2012-05-25

Pentecostés

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
—Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
—Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidas.
Jn 20, 19-23


La familia de Dios

En esta fiesta celebramos un acontecimiento clave en nuestra historia: el nacimiento de la Iglesia. No se entendería el largo trayecto de más de dos mil años de Cristianismo sin el soplo del Espíritu Santo sobre los primeros discípulos.

La Iglesia naciente predica con fuerza, tenacidad y entusiasmo, convencida del mensaje redentor de Jesús. Hoy, nosotros pertenecemos a una institución que va más allá de las estructuras: somos familia de Dios, amigos de Dios. Le pertenecemos. Y él, con inmensa generosidad, nos regala su Espíritu Santo.

Ese Espíritu Santo que descendió sobre los apóstoles es el mismo que recibimos en el Bautismo, en la Confirmación y en la Eucaristía. Siempre presente, vela por nosotros.

Muchas personas argumentan diciendo que creen en Dios, pero no en la Iglesia, y dicen no necesitar de una institución para relacionarse con él. Pero nuestra adhesión a Jesús implica algo más que la fe individual y personal. La verdadera adhesión a su mensaje nos lleva a vivir en comunidad. No podemos vivir la fe solos, al margen de la familia de la Iglesia. Necesitamos un sentido de pertenencia a una comunidad. Más allá de la liturgia, ser cristiano significa sentirse parte de la familia de Dios y saber vivir las consecuencias de esta experiencia puertas afuera, en medio del mundo. La eucaristía no es otra cosa que pregustar el paraíso, saborear un anticipo de la eternidad que nos espera. Pasado el umbral del templo, ¿somos testimonios vivos de esta experiencia de cielo en la tierra? Nuestra actitud al salir de la celebración ha de ser un testimonio de profunda gratitud a Dios por el regalo de su Espíritu.

Herederos de una misión

Para los cristianos es importante sentirnos familia, pertenecientes a una realidad trascendente en medio del mundo. Somos parte de Dios y herederos de la instrucción que Jesús dio a sus apóstoles: «Id y predicad la buena nueva a todas las gentes». Como los atletas, hoy tomamos el relevo de esa misión y estamos llamados a llevar la llama del Espíritu Santo al mundo.

La fuerza de los primeros apóstoles fue enorme. El Espíritu caló en lo más hondo de su corazón. ¡No tenían miedo! Jesús había atravesado los muros del cenáculo, saludándoles con estas palabras: «Paz a vosotros». No sólo atraviesa los muros, sino que penetra su corazón, abriéndoles el entendimiento. Vencido el miedo y las reservas, los discípulos serán capaces de dar un salto cualitativo en su fe: ahora no sólo creerán, sino que sabrán dar su vida. No permanecen quietos y salen a predicar.

Un fuego que cala hondo

El Espíritu Santo colma a los discípulos de alegría. Ante la recepción de un regalo tan grande, ¡qué menos podemos hacer que alegrarnos! Hemos de salir de nuestro cenáculo interior, cerrado y egoísta, abandonar nuestras miserias, resquebrajando la rígida estructura humana, y dejando que la brisa fresca del Espíritu penetre en nuestro corazón, para darnos fuerza y entusiasmo.

Celebramos el nacimiento de la Iglesia en el mundo. Celebramos que, para nosotros, quien está a nuestro lado es nuestro hermano. Nuestro hogar es éste. Nuestra familia va más allá de los vínculos de sangre o de las ideologías. Nos une el amor de Dios. Pese a nuestras flaquezas, somos llamados a generar Reino de Dios en el mundo. Hemos de llenar el mundo de esperanza, de ilusiones, de solidaridad. Hemos de ser bálsamo para los pobres y para los que sufren, tónico para el alma que padece. Ante el dolor y el sufrimiento –dos realidades muy humanas– la esperanza se erige como un anhelo genuino de toda persona. La esperanza y el amor salvan al hombre de perderse en el vacío.

