2011-02-26

Dios nunca se olvida

8 domingo tiempo ordinario -A- 
Nadie puede estar al servicio de dos amos, porque despreciará a uno y querrá al otro, o al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?...
Mt 6, 24-34

En esta lectura tan conocida, Jesús nos está transmitiendo un mensaje actualísimo, tanto hoy como hace dos mil años.
Aún las personas que tenemos fe, en el día a día parecemos olvidarnos de Dios y nos vemos abrumados por mil preocupaciones. La ansiedad por el futuro, nuestro trabajo, los problemas, la familia, las obligaciones… El miedo a la precariedad, agravado en estos tiempos de crisis que vivimos, la obsesión por la seguridad, porque nada nos falte, todo esto ocupa nuestra mente y absorbe todas nuestras fuerzas.
Es natural que nos preocupemos, pero Jesús nos reitera: “no os agobiéis”. Quiere transmitirnos paz, confianza, serenidad. Y nos habla de las aves y de los lirios del campo, que Dios sostiene, alimenta y viste con esplendor.
¿Nos está llamando Jesús a ser despreocupados e irresponsables? ¿O tal vez sus palabras pecan de una gran falta de realismo? Para muchos, pueden ser interpretadas como propias de alguien que no toca de pies a tierra.
Pero detengámonos en estas palabras: “¿No vale la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?”. “¿Quién de vosotros a fuerza de agobiarse podrá añadir una sola hora al tiempo de su vida?”.
Son frases contundentes y sobrecogedoras. La vida, su finitud, nuestros límites y nuestra fragilidad: esto es lo que nos hace palpar definitivamente nuestra realidad. Ante esto, ¿qué es el dinero, qué las seguridades, la ropa, la casa…? Todo son medios para nuestro bienestar, pero no son bienes absolutos.
“No podéis servir a dos amos”, nos avisa Jesús. Y aquí está metiendo el dedo en la llaga más profunda de nuestra civilización. Nuestro mundo adora al dinero. Por dinero se sacrifican tiempo, esfuerzo, amistades, ¡hasta la propia familia! Al dinero le dedicamos nuestros pensamientos y, muchas veces, nuestro corazón. Hay quienes llegan a matar por dinero. ¡Cuántas luchas y guerras se dan en nuestro mundo por la riqueza, por el dinero! En cambio, ¿quién estará dispuesto a dar su vida por Dios? ¿Quién lo sacrificará todo por la vida de otra persona?
Jesús nos llama a relativizar el dinero y los bienes materiales. Son necesarios, pero no debemos adorarlos. Dios es lo primero. Y, con Dios, que es amor, la vida, la gente, las relaciones humanas. Sepamos poner orden en nuestra escala de valores.
Jesús también nos llama a confiar en el Padre celestial. El que lo ha creado todo, el que nos ha hecho y amado, ¿no va a cuidar de nosotros? Y así nos remite a la lectura de Isaías, que habla de Él como de una madre que jamás se olvida de su criatura. El profeta nos está desvelando el rostro de un Dios que se conmueve hasta lo más hondo de sus entrañas por sus criaturas, el Dios “padre y madre”, el Dios que, por encima de todo, es amor inagotable.
Todo cuanto tenemos debe ser un medio para conseguir nuestro fin último en la vida, que no es la mera posesión de bienes ni la satisfacción material de nuestras necesidades. Decían los santos de antaño que la mejor inversión era acumular obras de caridad, no dinero, porque el rendimiento en el cielo era altísimo. Jesús dirá que Dios devuelve el ciento por el uno. Y en otro pasaje, nos exhorta a buscar su Reino, porque todo lo demás se nos dará por añadidura.
Confiemos. Y trabajemos sin perder de vista que, finalmente, nuestra meta está en el cielo; un cielo que es amor y unión con Dios y con los demás. Ese es el gran tesoro que nos aguarda.

2011-02-19

El amor en plenitud

7 domingo tiempo ordinario -A-
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo”, y aborrecerás a tu enemigo. En cambio, yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Mt 5, 38-48

