2007-08-15

María asunta al Cielo

En mitad de verano, celebramos esta fiesta mariana tan hermosa, María Asunta al Cielo. Dice la tradición que se quedó “dormida” y Dios la llevó de la mano hasta el cielo. Celebramos que es llevada, resucitada y glorificada, podríamos llamarla la “pascua” de María. María es arca de la alianza, templo que alberga al Hijo de Dios. La asunción culmina ese encuentro de Dios con María en la eternidad.

La llamada de la solidaridad

En la lectura podemos ver a María atenta a las necesidades de los demás. Va aprisa a un pueblo entre montañas, para atender a su prima Isabel. En un mundo donde muchas situaciones claman al cielo: hambre, pobreza, injusticias… el gesto de María nos impulsa a ceñirnos y a correr para atender a tantas personas necesitadas: niños abandonados, ancianos que están solos, enfermos faltos de compañía… María nos enseña a ser solidarios. Su respuesta, además, nos urge. Ella no va despacio, ¡corre! Es urgente responder a los problemas que aquejan nuestro mundo. Y no son sólo responsabilidad de los políticos. En el estado del bienestar del que tanto se habla quizás falte otro pilar, que hemos de poner los ciudadanos: el pilar de la moral social.

Además, vemos que María se apresura. Va corriendo y, en cambio, no tiene prisa por regresar. Se queda junto a su prima el tiempo necesario, tres meses. Muy a menudo, las personas hacemos lo contrario. Cuando se trata de ayudar o de acompañar a alguien, acudimos tarde, y despacio, y marchamos cuanto antes podemos.

El encuentro entre dos humildes

El encuentro entre las dos mujeres refleja una bella sintonía y una comunión mutua con Dios. Ambas se abrazan. María no sólo visita y ayuda a Isabel. Lleva la alegría de Dios en su corazón. Esta es, también, la misión de la Iglesia: transmitir el amor de Dios, llevar a Cristo a todos los hogares, para que la gente pueda experimentar ese Amor en sus vidas.

Isabel, encinta contra toda esperanza, recibe a María con gozo y su retoño ya percibe ese amor, esa amistad, la ternura entre ambas mujeres. Salta de alegría en el seno de su madre. María y la Iglesia nos transmiten la alegría de Cristo, alegría que se fundamenta en una certeza muy honda: Dios nos ama. Para recibirla, tan sólo basta un espíritu abierto y humilde. Sólo entre las personas humildes puede fraguarse una bella amistad, y sólo entre ellas puede estallar una alabanza exultante, como la de Isabel. Y María le responde con su loanza: el Magníficat.

Dios hace maravillas en cada uno de nosotros

María canta la grandeza y el gozo del Señor que la inunda. Los cristianos también hemos de cantar y salir contentos al mundo. Los problemas y las dificultades son muchos, sí, pero no nos pueden quitar esa alegría profunda que da la unión con Dios. Esto, nadie ni nada nos lo puede arrebatar.

María se siente salvada, siente dentro de sí al Espíritu Santo, siente las maravillas que Dios hace en ella. Desde su sencillez, humilde, canta. Y las generaciones venideras cantarán su alabanza por los siglos. Su gozo y su donación sublime a Dios nos llegan hasta hoy.

El Señor “hace proezas con su brazo”, dice María en su canto. Él también hace cosas extraordinarias en nosotros. Ha sacado lo mejor de nosotros. Pese a ser limitados y pecadores, toda persona tiene algo de Dios, incluso aquellas que no entendemos, que no nos caen bien, o a quienes rechazamos. Cada criatura ha sido hecha a imagen de Cristo y lleva dentro la semilla de Dios.

Humildad para recibir sus dones

Cuántas cosas inmerecidas hemos recibido de Dios, cuántas cosas hemos hecho con su fuerza. No neguemos que todo lo bueno que hacemos es porque Dios, de algún modo, ha actuado en nosotros.

Los soberbios de corazón, los que creen ser mejores, los que siempre piensan tener la razón, los prepotentes, los que se aferran a la pedantería espiritual, todos estos se alejan irremediablemente de Dios. La gran fuerza de Dios no es su poder, sino su humildad, su sencillez.

Enaltece a los humildes y colma a los hambrientos, continúa el Magníficat. La Iglesia también ha de colmar de bienes espirituales a la gente hambrienta de Dios. Y de bienes básicos a aquellos que los necesiten, si nadie más lo hace. Si la Iglesia no hace esto, ¿quién lo hará?

En María se culmina la esperanza de la promesa de Cristo. En ella también se dan cumplimiento las promesas del Antiguo Testamento a Abraham. Los cristianos somos herederos de la cultura semita que recibe Jesús, también recibimos esa promesa.

En esta fiesta, cada verano, María nos visita. Miles de pueblos lo celebran. Pese a la paganización de las fiestas, y a que muchas personas ya no conocen su sentido cristiano, nuestra cultura, nuestro calendario, gira entorno a María. Pero María está más allá del calendario: está viva en lo más hondo de nuestro corazón.

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