2017-10-27

Toda la Ley

30º Domingo Ordinario - A

Éxodo 23, 20-26
Salmo 17
1 Tesalonicenses 17, 2-4. 47. 51
Mateo 22, 34-40


Todas las religiones del mundo tienen preceptos. También todas las culturas y países tienen un código de leyes por el que se rigen. Las leyes, en principio, no están para esclavizar a nadie, sino para regular la convivencia y permitir que todo el mundo pueda vivir en paz. Pero, como humanas, no siempre son justas ni iguales para todos. Tampoco son inamovibles: con el tiempo, se modifican y se adaptan a nuevas realidades.

Entre los pueblos antiguos, Israel desarrolló sus propias leyes, en algunos aspectos muy parecidas a las de sus vecinos. Pero se distinguían en algo fundamental: y es que Dios, y no un rey, era el principal dador de la Ley. Toda la ley hebrea se deriva de esta ley divina que emana de Dios. Y Dios, como nos recuerda el Éxodo, es un Dios de amor y misericordia que se preocupa por sus criaturas: «yo soy compasivo». La vida surge de Dios, el ser humano es obra suya. Por tanto, la defensa de la vida, la dignidad de toda persona y la justicia, son inexcusables. No se puede adorar a Dios y ser injusto con los hermanos. No se puede honrar a Dios y explotar al prójimo. No se puede rendir culto a Dios y ser tacaño o usurero con los demás. Las leyes humanas pueden variar, pero la ley de Dios, en este punto, es siempre la misma.

Jesús resumirá de manera espléndida la ley de su pueblo ante los fariseos. Estos, que a veces se enredaban entre tantísimas leyes y preceptos que regulaban su vida, a veces corrían el riesgo de andar por las ramas y perder la visión global del bosque. Jesús les recuerda: el primer mandamiento, el principal, siempre, es amar a Dios con todo nuestro ser: mente, cuerpo y corazón. Y de este se deriva el segundo, tan importante como el primero: amar al prójimo como a ti mismo. Fijaos que Jesús equipara ambos mandamientos. Amar al otro es igual a amar a Dios. No es posible el uno sin el otro.

A veces parece más fácil amar a Dios. Como no lo vemos y no nos fastidia nunca, resulta sencillo cumplir ciertas devociones y preceptos, rezar un poco y sentirnos bien. Pero ¡cómo cuesta amar al prójimo! Tanto si es un ser querido como si es un enemigo, lo tenemos al lado, a veces nos importuna, nos cansa, nos exige dar más de nosotros mismos… Nos agota la paciencia o pide que seamos capaces de perdonar. Nos saca de nuestro confortable egocentrismo y nos desafía. Pero si amas a Dios, no puedes dejar de amar lo que él más ama, que son sus criaturas, incluido tú mismo. Amar a los demás es consecuencia del amor a Dios.

A otras personas, en cambio, les resulta fácil amar a los demás, sobre todo si no son muy creyentes o tienen una fe diluida. Pero ¿amar a Dios por encima de todas las cosas? ¿Cómo hacer esto? San Juan nos diría: si estás amando al otro, de verdad, con generosidad y no por interés, ya estás amando a Dios. «El que diere un vaso de agua a uno de estos, por amor de mi nombre, a mí me lo da», dijo Jesús. Por otra parte, tener presente a Dios nos ayuda a sanar y a equilibrar nuestros amores humanos, que a veces están muy teñidos de otras cosas que no son amor. Nuestras relaciones están a menudo marcadas por la necesidad, la dependencia, el miedo, el ansia de afecto o reconocimiento, los celos… Sabernos y sentirnos amados por Dios nos llena de ese amor incondicional y generoso, libre, que necesitamos para amar a los demás sin caer en chantajes emocionales ni en afectos efímeros y conflictivos. 

Los dos mandamientos del amor, a Dios y al prójimo, son las dos columnas de nuestra vida cristiana. O las dos caras de una misma moneda. Son las dos realidades que nos sustentan como personas y nos hacen enteros. ¿Qué es una persona sin amor? ¿Dónde arraigamos nuestro ser, si no sentimos que somos creados y sostenidos en la existencia por un Amor infinito? Los grandes males del mundo, en el fondo, son fruto del desamor. El hambre de amor hace estragos, desde peleas familiares, rupturas matrimoniales, batallas políticas, crímenes y hasta guerras. El mundo sufre y sangra por falta de amor. Por eso amar se convierte en un mandato. No una orden impuesta, ni una obligación arbitraria, sino una urgencia, una necesidad vital. Amar no es opcional. Amar es cuestión de vida o muerte. Necesitamos, desesperadamente, aprender a amar y a dejarnos amar. Somos muy analfabetos en el amor… Empecemos, hoy, a mejorar un poco cada día. Tenemos al mejor maestro, que se mete en nuestro corazón y en nuestro cuerpo cada día que lo tomamos en la eucaristía. Que Jesús, puro amor, cale en nosotros y nos enseñe a amar como él.

