2009-03-08

La transfiguración

2 domingo de Cuaresma – ciclo B –
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador… Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas…”
Mc 9, 2-10

Caminamos hacia la Pascua en este tercer domingo de Cuaresma y la liturgia nos propone unos profundos y bellos textos que nos ayudan a meditar sobre la figura de Jesús vinculada a Dios Padre.

Jesús culmina una historia de esperanza

El pasaje de hoy nos narra la subida de Jesús, Pedro, Juan y Santiago al monte Tabor. Allí, en aquella montaña alta, se les transfigura, manifestándoles su íntima comunión con Dios. Para los discípulos es un momento de plenitud. Descubren la auténtica identidad de su maestro en su rostro iluminado y glorioso. Jesús les abre el corazón en la montaña y les revela que su camino lo llevará hacia la pasión y la muerte. Les anticipa que su vida pasará por un doloroso camino antes de culminar en la resurrección. Ellos tres son testigos privilegiados de la experiencia transformadora de Jesús.

En la escena del Tabor podemos ver, además, dos figuras bíblicas junto a Jesús. Moisés representa la ley y Elías el profetismo, dos pilares de la tradición y la cultura judía. En medio, Jesús sintetiza y culmina la historia de la salvación. Para Jesús, la verdadera ley es el amor. Y, como único y definitivo profeta, su llegada colma las expectativas mesiánicas del pueblo.

Subir a la montaña

Hoy, podríamos decir que cada eucaristía es un momento en que se manifiesta la presencia de Dios en Jesús, a través del pan y del vino. Subir a la montaña también tiene un significado muy profundo. Desde la cima, podemos ver con mayor perspectiva y claridad las cosas. Hemos de aprender a mirar desde lo alto, desde la trascendencia, desde la luz iluminadora de Cristo. Sólo así veremos en su justa proporción el sentido de lo que estamos haciendo. Vivir a ras de suelo tiene el riesgo constante de subjetivizar la realidad desde nuestra pequeña visión particular. Subir a la montaña aporta claridad, objetividad y, sobre todo, una sintonía con la trascendencia.

Esta experiencia iluminadora deslumbra a los discípulos, que desean eternizar aquellos momentos de intensa plenitud. Pedro le dirá a Jesús, hagamos tres chozas, una para Moisés, otra para Elías y otra para él. Cuando vivimos algo intenso y hermoso, no queremos que acabe nunca, nos sentimos a gusto y queremos alargar ese momento. Cuando entramos en plena sintonía con Dios, paladeando ya aquí el cielo, nos gustaría que jamás acabaran esos momentos de íntima comunión. ¡Qué bien estamos con Dios! No querríamos salir nunca de la órbita de su corazón.

Descender al mundo

Pero después de esta vivencia, han de bajar. Jesús les anuncia que ha de morir y resucitar, y esta es la otra cara de la experiencia del Tabor. Anuncia a sus amigos que ha de padecer y morir y les pide que sean prudentes y no comenten lo que han visto y oído. Seguir a Jesús significa seguirlo por el camino del dolor, quererlo no nos exime de la identificación con el Cristo de la cruz. Descender del monte no es otra cosa que interiorizar todo cuanto se ha vivido pero, a la vez, avanzando poco a poco, transformando nuestro corazón para unirnos más a Cristo.

En la eucaristía, los cristianos nos alimentamos para poder comunicar nuestras experiencias de pequeños tabores al mundo. Después de vivir la presencia cercana de Cristo en nosotros, estamos llamados a salir afuera y comunicar su proximidad en nuestras vidas. Sólo de esta manera conseguiremos construir el cielo a nuestro alrededor.

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