2011-09-29

El amo de la viña


27º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A


"Y cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos”. Y Jesús les dice: “¿No habéis leído nunca en la Escritura: la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular, es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”
Mt 21, 33-43

Israel, la viña del Señor

En el relato de la primera lectura de Isaías y en el evangelio la viña es imagen del pueblo de Israel. Para expresar el amor de Dios hacia su pueblo, la tradición profética del Antiguo Testamento utiliza la expresión “esposa” al referirse a Israel como amada del Señor: “Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña” (Is 5,1)
Dios quiere un pueblo fecundo que dé frutos jugosos. En la primera lectura se nos cuenta que el señor cava, cultiva y siembra su tierra con buenas cepas. Pero, a la hora de recoger la cosecha, se encuentra con una amarga decepción: la viña ha dado agrazones. Paralelamente, el profeta explica que los hombres de Judá son la viña, el plantel preferido del Señor, pero “esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos”.
Isaías se lamenta porque el pueblo escogido se aparta del camino de Dios y sufre las consecuencias de este alejamiento. Dios ama su jardín y lo entrega a los hombres para que lo cuiden y lo cultiven. Pero la ambición y el afán de poder los apartan del deseo de Dios. Los criados que acuden a recoger los frutos de la vendimia son los profetas que con tenacidad predican la conversión de su pueblo para que abra su corazón a Dios. Pero el pueblo de Israel rechaza a sus profetas.

El dueño de la viña envía a su Hijo

La lectura del Antiguo Testamento finaliza con una amenaza: el señor abandona la viña a su suerte y será devastada por los enemigos. Pero Dios, en realidad, no deja huérfano a su pueblo. Y en este contexto hay que situar la parábola de los viñadores infieles que explica Jesús a los sumos sacerdotes y letrados.
Dios sigue amando a su pueblo a pesar de todo y finalmente envía a su hijo, pensando que a éste lo respetarán. No es así. Los labradores piensan que es el heredero y lo matan para apoderarse de la herencia.
Con esta parábola, Jesús está anticipando su propia muerte. Él es el hijo enviado por el Padre. Los sacerdotes de su pueblo son los labradores que también lo rechazarán y buscarán su muerte. Jesús les advierte: el señor de la viña les arrebatará el campo a los labradores y lo entregará a otros. Y continúa: “la piedra que desecharon los constructores será la piedra angular”. En estas palabras leemos algo más que el castigo del Antiguo Testamento. Contienen una promesa: Dios no abandona su viña. Jesús morirá a manos de su propio pueblo, pero Dios lo resucitará y lo convertirá en piedra angular de un nuevo edificio: la Iglesia. Esta será su nueva viña, el nuevo pueblo de Dios. Y ya no se limitará a Israel, sino que se extenderá por todo el mundo.

La viña del Señor, hoy

Dios nos ofrece un jardín: el mundo. Lo ama y nos lo entrega para que lo cuidemos y lo cultivemos. Ese jardín también es la humanidad.
Hoy vivimos una época de secularización. Muchas personas viven al margen de los caminos de Dios y hay una tendencia a apartarlo de nuestra vida cotidiana.  La viña abandonada cae pasto de las zarzas y la destrucción: esta es una viva imagen de lo que sucede en nuestro mundo cuando la humanidad se aparta de Dios y decide prescindir de él. Cuando el hombre mata a Dios y se adueña del mundo, esa primera euforia, ese endiosamiento, acaba convirtiéndose en sangre y lamentos, como nos recuerda Isaías. La pretendida justicia degenera en guerra y asesinatos. Este es el panorama del mundo que ha querido apartar a Dios.
Por eso, más que nunca, los cristianos tenemos una misión. Hemos de ser labradores del reino de Dios. Hemos de cultivar el campo de la Iglesia, unidos a Cristo, sacando el mejor jugo espiritual de nuestras vidas. Hemos de trabajar para que la semilla de la palabra de Dios dé fruto.

