2012-04-28

Yo soy el buen pastor

 
IV domingo de Pascua

Yo soy el buen pastor. El buen pastor sacrifica su vida por sus ovejas. Pero el mercenario, y el que no es pastor, en viendo venir al lobo desampara a las ovejas y huye, y el lobo las arrebata, y dispersa el rebaño. […] Yo soy el buen pastor, y conozco a mis ovejas, y las mías me conocen a mí. Así como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por mis ovejas […] Nadie me la quita, sino que yo la doy por mi propia voluntad.
Jn 10,11-18

El significado del pastor

El evangelio de hoy nos habla del buen pastor, que conoce a las ovejas, que las ama, las guía y las orienta. Cuán necesario es que surjan vocaciones con corazón de Cristo. La Iglesia necesita sacerdotes entregados que sean capaces de ir más allá de sus límites y que, como hostias puras, inundados de la fuerza del Espíritu Santo, se embarquen en una auténtica epopeya de servicio a los demás.

La imagen bucólica del buen pastor podría malinterpretarse, pensando que las ovejas van juntas en rebaño, aborregadas, y no tienen personalidad propia. En este caso no es así. Justamente las ovejas que formamos la Iglesia militante seguimos a Jesús porque queremos, esa es nuestra voluntad, y lo seguimos libremente porque hemos descubierto que en Él está la salvación y la auténtica felicidad.

En el Antiguo Testamento, la palabra pastor no sólo designa al que cuida de las ovejas. Pastor es el que gobierna, el que rige. Tiene una connotación diferente, más allá de la imagen apacible que hoy nos presenta San Juan. ¿En que sentido podríamos recuperar el sentido teológico de este texto? Jesús nos lo explica: “Yo conozco a mis ovejas”. Es decir, la Iglesia, el presbítero, los obispos, tienen que conocer el latir profundo del corazón de las personas. Y un bautizado comprometido también ha de saber auscultar el corazón de cada persona.

Encontrar lugar para Dios

Nuestra cultura atraviesa una época de apatía y de contravalores. Más que nunca son necesarios los cristianos comprometidos que sepan ofrecer algo más a la sociedad. La misión de todo bautizado, como apóstol, es aprender, como el pastor, a guiar a las gentes hacia Dios.

A Dios hay que dedicarle tiempo. Vivimos en una sociedad autosuficiente en la que parece que nos arrebatan el tiempo. No podemos permitirlo. Como bien dice el Libro de la Sabiduría, “hay un tiempo para todo”. Hay tiempo para amar, tiempo para trabajar, tiempo para descansar, tiempo para recrear… Desde una perspectiva cristiana, hemos de buscar tiempo para Dios y tiempo para los demás, para los pobres, para ejercer el ministerio de la caridad, y tiempo también para descansar, que es importante.

La nuestra es una sociedad atrozmente competitiva que, además, muchas veces nos quita la paz. Vamos corriendo, tan estresados, que ni siquiera podemos descansar. El hiperactivismo nos quita los espacios de calma, de sosiego, de quietud, para estar con las personas amadas. Más que nunca, necesitamos a Dios y a la comunidad cristiana, porque con ellos podemos nutrirnos y crecer espiritualmente. Jesús nos llama porque conoce a sus ovejas, conoce nuestro corazón.

Doctorado en caridad

La Iglesia se ha de parecer a Jesús en el conocimiento del corazón y del alma. Así como en las universidades se estudian innumerables carreras y másters, en la Iglesia estamos llamados a doctorarnos en ternura, en caridad, en justicia y en amistad. El mundo no nos enseñará esto, el mundo nos enseñará a competir. Tanto, que llegaremos a caer estresados y exhaustos, hasta la depresión. Si reposamos nuestra cabeza en el regazo de Dios, él nos dará una felicidad profunda y duradera. No es cuestión de hacer más o menos, sino de ser conscientes de que tenemos a Jesús, el buen pastor, que nos llevará a comer de estos pastos divinos, su palabra, su evangelio, todo aquello que nutre nuestro corazón.

Llamados a la unidad

Jesús dice que el Padre le ama, él es fiel al Padre y los dos son uno. Estas palabras encierran una dimensión ecuménica. Nos habla de un solo rebaño y, en cambio, ¡cuántas iglesias fragmentadas podemos ver! ¡Cuántas confesiones diferentes! La comunidad cristiana es un rebaño con un único pastor, Cristo. Las improntas personales marcan formas distintas, todas ellas muy dignas, que diversifican el crecimiento de las comunidades, cada cual según su carisma. Pero no olvidemos que tenemos un solo pastor y formamos una única comunidad. Recordar esto nos hará renunciar a aspectos ideológicos que, en el fondo, ocultan un afán de poder y de control. Ojalá todas las parroquias e iglesias sintamos que tenemos un mismo corazón. Es difícil que todas las comunidades sientan el mismo latir de Cristo. Pero, si realmente queremos seguirlo, hemos de sentirnos una misma familia con un mismo pastor.

