2008-08-31

La valentía de seguir a Jesús

22º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará”
Mt 16, 21-27

El dolor, un paso hacia el amor

De camino hacia Jerusalén, Jesús comunica a los suyos algo importante: seguir la voluntad de Dios lo llevará a la ciudad, donde será entregado y muerto en cruz. Por amor al Padre llegará a dar la vida, pasando por el desprecio, el dolor y el rechazo.

Pedro, que poco antes ha confesado a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, no puede entenderlo, e increpa a Jesús: ¡eso no puede sucederte, Dios no lo permita! Y Jesús le responde con palabras duras. La mentalidad de Pedro es muy humana, aún no ha aprendido a ver las cosas desde la perspectiva de Dios.

Entonces, después de reprenderlo, Jesús reúne a todos los suyos y los alecciona: si quieren seguirle, tendrán que tomar su cruz, negarse a sí mismos y caminar con él. Estos son los tres principales requisitos que los cristianos también tenemos que tener en cuenta para seguir a Jesús.

Negarse a sí mismo

Esta es la auténtica revolución espiritual, la verdadera conversión. Negarse a sí mismo implica dejar de autoidolatrarse y vencer el orgullo existencial. No somos nada, apenas motitas de polvo perdidas en el universo. Pese a nuestros estudios, nuestro dinero, nuestros éxitos o nuestro estatus social, nuestra existencia es frágil, podemos morir en cualquier momento. Somos casi nada, pero para Dios somos sus hijos. Por su amor, nos convierte en criaturas penetradas de su divinidad, en estirpe suya.

¿Qué significa negarse a sí mismo? Negarse a sí mismo es abrir el corazón y dejar que Dios sea el eje y el centro de nuestra vida. Nos lleva a apartar todo lo que nos aleja de Dios y a renunciar al egocentrismo. El otro se convierte en prioridad. En definitiva, se trata de vivir para los demás, tal como lo hicieron los santos y las personas generosas que hemos conocidos: padres, abuelos y tantos otros.

Sin embargo, no todo el mundo está dispuesto a negarse a sí mismo. Dejar atrás el ego supone renunciar al poder, a la posesión, al dominio sobre las personas… Sólo cuando tenemos el valor de olvidarnos para dejar que emerja en nosotros Cristo, estaremos preparados para afrontar la cruz.

Tomar la cruz

Decir sí a Dios pasa por el dolor y la muerte. No porque Dios lo quiera, ¡no hagamos lecturas masoquistas de este evangelio! Dios quiere nuestra felicidad, pero Jesús nos avisa que alcanzar la libertad pide morir y resucitar.

La libertad no es un simple hacer lo que nos viene en gana, lo que nos complace en cada momento, sin ataduras de ninguna clase y sin responsabilidad alguna. La libertad implica un compromiso y fidelidad. Sólo quien es libre, como Jesús lo fue, puede volcar toda su vida por amor. El amor a Dios conlleva una entrega absoluta de la vida.

El cristiano debe asumir su parte de pasión. Decir sí a Dios nos hará avanzar hacia el viernes santo, hacia el silencio del sábado santo, la muerte y, por fin, la resurrección. Ser fiel a Cristo y a la Iglesia hará inevitable sufrir incomprensión y hasta rechazo.

La primera lectura de hoy, del profeta Jeremías, así lo expresa (Jer 20, 7-9). Jeremías sufre porque anunciar a Dios le acarrea escarnios y burlas. Está cansado y quiere dejar la predicación, pero la palabra de Dios le quema por dentro y no puede dejar de comunicarla.

Enamorarse de Dios

Hoy, ser cristiano no está de moda, ni bien visto socialmente. La sociedad desprecia los valores cristianos y religiosos. No nos desanimemos. Jeremías se sintió seducido por Dios, tomado por él, arrebatado por su amor. La lectura nos revela una relación hermosa y profunda entre el profeta y su Creador. Podríamos preguntarnos: ¿nos sentimos nosotros seducidos por Dios? ¿Nos atrevemos a proclamar y extender su palabra, sin temor?

Quizás lo más terrible de nuestra sociedad no sean las burlas a la fe, ni siquiera la persecución, sino que la gente no quiera saber nada de Dios. El vacío y la indiferencia son mucho más graves. El mundo no tiene apetito de Dios, le falta hambre de trascendencia. El relativismo y el pasotismo espiritual nos alejan, no sólo de Dios, sino de la identidad humana.

Llenar la vida de sentido

¿De qué nos sirve tenerlo todo si nos falta Dios, el aliento que nos da la vida? Muchas personas tienen de todo, disfrutan de muchos bienes e incluso de personas que las quieren. Pero si no se tiene a Dios, no se tiene nada. Si no sentimos que Dios nos ama, que nos mira a los ojos, con inmensa ternura, que nos habla y cuenta con nosotros… nuestra vida queda reducida a muy pocas cosas, efímeras y superficiales.

Lo mundano, nos recuerdan San Pablo y tantos otros santos, no tiene sentido si no es a la luz del Dios. Nuestra vida no será santa si no nos abrimos a Dios. La gran batalla a librar, la más dura, es contra nosotros mismos y nuestras resistencias. Venceremos cuando lleguemos a ofrecernos, al igual que el mismo Cristo, como “hostias vivas, santas y agradables a Dios” (Ro, 12, 1) La victoria será la entrega de todo nuestro ser al servicio del amor, a Dios y a los demás. Entonces nuestra existencia cobrará sentido y probaremos el auténtico sabor de la alegría y la libertad.

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