El fruto de la vid

Hoy se nos pide a nosotros que rindamos cuentas a Dios sobre nuestra encomienda de anunciar la buena nueva de su amor. ¿Qué fruto podemos ofrecer?
Cuántas veces percibimos, incluso dentro de la Iglesia, orgullo y autosuficiencia. Nos cuesta escuchar. Cuánta gente, en nombre de Cristo, nos ha hablado, dando testimonio, y hasta convirtiéndose en mártires, derramando su sangre por amor. Y aún y así no nos hemos convertido. Quizás hoy no matamos a los profetas, pero sí nos volvemos intolerantes y criticamos en exceso. Nos molesta que alguien pueda aleccionarnos, o que pueda corregirnos cuando quiere sacar lo mejor de nosotros.
También nos cuesta estar unidos a la comunidad de la Iglesia. Nos gusta ir por libre. Olvidamos que Jesús es la vid y nosotros los sarmientos. Sólo unidos firmemente a él y a los demás podremos dar buen fruto.
Cuidado. ¿Qué hará el dueño de la viña si no somos fecundos? Se la dará a otros.
No temamos, pero tampoco nos aletarguemos. Dios tiene una promesa de salvación y nunca se cansará de esperar y de seguir dándonos oportunidades. Cuando nos abramos a él daremos los frutos tan deseados.
El vino, fruto de la vid, es una alusión a la eucaristía. Así como el agua en el evangelio es símbolo de purificación, el vino es expresión de fiesta, de la magnificencia de Dios hacia su criatura. Cuando ponemos nuestro trabajo en manos de Dios, él transforma nuestros esfuerzos y los convierte en fuente de gozo y vida plena.

2011-09-24

Decir sí a Dios

26º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A


Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y aún después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.
Mt 21, 28-32

Un mensaje a los que se amparan en la ley

Jesús se dirige de una manera provocativa a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Es decir, hacia los que ostentan el poder religioso y representan la pureza de la fe del pueblo judío. Esgrimiendo la ley como arma de poder, estos grupos exigen a los demás su exacto cumplimiento, mientras que ellos, con su vida, a veces desmienten la doctrina que predican. Es en este contexto que se han de entender las palabras de Jesús.
Como en tantas ocasiones, Jesús recurre a una parábola para transmitir un mensaje que sus oyentes asimilan y pueden comprender perfectamente. El texto nos relata la historia de un padre y dos hijos. Al primero, le pide que vaya a trabajar a su viña. Él le dice que no quiere, pero más tarde va. Al segundo le pide lo mismo, éste responde que sí de inmediato, pero luego no va. Evidentemente, quien cumple la voluntad del padre es el que va a la viña, porque después de su negativa, finalmente recapacita y se pone a trabajar.

Todos somos llamados

Dios nos llama a todos a trabajar en su viña. También hoy nos está llamando a los cristianos a levantarnos y a expandir su reino en medio del mundo. La esencia de nuestra vocación cristiana es decir sí a Dios. Sin dudar, cada día. Significa dejar que Dios entre de lleno en nuestros planes y se convierta en el centro de nuestra existencia. Para los cristianos, decir sí a Dios es decir también sí a Cristo, a la Iglesia, al apostolado, a la misión. Nuestro sí es una forma de estar y ser en la vida.  No es un sí para algo concreto que nos puede pedir puntualmente, es un sí a todas y por todas.
Entendemos que el primer hijo diga que no y luego se arrepienta, porque trabajar por Dios implica un esfuerzo y una profunda conversión, un replantearnos nuestra relación con Dios. ¿Estamos a todas con él? Decirle sí comporta trabajar por un mundo más justo y esforzarnos para que todos conozcan a Dios, nuestra máxima felicidad. El padre valora los hechos del primer hijo. Pero siempre es mejor y más hermoso decir sí y actuar en consecuencia, respondiendo con prontitud, con una actitud alerta, dócil y de escucha permanente.

Cuando esquivamos el sí nos alejamos

En cambio, el segundo hijo, que dice sí con tanta rapidez, falta al compromiso. En él podemos vernos reflejados muchas veces. Cuánta gente dice sí, viene a misa, cumple con los preceptos cristianos… pero no ha dado una respuesta desde el corazón, una respuesta que comprometa su vida y sus acciones. Ese sí diluido, que no se llega a convertir en realidad, es una mentira. Se convierte en un no solapado que nos va alejando de Dios y que aparta de nosotros el cielo. Cuando nos negamos a ir a la viña, estamos dejando de trabajar por la justicia.

