En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar durante cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre…
Mt 4, 1-11
Mt 4, 1-11
Cuaresma, tiempo de acercarse a Dios
En este primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone reflexionar en las consecuencias pedagógicas y espirituales que se extraen del texto sobre las tentaciones de Jesús. Cuaresma siempre es un tiempo indicado para fortalecer nuestra relación con Dios. Para ello, es preciso buscar tiempo para la soledad y el silencio. Como veremos en el evangelio, Jesús se retira al desierto a orar. Después de ese tiempo, en el cual es tentado, sale reforzado en su relación con Dios, superando las tentaciones del diablo.
La vida del cristiano es un auténtico combate contra las múltiples realidades malignas que nos alejan de Dios. Jesús nos enseña a vencer las tentaciones y nos demuestra que el bien y el amor son más fuertes que el mal.
La primera tentación, superar la filantropía
Tras ayunar durante cuarenta días, Jesús siente hambre. Será a partir de esta necesidad real que el diablo querrá introducirse en él y fragmentar su relación con Dios. Así lo hace con las personas. Cuando alguien se siente débil, frágil, inseguro, está expuesto a ser fácilmente utilizado. Esta tentación tiene que ver con nuestras necesidades físicas, materiales y psicológicas. El diablo juega sucio, aprovecha la debilidad de las personas para atacar. Pero Jesús resiste fuerte y se abandona totalmente en Dios. Frente a la maniobra del diablo, responderá: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de Dios”.
La humanidad no necesita solamente bienestar material; no sólo vive del progreso. Por supuesto, Dios conoce nuestras necesidades y sabe que necesitamos el pan cotidiano. Pero nuestra vida no sólo es material, sino también sobrenatural. Por tanto, también necesitamos comer el pan de Dios, que es Cristo.
Los miembros de la Iglesia hemos de ser muy conscientes de que hemos de despertar en la gente apetito de Dios. Quedarnos en la pura filantropía, en las acciones sociales y benéficas, es insuficiente para un cristiano. Hemos de pasar de la solidaridad a la caridad, al amor. Hemos de alimentar nuestras almas, viviendo según la palabra de Dios, haciendo su voluntad. Este es nuestro pan: decirle sí a él, a todas.
La tentación de la desconfianza
“Si eres hijo de Dios, lánzate desde lo alto del templo, y los ángeles te recogerán”, continúa el diablo. Justamente, lo que más claro tiene Jesús es su filiación divina, que se manifestó en el Jordán. No necesita poner a prueba a Dios, porque no duda de él, sabe que lo ama. Entre Jesús y Dios Padre no hay grieta alguna por donde pueda entrar el maligno. En cambio, qué soberbia tan grande la del ser humano que desconfía de Dios. Esa desconfianza es la que lo precipita al abismo.
Los cristianos también sufrimos cuando achacamos a Dios todos los problemas del mundo. El mundo va mal porque las personas somos egoístas e irresponsables. Dios no quiere el sufrimiento, no quiere que nadie se lance al abismo. Si hay dolor, somos nosotros los causantes, porque no utilizamos correctamente nuestra libertad y no queremos ponernos en manos de Dios. Luego, nos horroriza la maldad que vemos a nuestro alrededor. Resulta fácil echar las culpas a Dios. Pero, aunque él pudiera evitar el mal, nunca hará nada sin contar con nuestra libertad.
El ser humano quiere actuar al margen de Dios, y es entonces cuando se generan auténticas catástrofes. La peor tentación es apartar a Dios de nuestras vidas. Jesús replica al demonio: “Apártate, Satanás”. En cambio, nosotros decimos: “Vete, Dios. Aléjate”. Lo rechazamos y esto nos lleva a la ruina.
Jesús responde también al diablo: “No tentarás al Señor, tu Dios”. No meterás cizaña entre el Padre y yo, nunca podrás quebrar nuestra unidad.
La tentación de la idolatría y el culto a sí mismo
Si la segunda tentación cuestiona la confianza en Dios, la tercera es una promesa: “Todo esto te daré si te postras y me adoras”. Jesús, con Dios, ya lo tiene todo. No necesita que el diablo le ofrezca los reinos del mundo. Jesús era un hombre carismático, con una personalidad atractiva, que movía a las gentes y tocaba sus corazones. Usando su reconocimiento social y religioso, Jesús hubiera podido caer en el tobogán del poder, manipulando a las masas y utilizándolas para sus fines. ¡Cuánta gente, en nombre de Dios, utiliza a los demás! Jesús siempre rechazó el poder. Incluso cuando obraba milagros y las gentes lo perseguían para hacerlo rey, él siempre se apartaba. Nunca quiso para sí culto alguno ni reconocimiento. Tenía muy clara su prioridad: Dios Padre.
Hoy, frente a la cultura de la idolatría, adoramos al dios dinero, al dios poder, al dios consumismo. El diablo sabe que la ambición, la posesión y el dominio sobre los demás es un plato suculento que hace caer fácilmente a las personas. Los diosecitos modernos piden nuestra reverencia y adoración. Jesús, en cambio, renuncia al poder porque es Dios quien reina en su corazón, y sólo a él le rinde culto; Dios es su máxima gloria.
Los cristianos hemos de apartar de nosotros esos cultos paganos que nos alejan de Dios. Quizás existe otra sutil tentación, más diabólica aún: el culto a uno mismo. Yo me convierto en dios de mí mismo, me erijo en máxima autoridad y me creo en la posesión de la verdad. Cuántos personajes históricos se han aupado por encima de los demás y se han abrogado un poder que ha ocasionado grandes catástrofes. A lo largo de la historia han surgido muchos falsos mesías. El peor terror es actuar creyéndose Dios sin serlo. Por otra parte, Dios carece de esos atributos de poder y destrucción que muchos le achacan. Dios quiere nuestra libertad. Tanto la respeta, que asumirá que no le queramos sin castigarnos por ello. Simplemente nos dejará.
A nada ni a nadie hemos de adorar. Sólo a Aquel que nos ha creado y amado sin límites. Reconocerlo ya es adorarlo.
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