Cada domingo somos convocados a misa por el Espíritu Santo. Él está presente. Sepamos atisbar más allá de la realidad inmanente y veremos que nuestro horizonte se abre hacia la eternidad. ¡Vale la pena creer! Hoy, hemos de salir con alegría de este templo. Recemos mucho por nuestros barrios y ciudades y trabajemos por su bienestar. Para ello, Dios nos llena y nos colma con su mayor regalo: el Espíritu Santo.

2012-05-19

La Ascensión del Señor

“Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará. A los que creyeren les acompañarán estas señales: expulsarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes y, si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos y estós sanarán”.
Mc 16, 15-20

La misión de los apóstoles

En este evangelio escuchamos las últimas palabras de Jesús a los suyos. Son palabras capaces de cambiar la historia y la cultura del mundo. Los apóstoles están preparados. Jesús tiene que trascender hacia Dios Padre y deja a sus discípulos una misión: ir a proclamar a todo el mundo la buena noticia.
El evangelio de Jesús se ha extendido por los cinco continentes, llegando a millones de personas. ¡Cuánta fuerza debía haber en este arranque inicial de los apóstoles, cuando ha llegado hasta dos mil años después! Creían en lo que transmitían. Se abrieron totalmente a la buena nueva de Dios y se adhirieron a ella con toda su vida. Estaban entusiasmados y la experiencia de Jesús los había marcado profundamente. Tan sólo doce hombres, algunos de ellos analfabetos, muchos de ellos con profundas carencias, fueron capaces de retar las mentes frías de su tiempo. Hoy estamos aquí porque se lanzaron a anunciar su vivencia y su fe. Somos herederos de un enorme esfuerzo derramado en palabras, trabajo, obras de caridad y sacrificios por amor.
Jesús les dice: el que crea, se salvará. Quien cree es aquel que abre su corazón a la novedad de Dios. Su adhesión se concreta en el bautismo. En cambio, quien se resista, dice Jesús, se perderá. Aquí vale la pena hacer un inciso.
Dios no quiere que se pierda nadie. Jesús lo dice bien claro: predicad a toda la creación, a toda persona, a todas las gentes. Todo el mundo está llamado a ser salvado, por encima de las culturas y las ideologías. Se pierden aquellos que no abren su corazón, los que desconfían, temen o creen ser engañados. Pero el sol ilumina todo el mundo y luce para todos, aún por encima de las nubes y las borrascas, traspasando hasta el hielo más frío. El amor de Dios es luz y es fuego, Espíritu Santo capaz de encender los corazones.

Carismas de los apóstoles

Quienes creen acaban animándose a participar en el gran combate de la evangelización. Jesús dice de ellos que echarán demonios. Esto significa que la fuerza de Dios alejará el maligno, todo aquello que pueda impedir que Dios arraigue.
Hablarán en diferentes lenguas. Porque cuando hay sintonía, aprecio y amor la persona llega a comunicarse con quien sea. La lengua es una herramienta de la comunicación, pero no la única. Existe el llamado lenguaje no verbal, expresado en gestos, miradas, actitudes… y aún más allá: existe el lenguaje de la caridad, del amor. Es un lenguaje universal que todos entienden, pues nos hace sintonizar incluso con personas de otras culturas alejadas.
El veneno no les hará daño. Dios nos defenderá ante el mal. Si nos abrimos sinceramente a Dios, él nos protegerá del veneno más sutil: el egoísmo, que paraliza e impide amar.
Curarán enfermedades. No sólo enfermedades físicas, sino psíquicas. Más allá de las dolencias del cuerpo y de la mente, aún hay patologías más profundas que nos deshacen por dentro: la falta de fe y la ausencia de convicciones que orientan y sostienen toda una vida. La salud no consiste en el mero bienestar físico y psicológico, sino en una fortaleza anímica y espiritual. Los cristianos necesitamos estar sanos, equilibrados y maduros. La fuente de nuestra salud es Dios; el alma ansía profundamente a Dios. Necesitamos beber de su presencia y hallar el sentido de nuestra vida. Si no lo encontramos, enfermaremos.