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2017-10-20

Al César lo que es del César...

29º Domingo Ordinario - A

Isaías 45, 1-6
Salmo 95
1 Tesalonicenses, 1, 1-5
Mateo 22, 15-21


Jesús era un hombre inteligente. Aunque su mensaje era anunciar el reino de su Padre, sabía cómo desenvolverse en los asuntos del mundo y no se dejaba atrapar por las intrigas de sus coetáneos. Muchos querían que Jesús fuera un líder político que los encabezara en su lucha contra la opresión de Roma. Otros, en cambio, temían justamente esto: que la relevancia pública de Jesús pudiera amenazar su poder. En aquellos tiempos, como en la mayoría de los países del mundo, lo religioso y lo civil no estaban separados. ¿Por qué? Porque la religión se ponía al servicio del poder y el poder se apoyaba en la religión para legitimarse. Entre todos, gobernantes, sacerdotes y letrados, imponían sus cargas al pueblo y oprimían a la población. En este juego, al final, no importaba que fueran romanos o judíos: los poderosos siempre terminaban aliándose.

Jesús no cayó en la trampa. No buscó la complicidad con el poder establecido, pero tampoco sucumbió a la violencia guerrillera que busca derrocar al tirano… para establecer un nuevo poder. Su mensaje no era, ni es, político. Intentar hacer una lectura política del evangelio es no comprender a Jesús y traicionar su mensaje. Porque ¿cómo va Dios a tomar partido por unos u otros, si todos somos sus hijos? Dios nos da libertad e inteligencia para aprender a gestionar nuestros asuntos humanos y confía que lo hagamos bien, aunque muchas veces no seamos dignos de tanta confianza y acabemos imponiendo leyes y estructuras que oprimen a unos para que otros saquen más provecho. 

¡Esta es la historia de la humanidad! Jesús lo sabía. Pero su lucha no era política. El combate que libraba Jesús era contra el mal, y no contra otros seres humanos. Y su campo de batalla preferente, en esta guerra, es el alma, el corazón humano. Por eso Jesús arremetía contra la hipocresía religiosa, la falta de justicia, la poca misericordia, la tacañería y la codicia. ¿Era una lucha idealista y alejada de la realidad? No. Jesús no era un ingenuo. Sabía que las otras guerras, las políticas y las económicas, estallan porque antes ha habido otro combate que ha hecho estragos en el alma. Es del corazón de donde salen todos los males. Es en el corazón donde se cuecen las batallas que manchan de sangre la historia. Y es en el corazón donde puede empezar la regeneración.

Aunque el mensaje de Jesús no sea político, sí tiene unas consecuencias políticas. Un cristiano coherente no separa la fe de su vida, y su vida incluye todas las dimensiones, pública y privada. Por eso, cuando los fariseos quieren tenderle la zancadilla a Jesús preguntándole si es lícito pagar impuestos a Roma, él responde con inteligencia y realismo. Como ciudadanos, todos tenemos unos deberes y estamos sujetos a una ley, aunque no nos guste. Si recibimos algo del estado, es justo que contribuyamos. Hasta cierto punto, los impuestos son necesarios y legítimos. Otra cosa es la fiscalidad abusiva e injusta, o que los más ricos puedan esquivar la obligación y los más pobres no. Pero pagar impuestos y cumplir la ley es un deber humano, y ser cristiano no nos exime de ello. Somos como cualquier otra persona. San Pedro aconsejaba a los primeros cristianos: sed personas de ley y orden, cumplid con vuestras obligaciones y respetad a los gobernantes.

Ahora bien, hay una parte de nuestra vida que no se la debemos al estado, ni a ninguna otra persona o institución. Nuestra vida la recibimos de Dios. No podemos vender nuestra alma. Ese santuario íntimo, tan sagrado, que es donde habita nuestro yo más profundo, no es propiedad del estado ni de nadie. El corazón es de Dios. La conciencia es de Dios. Es un regalo del Creador y sólo a él podemos entregárselo. Hay quienes acaban adorando escudos, líderes y banderas. Los convierten en sus dioses y son capaces de arriesgarse y hasta de matar por ellos. Pero esos símbolos, esas ideas o personas, no son Dios, y no deberían ser nuestros amos. Por eso Jesús remarca: Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios.

