que llega hasta dar la muerte. Leamos despacio sus palabras. «Maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella para consagrarla…», «Así también deben amar los maridos a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo».

Seguramente muchos esposos de su entorno fruncirían el ceño ante tanta exigencia de amor. ¿Amar a la mujer como a sí mismo? ¿Entregarse por ella?  ¿Hacerla sagrada, gloriosa, santa? Este amor termina por equiparar la esposa al esposo, igualándola en dignidad. Esto es lo que Cristo hace con nosotros: nos «diviniza», dándonos una vida eterna, como la suya. Esto es lo que el buen esposo hace con la esposa: le da todo cuanto tiene para hacerla igual de digna que él. Hoy nos cuesta entenderlo, pero esto, en aquellos tiempos, era auténticamente revolucionario.

Una última palabra sobre la «sumisión». Podríamos enlazar esta sumisión u obediencia con las palabras de María en la anunciación. «He aquí la esclava del Señor…» Sumisión aquí no significa esclavitud, sino apertura, recepción, aceptación del amor de Dios. Hoy podríamos leer esta expresión como la de una persona que se abre al don del amor y se deja transformar por él. En vez de sumisión podemos leer acogida, humildad para dejarnos amar por Dios, porosidad y suavidad de alma para abrirnos a sus dones, docilidad para dejarnos guiar por él. 

Pero es que, además, san Pablo dice «Someteos unos a otros». Es decir, que el esposo, amando, también se somete a la esposa. Y esto es lo que Jesús hizo, lavando los pies a sus discípulos, sometiéndose a nosotros para dar su vida en la cruz. ¡Dios mismo se arrodilla y se somete a su criatura!

Este es el auténtico mensaje de Pablo, de Josué y de Cristo: dejaos amar por Dios. Dejad que él os haga florecer. Dejad que su amor os llene de vida. No os disperséis con otros ídolos falsos, ni os encerréis en el egoísmo. Dios se nos da: Cristo es su pan. Dejémonos alimentar por él, y viviremos como nunca soñamos vivir.

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2018-08-18

Fijaos bien cómo andáis

20º Domingo Ordinario - B

Proverbios 9, 1-6
Salmo 33
Efesios 5, 15-20
Juan 6, 51-58

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Comer el pan de Cristo


El evangelio de hoy continúa el discurso de Jesús sobre el pan. Cuando la gente se extraña y se pregunta cómo va a ser él pan para que lo coman, Jesús no afloja en su afirmación, no transige ni dice que está hablando en plan simbólico. Al revés, afirma con mayor fuerza que su cuerpo es verdadero alimento, y que quien no come su carne y no bebe su sangre no tendrá vida. Todavía va más allá: quien come de su carne habita en él. ¿Cómo podemos entender esto hoy, que somos tan duros de cabeza y de corazón como los judíos de hace dos mil años?

Comer a Jesús es hacer nuestra su vida. Habitar en Jesús, y que Jesús habite en nosotros, es una unión tan completa que ambos nos fusionamos. Como diría san Pablo, ya no soy yo sino Cristo quien vive en mí. Sólo los enamorados y aquellos que se aman profunda, apasionadamente, pueden entender este lenguaje. Jesús está hablando el lenguaje del amor en medio de un mundo frío y desamorado, por eso no lo entienden. Los amantes, ¡claro que entienden lo que significa «comerse» el uno al otro!

Es una unidad tal que lo que es de uno es del otro; lo que hace uno lo hace el otro; ambos hablan el mismo lenguaje… Cuando aprendamos a recibir a Jesús con amor, comprendiendo cómo nos ama él, empezaremos a entender mejor qué significa «comer a Dios», empezaremos a asimilar su alimento y este nos transformará desde adentro, igual que una comida sana nos regenera y nos cura por dentro.

¿Qué consecuencias tiene esto para nosotros, que comulgamos cada domingo? Parece que no tenemos problemas en creer que estamos comiendo el cuerpo de Cristo, pero ¿por qué este alimento supremo nos hace tan poco efecto? ¿Cómo es posible que no nos transforme y nos mejore más? ¿Qué hay en nosotros que no lo asimilamos? Quizás, al igual que ocurre con el intestino dañado, que no absorbe los nutrientes, nuestra alma también está deteriorada o tan obstruida que no podemos absorber a Cristo, que viene a alimentarnos con su gracia y su amor. ¿Cómo podremos curarnos?

Cómo vivirlo


San Pablo en la lectura de hoy nos da unos valiosos consejos muy prácticos. «Fijaos bien cómo andáis», empieza diciendo. Ahora está de moda el llamado «mindfulness» o consciencia plena. Muchas personas hacen talleres, seminarios y retiros para aprender esta disciplina milenaria que no es más que ser consciente, aquí y ahora, del momento presente, saboreándolo al máximo, sin prisas, con los seis sentidos bien despiertos. Pues bien, San Pablo hace dos mil años ya predicaba algo así. «Fijaos bien», dice. Es decir, sed conscientes de cómo estáis viviendo y de qué tiempos estamos viviendo. Miraos a vosotros mismos y mirad a vuestro alrededor. ¿Cómo elegimos vivir? Sabiendo lo que sabemos, teniendo a Cristo como alimento, ¿vamos a vivir como todo el mundo, arrastrados por crisis, problemas y avatares políticos y económicos? ¡Los cristianos no podemos caer en esto!