La humildad, necesaria para construir el reino

Jesús hace una advertencia a los sacerdotes y a los ancianos: “Los publicanos y las prostitutas os adelantarán en el reino de los cielos”. Los pecadores que caen entienden a Jesús. Comprenden que han de cambiar. Por eso, dice Jesús, escucharon a Juan Bautista y su mensaje de conversión y renovación interior. Ellos están preparados para escuchar a Dios. En cambio, los que se creen dueños de la fe están muy lejos de entender a Jesús y se cierran a su mensaje. ¿Cuántas veces, desde nuestras cátedras, llenos de orgullo, nos sentimos o creemos ser mejores que los demás? Jesús nos dirá, hoy también, que los de adentro, los que venimos a misa, los que formamos parte de una comunidad, no somos necesariamente mejores que los de afuera. Estas palabras nos pueden resultar duras. Pero cuántas dificultades de convivencia se generan en el seno de las comunidades, los movimientos y las parroquias porque algunos se sienten mejores que los demás. Creemos que por el hecho de venir, colaborar y participar estamos exentos de pecado y no necesitamos corrección. Y desatamos tensiones absurdas e inútiles a nuestro alrededor.
Decir sí a Dios implica humildad, servicio y comprensión. “Siervo inútil soy, he hecho lo que debía”. Sólo desde la humildad y la unidad podremos construir un auténtico cielo a nuestro alrededor y nos convertiremos en trabajadores fecundos de la viña del Señor, su Iglesia.

2011-09-17

Todos somos llamados

25º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A


Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.
Mt 20, 1-16

La lógica divina

La parábola de este evangelio puede parecer de entrada desconcertante. En ella se nos relata cómo el amo de una viña va contratando trabajadores para vendimiar, desde primera hora de la mañana hasta la última. En el momento de pagarles, ordena a su administrador que les dé a todos la misma paga, comenzando por los últimos que se incorporaron a la tarea. Los viñadores que han trabajado desde temprano protestan y reclaman una paga mayor. Pero el señor de la viña replica que les pagará a todos según lo que han acordado, sin hacer distinciones.
Desde una lectura meramente racional podemos pensar que el dueño de la viña es injusto al no valorar las horas de los primeros trabajadores llamados. Pero, más allá de una lección de moral social o de ética laboral, hemos de buscar en este relato una clave teológica.
Los planes de Dios no son nuestros planes, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías (Is 55, 6-9). Nuestra forma de entender la justicia y el derecho tampoco es igual que la lógica divina. La generosidad de Dios excede nuestros estrechos parámetros economicistas.

Dios llama siempre

Este texto evoca otro pasaje en el que Jesús dice a sus discípulos: “La mies es mucha y los obreros pocos”.  Ahora, más que nunca, se hace necesario trabajar por la paz, por la justicia y por crear esperanza. Estamos en un mundo convulso y vemos a mucha gente caer en el vacío y el desespero. Algo les está faltando.  Jesús nos llama a atender a estas personas y a hacer real y posible su reino en medio del mundo. Para ello, va llamando, como el señor de la viña. Siempre sale en nuestra busca y nunca se cansa. Nos pide que vayamos a trabajar por su causa. Desde el profetismo bíblico hasta el mismo Jesús, y en el testimonio de muchos santos y mártires, vemos cómo en la historia miles de personas han trabajado incesantemente para instaurar el Reino de Dios.
Para él, en la tarea por el Reino tienen tanto valor muchas horas como pocas.  Por tanto, no podemos buscar excusas para decir que no. A cualquier edad, en cualquier momento de nuestra vida, podemos escuchar su llamada. Como cristianos, deberíamos acoger los planes de Dios en nuestra vida y trabajar junto a él.