En la anterior lectura, Jesús nos hablaba de superar la ley y el cumplimiento riguroso y frío de los fariseos. Apelaba a la amplitud de nuestro corazón y a nuestra capacidad de amar y ser generosos.
Hoy, Jesús da un paso más allá. No basta con poner el corazón en aquello que hacemos, sino en rebasar el sentimentalismo y los afectos y aspirar a un amor más grande: un amor a la medida de Dios.
Y va repasando una serie de situaciones conflictivas y actitudes muy humanas que casi todos nos encontramos a lo largo de nuestra vida.
Jesús nos llama a estar serenos ante las ofensas, a huir de la venganza y no devolver golpe por golpe: “pon la otra mejilla”. Esta actitud, más allá de la resignación o la pasividad, es la que nos permite romper las espirales de violencia. Devolver mal con bien cuesta, pero es la única forma, a la larga, de atajar la agresión y esas cadenas interminables de acusaciones, agravios y revanchas.
También nos aconseja evitar la mezquindad y la violencia solapada bajo el legalismo, que tantas disputas ocasiona entre las personas: “a quien te quiera quitar la túnica, dale también la capa”. Cuántos pleitos, cuántas discusiones y rupturas familiares se dan por cuestiones de herencia. Cuántas riñas entre vecinos o compañeros de empresa por el dinero, por conseguir un poco más que el otro, por reclamar lo que creemos nos corresponde por justicia. La mera legalidad no puede resolver esto. Los juzgados se ven saturados de casos por estos motivos. Y tal vez un veredicto logre zanjar la situación, pero jamás podrá recomponer las amistades rotas o los lazos familiares heridos. Cuánto mejor sería relativizar los bienes materiales y no anteponerlos jamás a las personas. Cuántos conflictos evitaríamos.
Jesús nos exhorta a ser generosos, más allá de lo que se considera “justo”: “a quien te obligue a caminar una milla, acompáñale dos”. Cuando estamos en situación de necesidad o precisamos de apoyo, compañía o auxilio, en el fondo de nuestro corazón esperamos que alguien sea solidario con nosotros. ¿Sabremos ponernos en la piel del que sufre o está necesitado?
Finalmente, llegan sus palabras más fuertes: amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen. Amar sólo a los nuestros, a nuestra familia, a nuestro grupo, a la gente de nuestra misma nacionalidad, a los que piensan como nosotros, es una pobre medida del amor. Así se forjan las lealtades de grupo, pero también los elitismos, el orgullo de clase social o de raza y, llegando a un extremo, las xenofobias. Jesús nos llama a amar a quienes nos resultan lejanos, pero aún más: a quienes tal vez están muy cerca de nosotros, pero nos están causando un daño. Amar a quien te está perjudicando, criticando; a quien busca tu ruina… Amar y perdonarle. Rezar por él. Hablar bien de él. Quizás nos parezca excesivo. Demasiado heroico. Al alcance de Jesús, porque es Dios, pero imposible para nuestros pequeños corazones tan reacios a ensancharse.
Sin embargo, Jesús no nos pide nada que no podamos asumir. ¿No seremos capaces de más? Los antiguos manuales de espiritualidad hablaban de imitar a Dios como ideal de vida. Y Dios, ¿cómo es? Es amante y magnánimo con todos, sin distinción. “Hace salir su sol sobre justos y pecadores”, dice Jesús, identificando a Dios con esa bella imagen del astro que todo lo ilumina, sin discriminar un rincón de la tierra. Jesús así lo hizo y dio testimonio, perdonando, clavado en cruz, a sus verdugos y a quienes se burlaban de él en su agonía.
Imitar a Jesús no es nada loco ni idealista: debería ser la meta de todo cristiano que quiera vivir coherentemente su fe. ¿Es imposible? Pensemos en tantos santos, cuyas vidas reproducen la del mismo Cristo, en sus momentos de gozo y de pasión, de gloria y también de cruz. Todos ellos conocieron el amor, la persecución, el éxito en algún momento, quizás, pero también el rechazo y, muchas veces, la prisión y hasta la muerte. Dios nos ha regalado un alma inmensa. Más aún, nos ha hecho hijos suyos. Y todo hijo se asemeja a su padre. Tenemos, además, la fuerza de Cristo, que nos alimenta en la eucaristía. Y la del Espíritu Santo, presente siempre que nos reunimos en su nombre. Con tales ayudas, con tal efusión de amor y fuerza, ¿no vamos a ser capaces?
Recemos y pidamos ayuda a Dios. Cuando le pedimos algo bueno, no dudemos ni un instante: nos lo concederá.

2011-02-12

La vida, el amor, la verdad

6 domingo tiempo ordinario -A-

Habéis oído a los antiguos: “No matarás”. Y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. […]
Habéis oído el mandamiento "no cometerás adulterio". Pues yo os digo: el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella [...]
Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No jurarás en falso". y "Cumplirás tus votos al Señor". Pues yo os digo que "no juréis en absoluto". Os basta decir sí o no [...]
Mt 5, 15-37

