2024-04-26

Yo soy la vid y vosotros los sarmientos

5º Domingo de Pascua B

Evangelio: Juan 15, 1-8


Seguimos leyendo estos capítulos de Juan, que corresponden a las palabras que Jesús dirige a sus discípulos en la última cena: su testamento, su última voluntad. Son palabras profundas que también se dirigen a nosotros hoy.

Jesús utiliza diversas imágenes para definirse ante los suyos. Hoy dice: Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos.

La viña era una imagen muy querida para los judíos. En su tradición, la viña representaba el pueblo de Israel, y el amo de la viña era Dios, que la cuidaba y esperaba recibir de ella buenos frutos.

Ahora, Jesús toma esta imagen y dice que él mismo es la viña. Esta viña no será como aquellas vides que dieron agrazones, tampoco será la cosecha arrebatada por los malos viñadores. Jesús es la buena viña, que da mucho fruto. Y quienes se adhieran a él y lo sigan, serán sarmientos de esa vid. ¡También darán mucho fruto!

Jesús es la vid… y nosotros, los sarmientos. Todos aspiramos a crecer y a dar fruto en nuestra vida. Todos tenemos un anhelo, un propósito, un deseo de hacer el bien o dejar una huella a nuestro paso por esta tierra. Dar fruto es, en el fondo, algo que nos hace inmensamente felices. El ser humano se siente realizado y completo cuando su vida es fructífera, en obras y en amor.

¿Qué ocurre con las vides? El buen labrador, para que crezcan y den mejor uva, las poda. También a nosotros «la vida nos poda»: Dios permite que afrontemos dificultades y desafíos a fin de que aprendamos, soltemos lastre, nos centremos en lo importante y podamos crecer. Las pruebas que nos trae la vida son podas muchas veces necesarias si sabemos extraer una enseñanza de ellas. Otras veces, la poda será tener la capacidad de renunciar a todo aquello que nos distrae, nos roba energías y nos despista de hacer el bien. ¡De cuántas cosas hemos de hacer poda en nuestra vida! Dicen los expertos en crecimiento personal que, si seguimos nuestra auténtica vocación y nos centramos en nuestros verdaderos talentos, seguramente tendremos que dejar de lado hasta el 80 % de las cosas que nos ocupan.

Pero no basta la poda. El sarmiento, para que la savia corra por él y esté vivo y dé fruto, necesita estar bien arraigado en el tronco de la vid. Jesús nos dice: arraigad en mí, bebed de mi vida, uníos a mí y daréis mucho fruto. Tremenda es esta frase: «Sin mí no podéis hacer nada». ¿Qué significa? No es que seamos impotentes ni inútiles. Pero sin Jesús, sin seguir sus pasos, su vida de entrega, lo que hagamos no valdrá mucho la pena. Si no bebemos de su amor, si no nos dejamos enseñar por él, nos vamos a perder. Seremos como sarmientos cortados, que se secan y no dan fruto. Sólo valen para quemar.

Jesús sabe y no engaña. Jesús nos ama, como amó a sus discípulos. Por eso nos urge a estar unidos a él. La unidad es fuente de vida; la división y la ruptura son origen de la muerte. Uníos a mí, como los sarmientos a la vid, dice Jesús, y daréis fruto. Vuestra vida estará llena de sentido y seréis inmensamente felices.

Florecer, cada cual en sus talentos, al servicio de los demás, es la gloria de Dios. Y en comunión con Jesús, todo cuanto pidamos nos será dado. Porque lo que pidamos será bueno y en sintonía con él. En su momento, y como él lo vea mejor, ¡Dios nos lo dará!

2024-04-19

Doy mi vida libremente

4º Domingo de Pascua B

Evangelio: Juan 10, 11-18

En el evangelio de este domingo encontramos otra imagen que Jesús se da a sí mismo: la del buen pastor. Para el pueblo de Israel, la imagen del pastor evocaba al mismo Dios: el Señor es mi pastor, nada me falta… (salmo 23). Es el Dios protector que cuida a sus hijos, los acompaña y los conduce a un buen lugar. Pero la imagen también recuerda a los profetas y líderes que, en momentos cruciales, supieron orientar al pueblo, enseñarle la voluntad de Dios y el mejor camino a seguir.

Los profetas ya alertaron acerca de los malos pastores, falsos guías que conducían al pueblo a la perdición. Jesús habla de los asalariados. El pastor cuida a sus ovejas y las guía, las conoce y ellas le siguen, porque son suyas. Forman parte de su vida, son algo muy querido y las lleva en el corazón. El asalariado trabaja por dinero. Le importa su vida y su bolsillo, no las ovejas. Por eso, al primer peligro que llega, escapa y abandona al rebaño. Así son los falsos profetas, falsos líderes y guías. Todo lo hacen para su beneficio propio, pero dejan a las ovejas desprotegidas y a merced de los lobos que las arrebatan y las dispersan.