Evitemos las controversias inútiles

Cuántas veces, en las parroquias, comunidades o movimientos se generan dificultades por no aceptar a los nuevos que llegan, trayendo nueva savia y nuevas ideas. Nos agarramos a la experiencia, al tiempo, para no asumir la frescura que pueden aportar los recién llegados. Hoy vemos que en las parroquias se da un cierto cansancio y rutina a la hora de funcionar. A veces se percibe falta de entusiasmo e ilusión. Nos convertiremos en buenos viñadores cuando sepamos asumir la hermosa frase de san Pablo: “Mi vida es Cristo”. En la medida en que realmente dejemos entrar a Cristo en nuestra vida, Cristo sea nuestra vida y ésta gire en torno a él, nos convertiremos en nuevos evangelizadores.
No podemos perder el tiempo en recelos, comparaciones absurdas o desconfianzas. La paga será la misma, y no será un denario, sino la salvación, la eternidad, el amor de Dios. Si dejamos de perder tiempo en cosas inútiles nuestros sarmientos, bien unidos a la vid que es Cristo darán mucho más fruto.

Los últimos serán primeros

Los últimos serán los primeros. No es éste el primer pasaje evangélico donde leemos palabras así. Dios siempre espera nuestra conversión. Hemos leído en otros textos que el buen pastor va detrás de la oveja perdida; Jesús elogia la fe del centurión, pone de ejemplo al publicano que se humilla y llama como discípulo a un recaudador de impuestos. Antes de exhalar el último suspiro, en la cruz, aún promete el paraíso al buen ladrón que es crucificado junto a él.
Hemos de aprender de esta actitud. No creamos que, por estar años trabajando por él somos más importantes que otros. Para él todos son importantes, desde el primero hasta el último. Vale tanto la conversión de una persona en el lecho de muerte como la del que ha entregado toda su vida por el evangelio. Esto sólo se puede entender desde la lógica de Dios, que supera la razón humana. La justicia de Dios es amor y misericordia sin medida.

2011-09-12

Hasta setenta veces siete



24º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A


—Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?
Jesús le contestó:
—No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete…
Mt 18, 21-35.

Las cuentas del mal

El evangelio de hoy nos habla de un tema espinoso, por lo necesario y a la vez difícil que se nos hace a todos: el perdón.
Pedro, con cierta ingenuidad, le pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a un hermano —familiar, amigo, conocido— que le ofende. ¿Hasta siete? Fijémonos en dos detalles. Primero, en el orgullo solapado que se lee entre líneas. Un hermano “que me ofende” denota que nuestra dignidad, nuestro honor, son heridos. Qué susceptibles somos. ¿Nos creemos tan dignos, tan honorables, tan perfectos, que podemos considerarnos ofendidos? ¿No pensamos que nosotros también podemos ofender a los demás,  queriendo o sin querer, por nuestra torpeza o falta de tacto y caridad?
En segundo lugar, casi hace sonreír esa contabilidad de ofensas y perdones. Cómo nos gusta llevar las cuentas del mal. Recordamos todos y cada uno de los agravios sufridos. ¡Tremendas matemáticas de la mezquina justicia humana!
Jesús le responde que no debe perdonar siete veces —el siete es un número simbólico que, para los hebreos, expresa plenitud—… sino setenta veces siete. Es decir, ha de perdonar siempre.

La justicia de Dios

Y, como solía hacer, Jesús explica entonces una parábola. Es un relato impresionante que nos enseña cómo es Dios, cómo somos las personas y cómo estamos llamados a ser.
De entrada, a Dios se lo debemos todo, como ese siervo de la parábola que debe diez mil talentos —una suma millonaria, en aquel entonces— a su señor. Nunca podremos pagar nuestra deuda a Dios. ¿Qué podemos ofrecerle, comparable a la grandeza de existir, de estar vivos, de haber recibido tantas cosas buenas a lo largo de nuestra vida? Hasta la persona más pobre tiene, al menos, que agradecerle el don de la existencia. Y no olvidemos otro gran don. Somos amados. Aunque no seamos conscientes y a menudo lo olvidemos, la mirada amorosa de Dios siempre está sobre nosotros.
El señor de la parábola, ante las súplicas del siervo endeudado, decide condonarle la deuda. ¡Toda! Buena lección que podríamos aplicar a tantas situaciones de nuestro mundo de hoy… Y no sólo a las deudas económicas, sino a esas deudas morales. “Me debe una disculpa”, “me hizo aquello, y me las pagará”… Son esas deudas que provocan nuestras pequeñas revanchas y un sinfín de resentimientos y conflictos que envenenan nuestra vida diaria.
Dios perdona. Totalmente. Sin poner condiciones. Con la misma gratuidad que nos lo da todo. Así es él.
¿Y nosotros? Jesús viene a estirar nuestra pequeña alma, encogida y tacaña, con este ejemplo. Como hijos de Dios, semejantes a él, ¿no vamos a mostrar esa misma largueza de corazón con los demás?