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2017-10-13

Invitados a una boda

28º Domingo Ordinario - A

Isaías 25, 6-10
Salmo 22
Filipenses 4, 12-14, 19-20
Mateo 22, 1-14


A casi todos nos encanta que nos inviten. ¡Qué honor, ser invitados a la boda de unos amigos, a un bautizo, a una celebración de aniversario! La invitación es un reconocimiento de amistad, un gesto que nos dignifica y refuerza nuestros vínculos con aquella persona que nos convida. También es la promesa de una fiesta, de un tiempo hermoso de encuentro y alegría con los demás.

¿Qué diríamos si supiéramos que alguien es invitado a una boda y se excusa diciendo que tiene mucho trabajo? ¿Y si dijera que no puede porque tiene que pintar su casa? ¿O que tiene que llevar al taller su coche, o programar una visita médica justamente para ese día? Las bodas siempre se organizan con mucho tiempo de antelación. ¿No nos parecerían absurdos esos pretextos para no ir? De inmediato pensaríamos: Todo eso son excusas. Lo que pasa es que esa persona no tiene ganas de ir a la boda. Le importa poco que sea una fecha especial para el amigo que le ha invitado. Sus asuntos, hasta los más triviales, son más importantes que ¡una boda!

Jesús utiliza esta parábola para explicar una verdad más honda. Es Dios quien nos invita a su reino. La boda es el desposorio del hijo de Dios con la humanidad, el encuentro amoroso entre Jesús y cada uno de nosotros. La boda, podríamos decir, es también una imagen de la eucaristía. Y ¿a quién invita Dios? Primero a sus amigos, a quienes se supone que están cerca de él. En el caso del evangelio, Jesús se refiere al pueblo de Israel. Cuando Israel rechace la invitación, el convite se extenderá a todo el mundo. ¿El único requisito? Llevar el traje de bodas: es decir, acudir con alegría y con ganas, con el alma vestida de fiesta.

¿Es posible rechazar una invitación de Dios? Por increíble que parezca, así es. Dios nos invita a su amor, nos convida a una fiesta donde quiere obsequiarnos con lo mejor que tiene: su propio Hijo. ¿Cómo podemos rechazarlo? Es muy triste, pero Dios está recibiendo desplantes a diario… Y los peores desplantes no son de los alejados, sino de los más próximos, los que, en teoría, son amigos y deberían responder.

Nosotros, hoy domingo, venimos a su banquete. Hemos aceptado la invitación, por eso estamos aquí. Vamos a disfrutar de la boda. Al menos no hemos rechazado el convite. Pero ¿venimos con el traje de fiesta?

¿Venimos por obligación, por rutina o con verdaderas ganas? ¿Venimos con el corazón abierto a recibir el regalo de esta fiesta? ¿Venimos dispuestos a escuchar la palabra y a comer el cuerpo de Jesús? Antes de venir, ¿nos hemos lavado el alma? ¿Hemos perdonado a nuestros enemigos o a aquellas personas con las que tenemos cuentas pendientes? 

Son interrogantes que vale la pena hacerse meditando, con gratitud, que cada misa es una boda a la que Dios nos convida, y en ella se da una unión preciosa e íntima, en la que nosotros ya no somos meros invitados, sino coprotagonistas. Nosotros somos la novia, la desposada, la muy amada de Dios Padre y el Hijo. Nuestras arras y nuestra corona nupcial serán el fuego y los dones del Espíritu. ¿Podemos rechazar esto?

Vivamos cada eucaristía plenamente, profunda y gozosamente, como un auténtico banquete de bodas.

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2017-10-06

Mi amigo tenía una viña...

27º domingo ordinario - A

Isaías 5, 1-7
Salmo 79
Filipenses 4, 6-9
Mateo 21, 33-43


Mi amigo tenía una viña… La cavó, la plantó, la cuidó con esmero y esperaba recoger una cosecha abundante de uva buena. En vez de esto, dio agrazones. ¿Qué hará con la viña?

El canto de la viña es uno de los pasajes más conocidos del profeta Isaías, y un texto que debía quedarse grabado en los corazones de muchos judíos. Jesús conocía bien los escritos de este profeta y los cita a menudo en el evangelio. Ante los sacerdotes y los ancianos del pueblo Jesús vuelve a contar esta historia en forma de parábola, pero con una variante mucho más dramática. La viña sí da fruto, pero los viñadores quieren apropiarse de la cosecha y no la entregan a su amo. Apalean a los criados que él envía y, cuando el amo finalmente decide enviar a su propio hijo, lo matan para adueñarse del campo.

