2017-07-28

El tesoro escondido

17º Domingo Ordinario - A

1 Reyes 3, 5-12
Salmo 118
Romanos 8, 28-30
Mateo 13, 44-52

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¿Qué es lo que valoramos más en esta vida? ¿Qué anhelamos? ¿Qué pedimos a Dios en nuestras oraciones? Después de nuestros seres queridos, qué es lo más importante para nosotros. ¿Por qué causa seríamos capaces de darlo todo?

La primera lectura nos muestra a Salomón rezando. No le pide a Dios lo que todo rey, por lógica, podría pedir: riqueza, larga vida o la derrota de sus enemigos. Es decir, no pide ni salud, ni dinero ni poder para ejercer su mandato. En cambio, pide un corazón dócil para gobernar el pueblo y discernir el mal del bien. Salomón comprende que la fuente de la sabiduría no está en el intelecto ni en las dotes de mando, sino en el corazón, en la capacidad para comprender a su gente, y en los valores morales, el discernimiento ético. Hoy los modernos maestros de liderazgo nos dirían que un buen líder es alguien que conecta, que empatiza con los demás, y que busca el bien de las personas por encima de todo. Es decir, una persona con espíritu de servicio. Es el concepto de realeza que recoge Jesús: no he venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida… Salomón cifra el máximo valor en su misión, en lo que hoy diríamos su propósito vital: ser un buen rey para su gente.

Pablo en su carta a los romanos nos sorprende con una frase impresionante: A los que aman a Dios todo les sirve para el bien. ¡Impresiona esta frase! ¿Podríamos aplicarla a nosotros? ¿Seríamos capaces de sacar un bien de cualquier cosa, teniendo el amor a Dios como brújula y eje de nuestra vida? Esta frase nos ayuda a reconciliarnos con la realidad y a adoptar una actitud sabia ante la vida: suceda lo que suceda, de todo podemos extraer una enseñanza y un acto de amor. Ya no se trata de pedir a Dios ciertas cosas, sino de pedirle la actitud para vivirlo todo de una manera creativa y positiva, incluso las adversidades más grandes. 

Jesús nos habla del tesoro escondido, la perla fina y la red llena de peces. Encontrar a Dios —o dejarse encontrar por él— es el mayor bien que podemos pedir. Por él vale la pena venderlo todo, dejarlo todo, ponerlo todo en un segundo plano. ¿Es así en nuestra vida? ¿Es realmente Dios nuestro tesoro oculto, nuestra perla preciosa, por la que dejaríamos lo demás? ¿O nos hemos encandilado con los brillos falsos de otras joyas y promesas? 

La mayoría de personas, cuando se les pregunta, responden que piden salud, economía y amor. No siempre en este orden, pero casi. Sin salud, ¿qué podemos hacer? ¿Y sin dinero? Con dinero, muchos piensan que se puede resolver todo, o casi todo. Y, por supuesto, todos queremos amar y ser amados. 

Jesús nos ofrece otra escala de prioridades. ¿Tenemos sabiduría para pedir lo que realmente más necesitamos? Buscad el reino de Dios y el resto se os dará por añadido. ¿Qué es el reino? El reino, en realidad, es él mismo. Es Dios, es el Amor de los amores. Con él, como decía santa Teresa, lo demás sobra. Sólo Dios basta... ¿Nos lo creemos? Aquellos que han dado un sí a Dios lo saben. Han encontrado el tesoro en el campo: y con él han recibido mucho más de lo que jamás pidieron ni se atrevieron a soñar. 