La justicia humana

La parábola continúa. El siervo perdonado se va, feliz, y no se le ocurre otra cosa que ir a buscar a un compañero que le debe cien denarios, ¡una suma muy inferior a la que él debía a su amo! El compañero suplica que le deje pagar con tiempo, le ruega paciencia, pero él lo ignora y lo hace encarcelar. Ante la magnanimidad del señor vemos la vileza del siervo. A buen seguro, los oyentes de Jesús que escuchaban esta parábola se debieron rebelar al oír esto. Tan indignados debieron quedar como los compañeros del personaje, en el relato. Estos van a avisar a su señor y le cuentan lo ocurrido. Y, ahora sí, el señor toma medidas y hace justicia.
¿Qué enseñanza podemos extraer de todo esto? Dios, siendo todopoderoso, siendo infinitamente bueno, justo, fiel y pudiendo castigarnos por nuestras faltas y maldades, no lo hace. Es más, se apiada en seguida cuando acudimos a él pidiendo perdón, igual que el siervo abrumado por las deudas. “Perdona nuestras deudas”, dice el Padrenuestro. ¿Pronunciamos esta frase con sinceridad? Porque la plegaria continúa con una segunda parte, tan importante como la primera: “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (o a nuestros deudores, decía el Padrenuestro antiguo)”.  ¿Lo decimos de corazón?

Mirar con ojos de Dios

La parábola de hoy nos da una gran lección moral. Aprendamos a ser como Dios: compasivos, comprensivos, afables y generosos con los demás. Cuando alguien nos ofende, intentemos ponernos en su lugar y comprender sus razones. Quizás entonces nos demos cuenta de que el daño que nos ha hecho, aunque injusto, tiene una explicación. La ira que albergamos se irá disolviendo y nos será más fácil perdonar. Intentemos ver a la otra persona como a nosotros nos gustaría ser mirados. Con ojos compasivos, abiertos, faltos de prejuicios. Con ojos que ven lo que no se ve, lo más importante, el alma, la dignidad, los afanes y deseos de aquella persona. Intentemos ver a los demás con “ojos del Padre del cielo”. Y procuremos imitarle en uno de los actos más difíciles, pero más bellos y que más nos humaniza: el ejercicio del perdón incondicional.

2011-09-02

La corrección fraterna


23º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A


Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad…
Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo.
Mt 18, 15-20

Corregir con amor, un deber cristiano


La palabra del Señor toca hoy un tema delicado: la corrección fraterna, es decir, avisar y reprender a alguien cuando, a nuestro juicio, se ha equivocado o ha obrado mal.
Es un deber cristiano corregir al que yerra. En la primera lectura del profeta Ezequiel (Ez 33, 7-9) Dios le ordena poner en práctica la reprensión para salvar a quien obra mal.  Amar comporta ofrecer ayuda y también, cuando es necesario, el aviso y la corrección.
Pero también es importante saber decir las cosas para que nuestra advertencia sea educativa y no dañe a la otra persona. Cuando alguien se equivoca puede tener sus razones, por eso conviene escuchar siempre antes de emitir un juicio severo sobre su conducta.
Todos nos equivocamos, una y otra vez. Y nos cuesta admitirlo. En cambio, parece que juzgar y reprender a los demás nos resulta más fácil. Pero no todos sabemos corregir adecuadamente.