En el evangelio de hoy, vemos a Jesús hablando de tres de los mandamientos de la ley judía, aquellos que afectan a tres cuestiones fundamentales: la vida, el amor y la verdad. Y vemos cómo Jesús no contradice la ley, pero sí la lleva mucho más lejos que un puro cumplimiento farisaico. Sabía muy bien cuán fácil es convertir la religión en un conjunto de normas estrictas y aparentar bondad de modo hipócrita.
Él va más allá del cumplimiento de unos mandatos: está apelando no tanto a la acción en sí, sino a la intención, a la verdadera voluntad que se esconde en el corazón humano. No se trata tanto de cumplir unos mandatos por obligación, porque toca o para demostrar ante el mundo cuán justos somos. Jesús no busca obediencia ciega a las leyes, sino adhesión desde el corazón.
La ley mosaica prescribe “No matarás”. Pero Jesús equipara la disputa y la crítica malévola al mismo delito homicida. No basta sólo con no matar, ¡la gran mayoría de personas jamás cometeremos ese crimen! Pero, en cambio, todos mantenemos en nuestra vida pequeños odios, rencillas, resentimientos, cuentas pendientes con otros… Quizás sin ser muy conscientes, estamos provocando mil pequeñas muertes. El quinto mandamiento llevado a su plenitud, aplicado y vivido auténticamente, nos llama a dar vida, y una vida plena, hermosa, digna y en crecimiento. Se trata de amar, respetar, tener consideración hacia los demás tal como son. Se trata de proteger la libertad y la iniciativa de todos. Se trata de no matar, tampoco, proyectos, ilusiones, sentimientos ni buena fama.
La ley también regulaba el divorcio y condenaba el adulterio, favoreciendo claramente la libertad del varón y dejando a la mujer en una situación muy desigual. Jesús es más exigente y ahonda en los deseos del ser humano. También se puede pecar de pensamiento e intención. También se puede pecar de falta de amor. Las leyes no pueden abarcar toda la profundidad de la vida humana, ni pueden sanar las heridas causadas por las rupturas. Jesús, en realidad, está haciendo una llamada al amor. El sexto mandamiento, más allá de las restricciones morales que pueda imponer, es un grito a favor del amor auténtico, ese que une a las personas para siempre. En su corrección a este mandato, Jesús también está situando a la mujer en un plano de igualdad respecto al hombre.
Finalmente, Jesús previene contra la falsedad y la arrogancia de quien jura, quizás en vano o sin el propósito de cumplir lo que dice. Y nos exhorta a decir las cosas con llaneza y sinceridad, de manera que nuestras palabras se correspondan con aquello que realmente creemos y hacemos. El octavo mandamiento es una apelación a la honestidad y a la coherencia.

2011-02-04

Ser sal, ser luz

5 domingo tiempo ordinario –A–

Las tres lecturas de este domingo, la de Isaías, el salmo 111 y el evangelio de Mateo, nos hablan de ser luz. La luz es una de las imágenes más potentes de la presencia de Dios en el mundo.
Isaías concreta con mucha claridad qué significa ser luz: la persona que comparte su pan, la que socorre a los pobres, la que no se cierra en sí misma, es la que verá “romper su luz como la aurora”. La generosidad, la apertura de corazón, no sólo causan un bien a los demás, sino al que da. Esta experiencia la viven muchas personas que saben del gozo de dar. Especialmente los misioneros y aquellos que viven entregados a los enfermos, a los más pobres, a quienes más necesitan, saben que su labor caritativa los llena de un amor y de un gozo mucho más grande que el que ellos mismos pueden dar.
A quienes claman al cielo rogando que venga Dios a resolver los problemas del mundo, bien se les podrían leer estas líneas. Comprenderían así que Dios está presente y actúa por medio de aquellas personas que, abriendo su espíritu, se lanzan a vivir por y para los demás.
El salmo corrobora esta realidad. El justo brillará en las tinieblas, jamás vacilará, no sucumbirá al miedo ni a la angustia. Ante tantas personas que viven deprimidas y no encuentran sentido a su vida, ¡cuán necesario es que alguien les muestre que lo hallarán el día que dejen de pensar en sí mismas y busquen el bien de quienes les rodean!
Jesús, en el evangelio, recoge esta verdad que abunda en el Antiguo Testamento: la del hombre justo, generoso y amigo de Dios, cuyo recorrido por la tierra va dejando un rastro de luz y de vida. Pero Jesús no se queda aquí y va más lejos. Nos advierte de dos cosas. La primera, nos alerta para que no nos enorgullezcamos pensando que nosotros somos fuente de luz y de sabor. No, la luz no es nuestra, sino que viene de Dios. Nosotros la transmitimos, como candela encendida, Él prende el fuego, nosotros lo alimentamos. La segunda, es que esa luz puede esconderse. También la sal, que da sabor a las cosas, puede volverse sosa. Recibir esa luz comporta una exigencia, ¡no la dejemos apagar! O no la escondamos, conservándola solo para nosotros.  La luz se alimenta con nuestro trabajo diario, que completa el don de Dios. Y se muestra con nuestra generosidad, compartiendo lo que hemos recibido y anunciándolo. No sofoquemos la voz de Dios cuando quiere hablar a través de nosotros.
Humildad y generosidad podrían resumir nuestra actitud ante el don de Dios. Humildad para no creernos que somos nosotros los artífices de cuanto hacemos bien. Y generosidad para ser valientes y anunciar sin reservas ni temor aquello que se nos ha dado.
De esta manera, como dice Jesús, “alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”.