2017-07-22

Dejad que crezcan juntos

16º Domingo Ordinario - A

Sabiduría 12, 13-19
Salmo 85
Romanos 8, 26-27
Mateo 13, 24-43

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El mundo es un trigal, como los campos dorados que estos días de verano podemos ver recién segados, algunos con sus pacas de paja alineadas, esperando ser llevadas a los establos. El mundo es un trigal de espigas granadas, pero, como en todo campo, también en él crecen las malas hierbas. ¿De dónde vienen, si el sembrador plantó buena simiente? «Un enemigo lo ha hecho», dice el amo de la mies. Con esta comparación, Jesús nos explica una realidad con la que nos topamos cada día: el misterio del mal. En el mundo hay mucha belleza y muchas personas buenas que se levantan con el ánimo de servir, amar, trabajar y hacer algo por los demás. Pero también hay mucho odio, mucha violencia y males inexplicables que a veces afligen a los más inocentes. El mal está tan activo como el amor.

¿Qué hacer? Entre las personas creyentes, y también entre muchísimas personas agnósticas «de buena voluntad», abundan los que empezarían a cortar cabezas; es decir, los que querrían segar la cizaña, extirpar el mal del mundo, acabar con los «malos», los corruptos, los violentos, los intolerantes, los ladrones… Admitámoslo: en cada uno de nosotros vive un pequeño dictador en potencia, un juez muy dispuesto a condenar y a barrer del mapa a todos aquellos que consideramos dañinos, mala cizaña. Y seríamos capaces de hacer todo esto en nombre de Dios, con la mejor intención del mundo.

¡Menos mal que Dios no es así! Nuestro Dios, ese Dios que es padre, lento a la ira, rico en misericordia, sabe mejor que nadie que en el mundo hay mucha cizaña, muy mala semilla que amenaza con arruinar su cosecha. Pero ¿qué hace? «Dejad que crezcan juntos». No sea que, por cortar lo malo, dañemos lo bueno. Porque ¿quién puede decir que es trigo limpio al cien por cien? ¿Quién es perfecto? ¿Quién es bueno, sin tacha? ¿Quién puede tirar la primera piedra? Sólo Dios podría y no lo hace, porque ama tanto a todos sus hijos, incluso a los «malos», que nos quiere dar una oportunidad. Hasta el último momento esperará una conversión, un cambio, un arrepentimiento.  Porque la cizaña no está solo en el mundo, sino en nuestro corazón. En nuestro corazón crecen las malas semillas entremezcladas con las espigas buenas.

Sí, es cierto que un día todos recogeremos el fruto de nuestra vida. Un día, como dice san Juan de la Cruz, nos examinarán del amor y en la medida en que hayamos amado recibiremos nuestra recompensa en el reino de los cielos. Pero hasta que no llegue ese momento, que es el de nuestra muerte, Dios nos dejará crecer y dejará que seamos profundamente libres para elegir la vida o la muerte, el bien o el mal, amar u odiar, ser amigos suyos o vivir de espaldas a él. Dios ama y nos respeta, porque nos ha hecho libres como él. Nosotros quisiéramos encorsetar a Dios y darle lecciones; él jamás lo hará con nosotros.

¡Qué hermosa y desafiante es la libertad! Muchos no la entienden, o la temen. Por eso les cuesta comprender y aceptar esta parábola. El miedo a la libertad, la propia y la ajena, propicia estas actitudes autoritarias de querer cortar la cizaña antes de tiempo. Dios no es así. Dios no es un inquisidor ni un dictador. No nos controla, no nos corta las alas. No nos ata. Nos ama y nos espera siempre. Y sigue derramando sobre nosotros su sol y su lluvia, su amor y su misericordia, esperando que, un día, todos seamos buena semilla y demos fruto.

2017-07-13

El fruto de la palabra

15º Domingo Ordinario - A

Isaías 55, 10-11
Salmo 64
Romanos 8, 18-23
Mateo 13, 1-23


La palabra es creadora. La Biblia empieza con la palabra de Dios creando el universo, llamando a la vida a las criaturas y al hombre. La palabra contiene vida. El evangelio de Juan, como un nuevo Génesis, empieza hablando del Verbo que se encarna y habita entre nosotros. En el libro del profeta Isaías se compara la palabra de Dios con la lluvia que riega la tierra y hace germinar las semillas. Nada de lo que hace o dice Dios es infecundo, siempre da un fruto.