Arqueólogos del corazón

Para acabar, la palabra conocer en hebreo no quiere decir simplemente conocer de una manera abstracta, sino un conocimiento vital de toda la persona: conocer lo que siente, lo que vive, lo que le duele, lo que le alegra. Los pastores han de ser auténticos arqueólogos del corazón. Profundizan y descubren lo que realmente anhela el hombre postmoderno, que no es la comunicación superficial o distante, incluso virtual, como en Internet, sino la cercanía cálida de alguien, una presencia mucho más potente, que toca el alma. La comunicación humana, de tú a tú, personalizada, es la que llega al fondo del corazón, la que hace aflorar esa capacidad tan grande que el hombre tiene de amar. Sí, el hombre tiene este don y, a pesar de que nuestra cultura, a través de los medios y del cine, quiere convencernos de lo contrario y nos muestra una excesiva violencia, hemos de creer por fe que somos hijos de Dios y que, por tanto, tenemos cosas que nos asemejan a él. Cuando decidimos ahondar en este pozo de misterio que hay en el hombre descubriremos cosas preciosas.

Me decía un amigo filósofo que la distancia más grande entre tú y yo es la dimensión de nuestro corazón, porque todavía no lo conocemos y, sin embargo, lo tenemos dentro. Descubrámonos y no tengamos miedo. Hagamos una gran excursión hacia dentro de nosotros mismos y encontraremos que el hombre, a imagen de Dios, también es capaz de amar hasta dar la vida.

2012-04-21

La resurrección del cuerpo

III domingo de Pascua

Mientras estaban hablando de estas cosas, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Ellos, empero, atónitos y atemorizados, se imaginaban ver algún espíritu. Y Jesús les dijo: ¿Por qué estáis turbados y por qué se levantan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies, yo mismo soy; palpad, y considerad que un espíritu no tiene carne, ni huesos, como vosotros veis que yo tengo.
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Mas como ellos aún no lo acabaran de creer, estando fuera de sí de gozo y admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Ellos le presentaron un pedazo de pescado asado. Lo tomó y comió en presencia de ellos.
Lc 24, 35-48

La paz sea con vosotros

Los discípulos de Emaús comentan a sus compañeros su experiencia del encuentro con el resucitado y cómo lo han conocido en la fracción del pan, un gesto simbólico que evoca a la Eucaristía. En ese momento, se les abren los ojos y reconocen a su Maestro. ¡Qué alegría tan intensa deben sentir aquellos dos discípulos! Tanta, que regresan a toda velocidad, por el camino de Emaús, para comunicar el encuentro con Jesús resucitado a sus compañeros.
Es en este contexto en el que Jesús se presenta a todos sus discípulos. Lo hace dando una consigna, el shalom hebreo, que significa: la paz sea con vosotros.
Jesús les da la paz porque sabe que la necesitan, sabe que están confusos y aturdidos. Tienen miedo y creen ver un fantasma. Están desorientados y necesitan volver a creer en él. Necesitan la paz de Cristo resucitado, la de su Maestro y amigo.  

La resurrección del cuerpo

Jesús les pide que no se alarmen y quiere arrancar del corazón de sus discípulos toda duda. Les enseña las manos y su costado para demostrar que es él y que ha resucitado. Los apóstoles necesitan ver, sentir la corporalidad de Jesús. Necesitan tocarlo. No es un espectro. Ha resucitado con el cuerpo.
Resucitar no significa desprenderse de su corporalidad. Su cuerpo ahora es glorioso. La resurrección de la carne, como afirmamos en el Credo, forma parte del núcleo fundamental de nuestra fe. Es la esencia del cristianismo, que nace con la resurrección de Cristo.
Las evidencias y los signos tangibles ayudan a los discípulos a disipar sus miedos y sus vacilaciones. Jesús comprende que les cuesta creer y les pide algo de comida. Le ofrecen pescado y él se sienta a comer delante de ellos.

El valor del ágape

Comer juntos es algo más que alimentarse. Compartir una comida significa conocer al otro más de cerca, entrar en su realidad, en su vida, sintonizando y participando de un mismo espacio y de un ambiente cálido que expresa amistad, compañía. La esperanza crece en el corazón de los amigos. Comer juntos es un signo de sincera apertura del corazón al otro. Este es el significado más profundo de la comensalidad. Los discípulos, reunidos de nuevo junto a su maestro, participan de un signo muy claro de su presencia.