Claves para una corrección fraterna


Jesús nos da varias claves para que nuestra corrección sea fraterna y efectiva. Es necesario tener libertad y confianza con la otra persona para poder señalar aquello en lo que creemos que ha errado. Si no existe un vínculo cercano con ella, una relación próxima y de afecto, la corrección será infructuosa. Sólo podremos corregir si la consideramos como un hermano, mirándola con amor y comprensión. Si comenzamos a juzgar a los demás como si fuéramos inquisidores, basándonos en rígidos criterios personales, dejando a un lado toda consideración y muestra de caridad, nuestros avisos no ayudarán a nadie.
Otra característica de la corrección fraterna es la discreción. De ahí que Jesús insista en el carácter privado, o entre dos o tres personas, a la hora de reprender. Sólo en última instancia se recurrirá a toda la comunidad para amonestar al que se equivoca.
Finalmente, es el amor el que da la potestad para “atar y desatar”, en la tierra y en el cielo, como indica Jesús a sus discípulos. Sin amor, la corrección no tiene sentido.
En el fondo, Jesús está hablando de la unidad. Cuando alude a la comunidad, está recordándonos que, si no hay amor, no es posible consolidar un grupo humano. Y en esa comunidad hay que ayudar a sacar lo mejor que tiene cada persona, quitando lo malo y lo destructivo y potenciando sus cualidades. Para ello es imprescindible tener una conciencia de fraternidad y de unión. Por encima de las diferencias, todos somos hermanos e hijos de Dios.

El valor de la oración comunitaria


Este evangelio tiene una segunda parte, tan importante como la primera: “Si dos o tres se ponen de acuerdo para pedir algo, mi Padre del cielo se lo dará”. La oración personal tiene un enorme sentido, porque enriquece nuestra amistad con Dios. Necesitamos espacios de soledad e intimidad con él. Pero también es necesario aprender a pedir cosas junto con los restantes miembros de nuestra familia o comunidad. Muchas veces, las peticiones individuales son dispares y, si tuviéramos que ponernos de acuerdo, nos costaría pedir todos a una. La plegaria comunitaria revela la unidad, ¡y Dios la escucha con tanto agrado! Cuando pedimos las cosas desde la sinceridad y con un solo corazón, Dios presta especial atención, pues quiere que seamos uno en las peticiones importantes para el bien humano.
Hoy el mundo atraviesa una gran sequía espiritual. Pidamos por las personas que agonizan de sed de Dios. Roguemos para que se llenen los pantanos vacíos del ser humano, hambriento de ternura, de amor, de sonrisas…, sediento de Dios.
Y pidamos con confianza, porque quien no confía acaba secándose en la aridez de la desesperanza. Seamos conscientes de que Dios oye la plegaria de muchas voces unidas. Su deseo no es otro que nuestra felicidad y plenitud.
Y pidamos con confianza, porque quien no confía acaba secándose en la aridez de la desesperanza. Seamos conscientes de que Dios oye la plegaria de muchas voces unidas. Su deseo no es otro que nuestra felicidad y plenitud.

Dios colma nuestro vacío


Muchas personas hemos tenido experiencias vívidas de Dios. Lo hemos sentido a nuestro lado, en momentos difíciles o cruciales de nuestras vidas. Nos ha ayudado, jamás nos ha olvidado. Siempre nos espera, siempre nos socorre. En cambio, nosotros a menudo nos olvidamos de él.
El olvido de Dios nos hace correr, angustiados, inquietos y siempre deseosos de tener más. Nuestro vacío existencial pide ser colmado y muchas veces lo llenamos de dinero, de bienes, de distracciones y de tantas otras cosas que, en realidad, nunca nos acaban de satisfacer. Ni el poder económico, ni la fama, ni siquiera los logros intelectuales pueden llenarnos como lo hace Dios.
Jesús nos trae a Dios. Se hace presente, de forma muy especial, en la eucaristía. Cada vez que lo tomamos podemos alimentarnos y llenarnos de él. Pero, además, nos dice Jesús: “Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo”. Podemos encontrarlo, no sólo en los sacramentos, sino en los demás.  En los hogares, en medio de la lucha social por la justicia, en los grupos…, allí donde haya corazones abiertos al amor lo encontraremos.