El universo entero, como dice san Pablo, está en gestación. Toda la creación está en camino de convertirse en una creación renovada, libre de la corrupción y de la muerte, gloriosa. Mientras tanto, vivimos los dolores de parto: las heridas, luchas y fatigas de nuestra larga y azarosa historia humana. Nuestro mundo es una criatura en crecimiento, pese a todo. Y la palabra de Dios es lluvia que alimenta y ayuda a crecer.

Pero esta palabra, que también podemos comparar a una semilla, necesita un terreno fecundo para brotar y convertirse en planta viva. Ese terreno es nuestra libertad. Jesús lo explica con enorme claridad valiéndose de una parábola, la del sembrador.

¿Quiénes somos nosotros en esta parábola? Somos la tierra que acoge la voz de Dios. ¿Cómo la acogemos? Jesús nos presenta varias actitudes. Están los que no escuchan ni entienden, viven dormidos y ensordecidos por el ruido del mundo; en ellos la palabra cae sobre camino trillado y es comida por los pájaros. Están los inconstantes: se entusiasman de pronto, e igual de pronto se desaniman y abandonan. No hay solidez en ellos y la palabra no puede cuajar. Están los que valoran la palabra… pero tienen otras prioridades. Trabajo, familia, dinero, afanes u obsesiones, lo que sea que les roba tiempo y energía y les impide acoger a Dios. Y finalmente están los que acogen la palabra como agua buena, la interiorizan, la hacen carne de su carne y se dejan transformar por ella: son las semillas fecundas que crecen y dan fruto. Son las personas que se atreven a cambiar de vida y pasan a ser colaboradores de Dios, mensajeros suyos, y generan vida a su alrededor.

Jesús llama la atención de los suyos. ¡Qué afortunados son, por poder ver y oírle a él, en persona! ¿Son conscientes de ello? Muchos de nosotros querríamos saltar en el tiempo para presenciar lo que los apóstoles vieron y poder saludar a Jesús cara a cara. Quizás si Jesús viniera hoy seríamos reticentes a su novedad y tal vez lo rechazaríamos, o lo escucharíamos con cierta admiración, pero sin deseos de comprometernos.  No seríamos mucho mejores que aquellos fariseos o aquellos vecinos escépticos de Cafarnaúm… ¿Nos dejaríamos interpelar de verdad por sus palabras?

La respuesta la tenemos en nuestras parroquias. Jesús sigue sembrando su palabra, hoy, a través de los sacerdotes que nos hablan, a través de formadores, catequistas, misioneros, incluso de amigos y familiares que nos dan testimonio. Quien se deja llamar por Jesús, hoy, sin verlo como lo vieron sus discípulos, también entonces hubiera sido buena tierra para la semilla. Quien hoy se endurece y no se deja penetrar por la palabra que nos llega a través de otros mediadores, hubiera sido lo que es ahora: roca dura, zarzal o camino pedregoso donde la semilla no puede brotar. ¡Que esta lectura nos haga meditar a fondo en nuestra actitud!


Hoy el domingo coincide con la festividad de la Virgen del Carmen. Si alguien acogió la palabra como tierra fecunda esta fue María de Nazaret. Ella fue campo fértil, jardín de la palabra hecha carne. Ella es nuestro mejor ejemplo a seguir, como el faro que guía a los marineros a buen puerto en medio de las tormentas. Para ser seguidores de Jesús no hacen falta grandes hazañas, sólo mucho amor, y disposición a darlo todo. Desde un hogar, en silencio y con discreción, como María, podemos ser espiga muy fecunda y esparcir vida y alegría alrededor.

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2017-07-07

Venid a mí los cansados


14º Domingo Ordinario - A

Zacarías, 9, 9-10
Salmo 144
Romanos 8, 9-13
Mateo 11, 25-30


Nadar a contracorriente. Esta imagen podría resumir la vida del cristiano. Ser coherentes con nuestra fe, con lo que nos enseñó Jesús, va tan en contra de las tendencias y valores de nuestro mundo que no parece sino que luchamos contra gigantes… Pero, como dijo un escritor, sólo quienes nadan a contracorriente están vivos. Quienes se arrastran y se dejan llevar es porque han muerto.