«No estéis aturdidos», dice Pablo. Muchos de nosotros vivimos aturdidos, abrumados y atolondrados por la prisa, el exceso de cosas que hacer, que comprar, que atender… Las nuevas tecnologías no han hecho más que aumentar esta bruma mental. Nos llueven mensajes e impactos informativos de todas partes, nos enganchamos a las pantallas y no paramos de pensar, decir, contestar… Al final, ya no sabemos ni lo que hacemos ni por qué. Pablo habla de no embriagarse con vino. Podríamos hablar de vino, o de cualquier otra adicción que nos enganche, ¡y hay tantas! Toda sustancia, comida, distracción o actividad que nos ata, nos está arrastrando y llevando al libertinaje, es decir, hacernos creer que somos libres cuando somos más esclavos que nunca de nuestra dependencia y adicción. ¡Necesitamos ayuda!

Y, claro, una persona tan aturdida y llena de adicciones no tiene espacio en su alma para el Espíritu Santo. No tiene espacio para el amor, para la escucha, para la gratitud… Siempre quiere más y siempre le falta algo. Pierde la lucidez y la perspectiva. Se encierra en sí misma y en sus problemas, y deja de ver a los demás. También pierde u olvida la presencia de Dios en su vida.

«Dejaos llenar del Espíritu», dice Pablo. Para dejarse llenar antes hay que vaciarse. Parar, detenerse en medio del frenesí diario y hacer silencio, externo e interno, es una buena medicina para el alma, y un buen medio para cambiar nuestra forma de vivir. Primero, silencio y vacío…

Pero, después, cuando poco a poco el agua viva de Dios nos va llenando, dejemos también que surja el cántico. Del silencio surgen la alabanza, la gratitud, el gozo exultante, porque nos sabemos y nos sentimos amados infinitamente. «Dad siempre gracias a Dios Padre por todo», continúa Pablo. Una oración de sincero agradecimiento es milagrosa, porque implica reconocer lo que Dios hace por nosotros y, además, aceptar su amor. Y esto sí que puede cambiar nuestra vida, más que cualquier otra técnica mental o práctica voluntarista. 

Vivir atentos, liberarnos de adicciones, hacer silencio, orar con gratitud y alabanza: he aquí un camino de cinco pasos que San Pablo nos propone para transformarnos y llegar a vivir con plenitud nuestro ser hijos amados de Dios.


2018-08-10

No entristezcáis al Espíritu Santo

19º Domingo Ordinario - B

1 Reyes 19, 4-8
Salmo 33
Efesios 4, 30 - 5, 2
Juan 6, 41-51

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La primera lectura de hoy y el evangelio de hoy continúan centradas en torno al pan. Pan como alimento, pan como vida. En la primera leemos cómo el profeta Elías, cansado y desanimado, obligado a huir por la persecución de los reyes, llega al desierto y quiere morir. El deseo de morir es natural cuando la persona ya no tiene fuerzas y puede ser muy comprensible desde el punto de vista psicológico. Pero a veces basta un poco de alimento y saberse apoyado para que la tristeza se supere. Dios lo sabe, conoce nuestras debilidades y flaquezas y envía su ayuda a Elías. Levántate y come, le dice. No se trata de un alimento simbólico, sino muy real. Y levantarse es más que ponerse de pie: es ponerse en camino. Dios nos llama a caminar con él, pero nunca nos pide más de lo que podemos y él mismo nos da el alimento y las fuerzas necesarias. ¡No lo dudemos!

En el evangelio, Jesús afronta las críticas de los judíos que no creen en él y no entienden su discurso sobre el pan del cielo. ¿Por qué dice tales cosas?, se preguntan. ¿Quién se ha creído que es? Jesús les responde sin echarse para atrás y con rotundidad. Sabe que, para quien no quiere creer, ni siquiera todos los milagros del mundo podrán convencerlo. No verá, no entenderá nada. En cambio, quien esté abierto al Espíritu de Dios, lo comprenderá todo sin demasiadas explicaciones. Jesús añade que él es el pan del cielo. Al igual que su alimento es hacer la voluntad del Padre, el nuestro es imitar al Hijo, hacer nuestra su vida. Comer pan nos da energía física para vivir; seguir a Jesús nos da la energía espiritual para que nuestra vida tenga sentido y nunca sintamos, como Elías, que queremos morirnos, o que ya estamos medio muertos en vida. Lo que nos hará vivir es el amor, y en esto, Jesús es el mejor maestro.