Nuestra misión, hoy

Hace años, el cardenal Ratzinger, hoy Papa, advirtió de la profunda crisis espiritual que se avecinaba y que hoy ya estamos contemplando en nuestra sociedad. Vivimos los inicios de una era glacial espiritual. Sin valores, el discernimiento también se congela y se diluye. No podemos permitir que se hielen en nosotros los deseos de amar y de buscar sentido a la existencia. ¡Que no se nos congele la fe! Hemos recibido la fe de los apóstoles y el fuego del Espíritu. Con esa llama, hemos de dar calor y alentar a muchas personas que sufren el frío intenso de vivir alejados de Dios.
Con la fiesta de la Ascensión, la Iglesia celebra cada año el Día Mundial de las Comunicaciones Sociales. Para los cristianos, Jesús es el paradigma de la buena comunicación. Tras muchas empresas de comunicaciones y canales televisivos hay un buen caudal de contravalores. El periodismo debe estar al servicio del bienestar humano y también del amor, de la verdad, de la felicidad. ¡Cuántos medios se convierten en armas ideológicas que atacan la verdad de la Iglesia! Recemos por los profesionales de los medios de comunicación, para que no lleguen a desvirtuar la buena noticia del Dios amor.

2012-05-12

Amar al modo de Dios

“Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor… Esto os lo digo para que vuestro gozo sea cumplido. Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos”. Jn 15, 9-17

Este texto de San Juan relata uno de los momentos álgidos de la vida de Jesús, antes de su muerte. Son palabras cargadas de emoción, que expresan amistad y dulzura, pero que también entrañan una fuerte exigencia. Como maestro, es un momento clave para él. Sabe que tiene que partir y quiere dejar a sus discípulos un mensaje nuclear que impregnará para siempre su proyección apostólica. Sus palabras salen de lo más hondo de su corazón. Es un legado que marcará una pauta a sus discípulos cuando llegue la hora de testimoniar la buena nueva de Dios a los hombres.

Aprender a amar como Dios

Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Jesús ha amado a los suyos con el corazón de Dios. Por tanto, su amor es sin límites, pleno, auténtico, gozoso, generoso. En definitiva, amor de Espíritu Santo y amor de Padre. Les está diciendo que, como fundadores de la Iglesia, ellos también están llamados a amar de esta manera, a modo de Dios.
Pero sólo podemos amar como Dios nos ama si permanecemos en él. Y aquí es  cuando se está refiriendo a la alegoría de la vid y los sarmientos. Si no vivimos una unidad plena con Dios, difícilmente amaremos como Él nos ama. Pero si estamos unidos a él y permanecemos en él, este amor fluirá solo.

El mandamiento de la amistad

Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Y ya no sois siervos, sino amigos, nos dice Jesús. Este es el mensaje fundamental del Nuevo Testamento.
Por un lado, descubrimos una llamada a ser amigo de Dios. Dios no quiere sirvientes ni esclavos, sino amigos que, como él, son capaces de dar la vida por otros. En el corazón de Dios no hay otro deseo que la amistad libre y gozosa con su criatura. Este es el gran salto de la revelación cristiana: antes que el hombre busque su mirada, Dios quiere entrar en su corazón. Y no lo hace desde su superioridad, o imponiéndose, sino como un enamorado, poniéndose a la altura de la persona amada. De ahí que Jesús subraye “ya no sois siervos, sino amigos”.
La amistad con Dios tiene sus consecuencias prácticas en la vida cotidiana. Dios es Padre nuestro, es decir, Padre de todos los seres humanos. Esa paternidad define una fraternidad existencial. Si somos amigos de Dios, también seremos amigos de sus otros hijos, que son hermanos nuestros.