Las tres lecturas de hoy nos muestran que vivir «a modo de Dios» es una auténtica revolución cultural. Vivir en cristiano supone desafiar los esquemas y escalas de valores de nuestra civilización. Nuestra cultura, por ejemplo, glorifica el éxito y la fuerza. Pues bien, en la primera lectura encontramos a una princesa que ve llegar a su rey montado en un borrico manso, no en un corcel de batalla. Sin armas, sin guerra y sin violencia, «dictará la paz a las naciones» y «dominará de mar a mar». El suyo será un reino de paz y justicia. Es hermoso pensarlo, pero nos queda la duda… ¿Puede triunfar, un rey así? La historia parece mostrarnos lo contrario…

La segunda lectura de san Pablo nos muestra la oposición entre vivir sujetos a la carne o al espíritu. Hay que entender bien esta expresión, pues podría llevarnos a pensar que el cuerpo es malo y debemos despreciarlo. Los teólogos nos explican que vivir según la carne es vivir cerrados en nuestro egoísmo e interés; vivir en el espíritu es vivir abiertos a la vida de Dios, que anima tanto el cuerpo como el alma, y que se entrega generosamente para amar a los demás. En términos modernos, san Pablo nos está diciendo: podemos elegir vivir según una pulsión de muerte (el egoísmo) o según una pulsión de vida, es decir, abiertos al espíritu de Dios, que nos regalará la vida eterna.

Jesús, en el evangelio, nos muestra su rostro más humano, cálido y a la vez revolucionario. Jesús es un rompedor no violento, que transforma el mundo y las gentes a golpe de amor. No se dedica a predicar en las élites intelectuales, sino a la gente sencilla del pueblo, que no sabe leer ni escribir, ni conoce al dedillo las escrituras ni siguiera cumple todos los preceptos de la ley de Dios. Hoy diríamos que Jesús predica a una multitud de personas con poca formación, incluso muchas que no vienen a misa y creen a su manera, intentando ser buenas personas en el día a día, como pueden. Jesús no busca un público prestigioso ni aplausos, sino llevar el reino de su Padre a toda persona, en especial a los que más sufren. Y ¿qué sucede? Que Jesús descubre, emocionado, la honda sabiduría del pueblo, la profundidad de corazón de estas gentes sencillas, analfabetas, pero con un gran deseo de Dios. Y se alegra, y alaba a Dios porque en estos pobres, que los letrados desprecian, él ha encontrado bondad y una riqueza escondida.

Jesús se vuelca en ellos. No quiere que sobrevivan, quiere que vivan, y que sus vidas adquieran sentido, belleza, esperanza. Por eso los llama: venid a mí los cansados y agobiados, que yo os aliviaré. ¿No nos sentimos identificados con ellos? Cuántos de nosotros vivimos así, cansados, agobiados, atados por mil cadenas: familiares, económicas, laborales, sociales… Incluso cadenas psicológicas y de salud. Jesús nos llama con dulzura y nos ofrece alivio. ¿Cuál es el secreto? Ser como él, mansos y humildes. No quiere decir que seamos resignados, sino que aprendamos a aceptar con humildad lo que somos y cómo somos, nuestra vida y nuestras circunstancias. El orgullo es el que nos pesa, porque nos obliga a ser los primeros, los mejores, los imprescindibles, los más competentes. La esclavitud del qué dirán es la que nos pesa. La rebeldía ante lo que no podemos cambiar es lo que nos pesa. En cambio, desde la aceptación serena, con paz, podemos pedir la ayuda de Dios, contar con él y seguir adelante. Con Jesús de compañero toda carga se aligera. Jesús nos envía siempre buenos apoyos, mensajeros suyos, que nos salen al encuentro y comparten nuestras cargas en el camino de la vida. ¡Estemos bien atentos!