¿Qué hará el dueño de la viña con esos trabajadores inicuos? Los sabios responden a Jesús: Los hará morir de mala muerte y buscará a otros labradores. No se dan cuenta de que, con esto, se están acusando a ellos mismos.

La viña, en el contexto bíblico, es una imagen del pueblo de Israel. Hoy podríamos decir, del mundo. El mundo es la viña de Dios, que él ha cultivado con amor. Los viñadores son los líderes del pueblo, hoy diríamos que son los gobernantes, los educadores, los sacerdotes que pastorean a la Iglesia. Todos aquellos que tienen una responsabilidad pública y social son viñadores. Y ¿qué hacen? Muchas veces, en lugar de educar y cuidar de las personas para que se desarrollen y den buen fruto, las pierden, las engañan o las explotan, o siembran en ellas semillas de ignorancia, de odio y violencia. Estos líderes que causan tanto daño están robando y manipulando la vida de las personas, algo sagrado que sólo pertenece a Dios, el amigo de la vida sin excepción.

La parábola va más allá. Finalmente, el amo envía a su hijo. ¿Quién es? El hijo es Jesús. Cuando Dios ve que el mundo no escucha a sus profetas, él mismo entra en la historia para sembrar su semilla de vida eterna en cada ser humano. Pero ¿qué sucede? En su ceguera y ambición, los hombres quieren matar al mismo Dios que les ha dado la vida. El amo de la viña molesta. Quieren quitárselo del medio y hacerse dueños en su lugar. Es el endiosamiento del hombre que cree ser amo del mundo y pretende dominar la naturaleza y la historia con su fuerza, su dinero, su ciencia y su tecnología.

En Isaías el dueño del campo se enfurece y decide entregarlo a la destrucción de los enemigos. Es una imagen simbólica del desastre que hizo desaparecer a Israel del mapa, conquistado por los babilonios primero, y luego por persas, griegos y romanos. En el exilio, los israelitas pudieron meditar sobre su orgullo y su infidelidad a Dios. Vieron la catástrofe como un castigo y, a la vez, una oportunidad para reflexionar y renovarse.

Jesús no habla de castigo. En cambio, dice que el amo de la viña se la quitará a los viñadores homicidas y la dará a otro pueblo que dé buenos frutos. Jesús se estaba refiriendo a la futura comunidad de creyentes. Los jefes de su pueblo lo llevaron a la cruz; serían los galileos, los pobres y sencillos, y muchos extranjeros los que creerían en él y formarían la primitiva Iglesia. El regalo de Dios, destrozado por el pueblo elegido, iría a parar a otras manos. La buena noticia del Reino ya no sería exclusiva para Israel, sino que se esparciría por todo el mundo.

Podemos hacer una lectura de esta parábola aplicada a nuestras comunidades de hoy. Nuestra parroquia también es una viña y nosotros, los cristianos comprometidos, somos los viñadores. ¿Damos buen fruto? ¿Acogemos a Jesús y dejamos que él cambie nuestra vida? ¿Es nuestra parroquia un foco de evangelización, un lugar de convivencia, un refugio de caridad y acogida con las puertas abiertas hacia afuera? ¿Es nuestra parroquia un verdadero faro en la noche, un oasis en el desierto, un hospital de campaña en medio de la guerra? Si no es así, si nuestras comunidades se vuelven estériles y amargas… Dios quizás no nos castigue, pero sí veremos cómo este viejo mundo, decrépito, se va muriendo, y quizás vendrán otras personas, con el corazón abierto y una fe fresca y renovada, que sabrán recibir el don de Dios y hacerlo fructificar. 

Nuestras parroquias envejecen y las comunidades parecen en peligro de extinción. ¿Qué nos salvará? Miremos, dentro de nosotros, en nuestro corazón. ¿Somos buenos viñadores? ¿O por el contrario, con nuestra dureza y frialdad, con nuestra falta de caridad, nos estamos convirtiendo en viñadores homicidas, que apagan el fuego del Espíritu Santo? Abrámonos. Abrámonos sin miedo, sin reparos, y dejemos que el amor de Cristo, a quien recibimos en cada eucaristía, nos transforme y haga de nosotros buenas uvas, buen vino, luz del mundo.

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