¿Quiénes son los asalariados, hoy? ¿Quiénes son los lobos? ¿Estamos a merced de lobos con piel de cordero? ¿Seguimos a profetas que no son más que mercenarios?

Nos queda siempre Jesús y aquellos que le son fieles. ¿Cómo reconocer hoy a los buenos pastores, los que actúan con el espíritu de Jesús?

El evangelio nos da la clave. El buen pastor conoce a cada persona por su nombre y la trata como a alguien único y valioso. Potencia sus valores y talentos. Busca su bien, y no el del propio pastor.

El buen pastor da la vida: tiempo, energía, trabajo, creatividad, lo mejor que tiene, por los demás. No le importa perder.

Y, como Jesús, lo hace porque quiere, no porque le obliguen. Doy mi vida libremente, nadie me la quita. La vocación al servicio de los demás nunca es una imposición, sino un acto de libertad.

Jesús habla también de otro redil. ¿A qué se refiere? En el contexto judío, se trata de abrir la salvación a otros pueblos, otras gentes del mundo gentil y pagano. La misión es universal. De la misma manera, un buen pastor, hoy, no se cierra a un solo grupo, a una institución o movimiento. Está abierto a toda clase de personas, de dentro y de afuera de su comunidad. La Iglesia está formada por parroquias, grupos, movimientos y comunidades. Pero todas deberían estar conectadas y con las puertas abiertas, sin olvidar que forman parte de una única gran familia: la de los hijos de Dios que siguen a Jesús, el único y verdadero buen pastor. 

2024-04-12

Vosotros sois testigos de esto

3r Domingo de Pascua B

Evangelio: Lucas 24, 35-48



La semana pasada leíamos el relato de la aparición de Jesús a sus discípulos según san Juan. Hoy nos la relata Lucas, de modo un poco diferente, pero con muchas coincidencias.

Sin duda, la resurrección de Jesús fue vivida como una experiencia profunda y desconcertante por sus seguidores. ¿Qué pensar cuando han visto morir al maestro, clavado en cruz, y a los tres días lo encuentran vivo, caminando, hablando y hasta comiendo en su presencia? ¿Cómo reaccionaríamos nosotros si viéramos que una persona difunta, de pronto, se nos aparece tan viva y palpable como nosotros mismos?

Lucas, como Mateo, Marcos y Juan, es realista: los discípulos dudan. Primero quedan aterrorizados, no pueden creerlo y piensan que es un fantasma. Jesús tiene que confirmarles que está vivo con los sentidos: ved, palpad. Les muestra las señales de los clavos y las marcas de las heridas para que no les quepa duda: es él mismo y no otro. Incluso come ante ellos. Jesús resucitado no es una visión, ni un espíritu: es un hombre con cuerpo físico, aunque este cuerpo tenga unas virtudes singulares que no tiene el cuerpo mortal.

Cuando los discípulos se cercioran de que es el mismo Jesús, vivo, tiene que abrirles la mente para que entiendan el sentido de todo lo que ha ocurrido. En su mentalidad hebrea, Jesús era un Mesías fracasado, vencido por el poder judío y romano. Sus sueños de restaurar el reino de Israel como potencia política, expulsando a Roma, habían ido al traste. Pero ahora Jesús les viene a decir que todo cuanto ha ocurrido ya estaba recogido en sus escrituras sagradas. Los profetas ya lo habían predicho. El Mesías no sería un guerrillero ni un líder político, sino el siervo sufriente de Dios, como decía Isaías (Is 42, 49 y 52), a quien el Señor, tras muchos padecimientos, ensalzaría para convertirlo en luz de las naciones. Jesús acaba con una frase que indica la universalidad de la salvación: su nombre se proclamará para la conversión de todos los pueblos. La misión de los apóstoles comenzará en Jerusalén, donde acabó la de Jesús, pero deberá expandirse por toda la tierra y a todas las gentes. Todos los hombres son llamados a ser hijos de Dios.

¿Qué nos dice esta lectura a los cristianos de hoy? Primero, nos llama a creer en Jesús resucitado. Y nos dice que la resurrección fue un hecho verídico, en cuerpo y alma, una vivencia asombrosa, pero cierta, que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad. No se trata de una experiencia mística ni de un fruto de la imaginación o el deseo colectivo de ver a Jesús. Fue un encuentro real.