El cumplimiento de las escrituras

Por fin reconocen a Jesús, al Mesías. Con una buena catequesis, Jesús les va explicando el sentido de aquellos pasajes de las Sagradas Escrituras que hacen referencia a él y a su resurrección. Es entonces cuando se les abren los ojos y el entendimiento. Ahora comprenden la misión de Jesús, la finalidad de su ministerio y lo más importante de su vida, el misterio de la resurrección. La fe cristiana no se entendería sin la resurrección de Jesús. Sobre este fundamento  nace la Iglesia misionera, con su misión expresa de comunicar al Cristo viviente a todo el mundo.

2012-04-14

Paz a vosotros

II domingo de Pascua

Aquel mismo día, siendo ya tarde y estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban reunidos los discípulos, por miedo de los judíos, vino Jesús y, apareciéndose en medio de ellos, les dijo: Paz a vosotros.
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Se llenaron de gozo los discípulos al ver al Señor. El repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me envió, así os envío también a vosotros.
Jn. 20,19-31

El miedo que cierra el corazón

Al anochecer de aquel primer día de la semana, la fe de los apóstoles no era todavía clara. Iban despertando poco a poco de todos los acontecimientos que habían ocurrido en Jerusalén. El primer día de la semana, según el calendario cristiano, es el domingo, el día en que nosotros, cristianos de nuestro tiempo, vamos despertando a la fe, receptores directos de la Palabra de Dios.
El texto dice que las puertas de la casa estaban cerradas por miedo. Pero los apóstoles también tenían cerrado el corazón, y eso les impedía comprender. El miedo es paralizante, nubla toda certeza, engendra un mar de dudas. El temor hace que uno se encierre en si mismo y se olvide de los demás. ¿Cómo desbloquea Jesús el miedo? Dando la paz, como el príncipe de la paz. Jesús irrumpe en nuestras vidas, nos pide que salgamos de nosotros mismos y dejemos a un lado esos temores que nos paralizan. En medio de nuestra oscuridad existencial, Jesús se hace presente como un rayo de luz y nos dice: “Paz a vosotros”. La paz es importante, pues todo proceso de crecimiento en la fe pasa por la paz interior.
Les enseñó las manos y el costado, porque los discípulos necesitaban tiempo para entender. También nosotros, en muchas ocasiones, tenemos pruebas suficientes de que Dios Padre nos ama y, en cambio, nos cuesta creer. Por eso Jesús sale a nuestro encuentro y nos dice: ¿Todavía no creéis? Entrad en mi corazón, verificad mi existencia. Cuando despertamos a la fe y sentimos esa  certeza, la alegría nos llena y nos empuja a ir corriendo a transmitir nuestra experiencia del Cristo resucitado.

Nos da la paz y una misión

Jesús les dice por segunda vez: “Paz a vosotros”. Es entonces cuando provoca en ellos el estallido pascual. Al gozo del reencuentro, lo sigue una misión: “Como el Padre me envió, así yo también os envío a vosotros”. Jesús no es posesivo ni elitista. No retiene a sus discípulos junto a él ni quiere que su mensaje se limite a unos pocos. Quien se encarna en Jesús, no se queda nada para sí, no permanece quieto, sino que va a anunciar la Buena Noticia a todo el mundo. La sociedad de hoy necesita de nuestro testimonio para acercarse a Dios. Esta es la misión de la Iglesia, recibida de Jesús y dirigida a todos los cristianos.
Continúa Jesús: “Recibid al Espíritu Santo. A quienes le perdonéis los pecados les quedarán perdonados, a quien se los retengáis les quedarán retenidos”. ¿Qué quiere decir Jesús con esto?
Por un lado, nos exhorta a ir a buscar a las gentes y acercarlas a Dios. Nos enseña que es importante estar siempre dispuestos a perdonar y a recibir el perdón, ya que sin perdón no hay alegría ni paz. Para cumplir esta misión, nos envía al Espíritu Santo, que nos dará la fuerza necesaria para expandir la gran noticia.
Todos los bautizados hemos recibido ese mismo aliento de Dios. Si estamos dispuestos a dejarnos llevar por la fuerza del Espíritu, podremos acercar a la Iglesia a muchas personas alejadas, y con nuestro testimonio podremos contagiar a los demás la alegría del Cristo resucitado y viviente en medio del mundo.

