2008-12-21

El anuncio a María

Cuarto domingo de Adviento –ciclo B–

“No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.”
Lc 1, 26-38

El anuncio de la maternidad de Dios

La lectura de hoy, tan conocida, nos relata la anunciación del ángel Gabriel a María. Es un episodio lleno de poesía y de una enorme delicadeza y profundidad. Dios decide acudir al mundo, hacerse hombre, y para ello cuenta con una mujer. María es la escogida para tal hermoso desempeño: ser la madre de Dios. Y es elegida por la grandeza de su humildad. Las entrañas de María están preparadas para convertirse en espacio sagrado que recibirá al Hijo de Dios.

Las palabras del ángel desprenden admiración, reconocimiento y ternura. La bendice y la alaba, la invita a alegrarse, porque María, la llena de gracia, está llena de Dios. Ha sido elegida porque su vida y su libertad están enteramente volcadas en él. Por eso el ángel dice “el Señor está contigo”. Dios ya habita en ella.

El santuario de Dios

En la lectura de hoy del Antiguo Testamento, vemos como el rey David quiere construir un precioso templo para Dios. En la actitud de David se mezcla un sincero afán de adoración con el orgullo de haber conseguido ser un gran rey, que habita en un palacio de cedro. Al pretender construir un templo a Dios, inconscientemente, se está poniendo a su mismo nivel. Y Dios se ocupa de recordarle quién le otorgó el poder del que ahora disfruta. A lo largo de la historia, el hombre siempre ha deseado construir espacios para albergar a Dios y encontrarse con él. Templos, iglesias y catedrales se levantan por todo el mundo, recordándonos su presencia. Pero Dios no necesita un templo, pues es Señor de todo el universo y elige dónde y cuándo manifestarse.

En cambio en el mensaje de la anunciación, es Dios quien escoge el lugar, y elige a una mujer, María, para ser el santuario que cobijará a su hijo.

Y María, humilde, sabe que la elección es iniciativa divina, no humana. Se turba, perpleja ante un don tan grande y, a la vez, tanta responsabilidad. Dios la ha elegido para convertirse en el arca de la alianza, en su templo, en su hogar. Toda ella queda impregnada de la presencia de Dios.

La paternidad de Dios

La concepción virginal de María hay que entenderla en clave teológica. El Espíritu de Dios fecunda las entrañas de María. Ella pregunta: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?”. La concepción del niño es obra de Dios, y no de un hombre. No podemos negar la concepción virginal de María, pero hemos de ir más allá de la realidad biológica. Dios atraviesa los principios de la física para hacernos a todos fecundos.

Todos los niños del mundo son también hijos de Dios; todos son criaturas espirituales de su Padre, porque Dios infunde su amor a toda vida engendrada.

María sabe que su hijo será grande porque es el Hijo de Dios. Por eso su reino de amor nunca tendrá fin.

Dios también viene a nosotros

Dios quiere reinar en el corazón de cada hombre, y también desea que cada persona convierta su vida en un lugar sagrado para él, es decir, que cada uno de nosotros llegue a ser su templo.

El rey David habla a Dios con palabras elocuentes y orgullosas, y Dios le responde, por medio del profeta: “¿Tú me has de construir una vivienda? Cuando he sido yo quien te saqué de los apriscos para hacerte jefe de mi pueblo, Israel…” En cambio, María, humilde, contesta al ángel con palabras muy sencillas: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí tu palabra”. Podríamos resumirlas en una sola: “Sí”.

El sí de María le basta a Dios. Su silencio expresa la densidad de su disponibilidad y entrega. María abre su corazón humilde y discreto al gran acontecimiento. Sus palabras, tan breves, están cargadas de un profundo silencio, y su silencio está lleno de resonancias. Ojalá, como María, sepamos decir sí a Dios, desde el silencio más hondo de nuestro interior; y dejemos que él intervenga en nuestra vida. Sólo así estaremos colmados de una inagotable alegría. Dios puede convertir nuestro corazón, árido y estéril como un desierto, en un vergel fecundo. Nuestro sí abrirá las puertas a Dios y a su lluvia benefactora, que fecundará toda nuestra existencia.

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