Pablo nos habla del Espíritu Santo en un texto breve pero muy hermoso. «No pongáis triste al Espíritu Santo», dice. Dios os ha marcado con él, con su fuego, para liberaros. ¡Ya sois libres! Pero ¿libres para qué? Para amar, para perdonar, para servir. Imitar a Cristo, que nos parece tan heroico e inalcanzable, no es algo ajeno a nuestra naturaleza. Imitar a Cristo es lo más humano que hay, porque todo nuestro ser, desde nuestro cuerpo hasta nuestra alma, está hecho para el amor. Amando nos realizamos, nos completamos, crecemos y alcanzamos la dicha. «Vivid en el amor como Cristo os amó», dice san Pablo. Si no amamos, estaremos apagando ese soplo de Dios que late en nosotros. Sin amor, dejándonos llevar por las críticas, el resentimiento y las divisiones, apagaremos el fuego del Espíritu Santo, lo entristeceremos. No permitamos que esto ocurra. Que en el hogar de nuestra morada interior siempre arda su fuego. Así viviremos de verdad.

2018-08-02

Renovaos por dentro

18º Domingo Ordinario - B

Éxodo 16, 2-15
Salmo 77
Efesios 4, 17-24
Juan 6, 24-35

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Tras leer la multiplicación de los panes, la lectura de hoy es como una contrarréplica del milagro. La gente ha quedado entusiasmada y busca a Jesús. Esta vez Jesús no les dará de comer pan, pero les va a dar otro alimento: una lección profunda sobre lo que necesitan de verdad si quieren vivir de manera nueva.

Jesús da un toque de atención a la gente. Es muy realista y conoce bien la naturaleza humana: Vosotros no venís por mi palabra, sino porque habéis comido hasta hartaros, les dice. Con esto, Jesús recuerda la primera tentación del desierto: convertir las piedras en pan. Es una tentación de la Iglesia reducir su acción a dar comida a los pobres y a llenar barrigas. Sí, el pan es necesario, y vemos que Dios es el primero que se apresura a darnos comida. Pero eso no lo es todo. No sólo de pan vive el hombre. Si queréis una vida plena, que valga la pena, hace falta algo más. La Iglesia no puede limitarse a dar de comer, y eso el papa Francisco lo recalca a menudo. No somos una ONG más.

Las gentes, que escuchan a Jesús, preguntan. Entonces, ¿qué pan necesitamos para vivir? Jesús les va enseñando paso a paso, respondiendo a sus preguntas. Hacer la voluntad de Dios es su alimento, y también es el alimento para todos nosotros. ¿Por qué? Porque la voluntad de Dios, en el fondo, es que todos vivamos en plenitud, floreciendo y dando lo máximo de nosotros mismos, como lo hizo Jesús.

Pero a las gentes no se les puede andar con filosofías. Cuando le preguntan a Jesús que deben hacer, él es muy claro: Creed en mí. Creed en aquel que envía el Padre. Y creer no sólo es creer, sino confiar, prestar atención, imitar y seguir. Creer en Jesús es querer vivir como él, haciendo lo que él hacía. Esto es tomar a Jesús como pan: hacer nuestra su vida. Quien sigue los pasos de Jesús camina hacia la vida plena.

San Pablo en su carta a los Efesios lo explica con otras palabras, que quizás nos resulten más modernas. Renovaos por dentro. Jesús está con nosotros. Lo conocemos, lo tomamos cada domingo, ¿cómo es posible que esto no nos cambie? ¿Cómo podemos vivir igual que la gente no creyente, preocupados por las mismas cosas, estresados y afanándonos por lo mismo? ¿Cómo es posible que nuestra vida siga girando en torno al dinero, el trabajo, el éxito, el consumismo, el miedo, la angustia por el futuro? ¿Es que no creemos en Jesús? ¿No nos hemos tomado en serio el vivir como él, amando, dándolo todo, confiando totalmente en la bondad del Padre? ¿Dónde está el centro de nuestra vida?

Renovaos en mente y en espíritu, dice Pablo, y vuestra vida será nueva. Todos nosotros llegamos a una edad en que nos sentimos cansados, gastados, desanimados. Envejecemos, por fuera y por dentro. El cuerpo puede deteriorarse… pero nuestra alma, si está llena de Cristo, ¡no puede arrugarse! No puede secarse ni encogerse. No puede dejar de crecer. Revestíos de vuestra nueva naturaleza, dice Pablo. ¡Sois cristianos, ungidos, amados, alimentados de Dios! Si comemos a Cristo, él forma parte de nosotros. ¿Cómo podemos seguir con las mismas obsesiones y atascos de siempre? Somos nuevos. Deberíamos serlo. Dejémonos renovar. Cada domingo Dios nos envía su maná, su mejor pan, su propio Hijo. Comemos a Dios. Hagamos porosa nuestra alma para que podamos asimilar su vida. Y no tenemos que hacer más: creer, confiar, abrirnos a su amor. Él nos renovará.