2012-04-07

Pascua de resurrección



El primer día de la semana, al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio quitada la piedra. Echó a correr y fue a encontrar a Simón Pedro y aquel otro discípulo amado de Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
Con esta nueva, salió Pedro y dicho discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían ambos a la par, pero este otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Y, habiéndose inclinado, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro y entró en el sepulcro y vio los lienzos en el suelo. Y el sudario que habían puesto sobre la cabeza de Jesús no junto con los lienzos, sino separado y doblado en otro lugar. Entonces el otro discípulo, que había llegado primero al sepulcro, entró también, y vio y creyó.
Jn 20, 1-9

Las mujeres, apóstoles

La muerte de Jesús ha sumido a sus discípulos y seguidores en el desconcierto. Abatidos y temerosos, se encuentran en un momento de duda y desolación. Pero, en la madrugada del primer día de la semana, las mujeres que lo siguen intuyen algo y corren al sepulcro. Allí encuentran la tumba abierta; su Maestro no está allí. Ha resucitado.
María Magdalena, la que fue rescatada por Cristo, es la primera a quien se aparece Jesús. Es significativo que el autor sagrado reseñe esta primera aparición a una mujer que, además, había tenido mala reputación. En aquella época, el testimonio de las mujeres apenas tenía crédito y no se consideraba digno de mención. Y, sin embargo, toda la fe cristiana descansa en ese primer testimonio de unas mujeres valientes.
María Magdalena mantenía una pequeña luz encendida en su interior, pese a la oscuridad reinante a su alrededor. Y esa llamita creció hasta convertirse en el sol, cuando Jesús le salió al camino.
María echa a correr para ir a buscar a los discípulos. Es así como se convierte en apóstol de los apóstoles. Es portavoz de la noticia más importante del Nuevo Testamento; una mujer es la que comunica a los varones la nueva de la resurrección.

La resurrección, pilar del Cristianismo

María asume la autoridad de Pedro en el grupo. Va a encontrar a Simón Pedro y a Juan, sabiendo que son los que gozan de mayor confianza con Jesús. Pedro y Juan corren al sepulcro, se asoman y ven la tumba vacía. Como nos relata el evangelista, el discípulo “vio y creyó”. Desde ese momento, sus vidas darán un vuelco.
El acontecimiento pascual marca el origen genuino del Cristianismo. La fe cristiana se asienta en la resurrección de Jesús. “Vana sería nuestra fe, si Cristo no hubiera resucitado”, recuerda San Pablo. La resurrección es el fundamento, la piedra angular, la roca granítica que soporta nuestra fe.
Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. En la liturgia pascual celebramos la Vida con mayúsculas. Esta vida ya la empezamos a vivir con la eucaristía. El encuentro con Cristo vivo en la celebración eucarística nos introduce en la vida de Dios. Ya somos partícipes de esa gran experiencia. La Pascua nos prepara para el definitivo encuentro con Jesús en el Paraíso.
La resurrección fue, sin duda, una experiencia sublime. Gracias a Jesucristo, hoy podemos experimentar, ya aquí, en la tierra, una primera vivencia de resurrección. Podemos saborear el más allá, la vida de Dios. Podemos paladear la eternidad.

Una experiencia que transforma

Este es el gran regalo que nos brinda Dios: una vida nueva, regenerada y lavada del pecado y la culpa. Con Cristo, a través del bautismo, todos morimos y resucitamos. Con Cristo renacemos a la vida de Dios.
La muerte da paso a la vida, la oscuridad se convierte en la luz; el odio se transforma en amor; de la noche pasamos a un cielo iluminado por el Sol de Cristo.
Está vivo. Es una afirmación rotunda que podemos hacer desde el corazón. No todo se acaba en la vulnerabilidad, en la limitación, en la levedad del ser. No todo finaliza con la muerte. Cada encuentro con Jesús es una resurrección.
Los cristianos hemos recibido la experiencia de Dios en Cristo. Esta experiencia transforma el rostro, la mirada, el cuerpo… Toda la vida queda transformada por los destellos pascuales que inundan el corazón humano. La piedad popular parece insistir mucho más en una devoción del Viernes Santo. Pero hoy, Domingo de Pascua, es el día más importante para el cristiano. Hoy las iglesias deberían rebosar. ¡No es un domingo cualquiera! Es el día de todos los días. En este domingo, todos somos testigos de la experiencia sublime de la resurrección.
No lo hemos visto, pero tenemos la certeza. Esta experiencia pasa por el corazón, no se puede medir ni evaluar científicamente. Fue esto lo que cambió el corazón de los discípulos, sacudiendo su interior. Más tarde, la vivencia de Pentecostés los convirtió en apóstoles. De ser gente sencilla, hombres atemorizados y dubitativos, pasaron a ser líderes entusiastas, que difundieron una nueva religión de alcance mundial. Esta es la grandeza de la Iglesia. Los primeros apóstoles eran hombres y mujeres como nosotros, gente corriente y limitada como los demás, pero que se abrieron al don de Dios.
El impacto de Pentecostés fue una bomba espiritual que llegaría a alcanzar a todos los pueblos, durante siglos. Esta noticia no puede dejarnos indiferentes. También puede cambiar nuestra vida. Hemos de salir de esta celebración con el corazón radiante. Dios inunda la oscuridad del ser humano para transformar su vida.