Después nos llama a comprender el sentido de nuestros textos sagrados. Jesús quiere que no sólo creamos, sino entendamos, como María, su madre, que discurría todas las cosas en su corazón. La fe no debe ser contraria a nuestra inteligencia y razón natural. ¡Creer es razonable! Y las escrituras contienen una verdad que estamos llamados a descubrir y meditar para que nos guíe en la vida.

Finalmente, Jesús nos llama a la misión y nos pide que nos despojemos de una mentalidad nacionalista, cerrada o elitista. La salvación no es sólo para los creyentes, los católicos o los miembros de una comunidad concreta. Toda la humanidad está llamada; Jesús vino para todos y su mensaje es válido para toda gente, de toda cultura y mentalidad. Seguir a Jesús no tiene color político, geográfico ni social. La liberación del pecado, es decir, del mal, de la atadura de la culpa y la esclavitud espiritual, es para todos. Todos tenemos la posibilidad de cambiar de vida y comenzar a vivir resucitados, ya en esta tierra.

2024-04-05

Paz a vosotros

2º Domingo de Pascua B

Evangelio: Juan 20, 19-31



La lectura de hoy es el primer final del evangelio de Juan. En este capítulo, el autor nos explica dos apariciones de Jesús a sus discípulos y concluye con un testimonio, explicando por qué se ha escrito este libro.

La tumba de Jesús está vacía; Pedro y el discípulo amado la han visto. Las mujeres explican que Jesús les ha salido al camino. María Magdalena les transmite un mensaje directo del Maestro. Confusos, asustados y con apenas esperanzas, los discípulos aguardan, hasta que Jesús también se aparece a ellos.

La aparición de Jesús es sencilla e impactante: simplemente entra allí donde están, encerrados por miedo a los judíos. Los discípulos se han cerrado de mente y de corazón, el miedo los paraliza. Pero Jesús puede penetrar todas las barreras. Es un hombre resucitado y entra: no hay muros, físicos ni mentales, que puedan frenarlo.

La frase con que los saluda está llena de sentido: Paz a vosotros. Paz, el shalom hebreo, es mucho más que calma y serenidad: es bendición, es gozo, es plenitud. Jesús está derramando su gracia sobre los discípulos. Y ellos se llenaron de alegría. Después, Jesús les otorga otro don: el Espíritu Santo, y una tarea: salir en misión y perdonar los pecados. Cuando Jesús suba al cielo, serán ellos quienes deberán ir por el mundo esparciendo la gracia y el amor de Dios, empujados por la fuerza del Espíritu.

Leamos esta frase dirigida a nosotros. ¡Cuántas veces somos como esos discípulos! Creyentes, sí, devotos quizás también, pero temerosos y encerrados, metidos tras los muros de nuestros miedos porque no queremos arriesgarnos a salir. Jesús nos viene a ver, nos da su paz y nos manda que salgamos. Estamos llamados a continuar su tarea y a liberar a las gentes del mal. ¿Es una misión enorme? Sí, pero Jesús no nos envía desarmados: nos provee con el mayor don y la mayor fuerza, el Espíritu Santo. Nuestra paz se cimenta en él.

La segunda aparición de Jesús nos muestra la resistencia de un discípulo, Tomás, que no estuvo presente en la primera. Tomás es también un espejo nuestro, tantas veces. Queremos creer, pero… si no vemos ni tocamos, no creeremos. No confiamos en el testimonio de otros, queremos experimentar por nosotros mismos. Muchos son los que piensan que, si pudieran viajar en el tiempo y ver a Jesús, haciendo milagros y pisando los caminos de Judea, creerían en él. Pero lo cierto es que muchos contemporáneos de Jesús lo conocieron, vieron y no creyeron. Las palabras de Jesús a Tomás se dirigen a todos los creyentes posteriores a su tiempo. No lo verán físicamente, pero recibirán el evangelio de boca de otros, gracias al testimonio que se transmite de generación en generación.

Jesús nos dice: Felices los que crean sin haber visto. Felices los que creen en testimonios fiables: dentro de la Iglesia, el de tantos sacerdotes buenos, cristianos convencidos, misioneros y santos. Muchos han entregado su vida por Jesús y han pasado por el mundo haciendo el bien, siguiendo los pasos de su Maestro. Felices los que, antes de ver y tocar, acogen la palabra de Jesús y la hacen vida de su vida.  

Leamos, por fin, la última frase del evangelio: Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo en él, tengáis vida en su nombre. Este es el gran anhelo de Jesús: que confiemos en él, que nos hagamos hijos del Padre y que así gocemos de una vida plena que no se acaba con la muerte, pues será eterna.