Un amor humano y divino a la vez

La amistad es una bella palabra que, por ser tan utilizada, a veces pierde su sentido o se banaliza acerca de su significado. ¿De qué amistad nos habla Jesús? En sus palabras no hay duda alguna: No hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Cuando exhorta a sus discípulos a amarse como él los ama, les está indicando el camino a seguir. La amistad del evangelio es una amistad que lo da todo, hasta la vida, por amor a los amigos.
Jesús ultrapasa el clásico mandamiento, pilar de la antigua ley judía y regla de oro de muchas religiones: ama al otro como a ti mismo. Jesús cambia un matiz: ama al otro como “yo he amado”. Las personas podemos tener mayor o menor autoestima; a veces nos amamos muy poco a nosotras mismas, o al contrario, pecamos de egocentrismo y nos amamos de forma obsesiva e inadecuada. El amor del que habla Jesús tiene otra cualidad. Es amor de Dios, ese amor “que hace llover sobre justos e impíos”; un amor que, como bellamente describe san Pablo, “no pasa nunca”. Es un amor sin medida, incondicional, fiel y eterno.

2012-05-05

Yo soy la vid y vosotros los sarmientos

V domingo de Pascua

“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no  lleve fruto, lo cortará, y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto.” Jn 15, 1-8
Nuestras raíces cristianas
"Yo soy la vid y vosotros los sarmientos". "Permaneced en mí, y yo en vosotros". Estas palabras de Jesús son pronunciadas en el llamado discurso del adiós, en la última cena. Son momentos clave, antes de su muerte, en los que Jesús se dirige a sus discípulos con gran hondura y emoción. Son palabras definitivas que nos hablan de la comunión.
Jesús dice de sí mismo que es la verdadera vid. Muchas veces hemos visto campos plantados con viñas en hilera, bien enraizadas, dando sus frutos. La vid necesita de tres elementos para arraigar con fuerza en la tierra. Uno, que esté bien plantada. El segundo paso es cuidar la planta, regarla, abonarla, cavarla. Y finalmente, el fruto también dependerá de la providencia del clima. Podríamos decir que en la dinámica de todo cristiano se necesitan estos tres elementos para madurar en su espiritualidad.
El cristiano ha de estar bien enraizado en sus convicciones profundas, como Jesús lo estuvo con Dios. Hemos de arraigarnos en la fuente de nuestra savia, firmes en el corazón de Dios. Para que se compacte la relación con Dios hemos de trabajarla, y la mejor manera es estableciendo una profunda comunión con Aquel que nos planta en la existencia. Nuestras raíces se nutren en la oración, en el diálogo sincero y confiado con nuestro Creador.

Abrirse para recibir el alimento espiritual

Además, hemos de estar abiertos a los buenos consejos que nos vienen de afuera. A menudo, Dios nos habla con voces humanas o a través de los acontecimientos y las personas que se cruzan en nuestro camino. Especialmente importante es contar con una dirección espiritual, un acompañamiento en el discernimiento de la propia vocación. Los pastores, sacerdotes o personas que acompañan y guían en el crecimiento espiritual de la persona son los buenos agricultores que cuidan de la viña. Han sido llamados por el mismo Dios para cuidar su campo, y su atención nos es necesaria para poder dilucidar con claridad nuestra vida espiritual.
Finalmente, quien nos hace crecer, siempre que haya una apertura sincera de corazón, es el mismo Espíritu Santo enviado por Dios, que se manifiesta en los elementos de su Providencia.

Dar fruto

La consecuencia del buen arraigo en Dios son los frutos, que se traducen en un compromiso de servicio y de amor hacia los demás. Nuestro compromiso será convincente si está apoyado no sólo por palabras, sino por nuestras obras.
Una planta bien enraizada, cultivada, podada y nutrida por el sol y la lluvia, acaba fructificando y ofreciendo sus frutos dulces y llenos de vitalidad al mundo.
Así, la unión firme con Dios Padre, que es el labrador, con el Hijo, Jesús, que nos nutre con su propia vida, y con el Espíritu Santo, que nos defiende y nos cuida, nos hará dar fruto en abundancia.