2009-04-19

La alegría de ver al Señor

2º domingo de Pascua - ciclo B
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Y luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.
Jn 20, 19-31

¡Hemos visto al Señor!

En estos días de la octava pascual hemos ido leyendo los evangelios de las apariciones de Jesús a sus discípulos. Todas tienen en común algo característico: el paso del desconcierto y el temor a la alegría de encontrarse con el Señor. Este domingo que cierra la octava de Pascua la liturgia nos ofrece la lectura de la aparición de Jesús a los suyos en el cenáculo, sin Tomás y después con Tomás.

Los discípulos permanecen en una casa, encerrados y temiendo represalias de los judíos. Están confusos y desorientados: tienen miedo. Jesús, estando las puertas cerradas, se aparece en medio de ellos diciéndoles: “Paz a vosotros”. Más allá de atravesar los muros del cenáculo, atraviesa el muro de esos corazones pusilánimes y abatidos. Jesús es capaz de entrar en lo más hondo de nuestra vida. Ante el desespero de los suyos, les anuncia la paz. Es la primera palabra que sale de la boca del resucitado: el shalom hebreo.

Los discípulos necesitarán paz para levantarse y, con entusiasmo, predicar la experiencia de su encuentro con el resucitado. Jesús sabe que están desconcertados y que necesitan alguna prueba. Será entonces cuando les dirá: “aquí tenéis mis manos y mi costado”. Ellos, finalmente, creen y se llenan de alegría. Del miedo y el abatimiento pasan al gozo de poder ver cara a cara a su Señor, resucitado.

La confesión de Tomás

En la segunda parte de este evangelio, vemos a todos juntos con Tomás, que no había estado presente en la primera aparición. Los que han visto resucitado al Señor se lo explican a su compañero: “Hemos visto al Señor”. Se convierten así en apóstoles de Tomás. Pero él insiste: “Si no lo veo ni lo toco, no creo”.

Es entonces cuando Jesús aparece de nuevo ante ellos y, dirigiéndose a Tomás, le invita a poner sus manos sobre su costado y sus llagas.

Ante la evidencia luminosa de la resurrección de Jesús, Tomás cae de rodillas y, con humildad, hace una profunda confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Jesús quiere que Tomás le toque las llagas que hacen tangible su presencia. Y elogia a todos los que creen sin haber visto. Muchos han dado la vida por Jesús: mártires, santos, sin haberlo visto. Pero la fuerza de los testimonios de la primera comunidad nos ha llegado hasta hoy gracias al impulso de esos apóstoles que dieron la vida por el resucitado. El mismo Pablo, que tampoco lo conoció, en su camino hacia Damasco queda invadido por la luz gloriosa de Cristo.

Nosotros también somos llamados

Nadie ha visto a Dios jamás, dice San Juan, pero sí lo hemos sentido dentro de nosotros como algo realmente vivo. Esta experiencia de proximidad con Dios nace en el momento de nuestra conversión.

Los cristianos hemos de ayudar a que otros descubran el verdadero rostro de Jesús resucitado. Nosotros, hoy, estamos aquí porque así lo creemos y le tomamos en la eucaristía porque queremos.

Quizás lo más preocupante ahora no es tanto la incredulidad de muchos en nuestra sociedad, sino la apatía de los que decimos creer. El ateísmo social que percibimos quizá sea debido a nuestra tibieza, a que un día dejamos de creer con entusiasmo y convertimos nuestra fe en una rutina. De aquí las iglesias vacías y la indiferencia de la gente. Hemos reducido nuestra fe a un cumplimiento ritual, no vemos en ella una oportunidad constante de evangelización.

Necesitamos volver a hacer una experiencia de reencuentro con Jesús para darnos cuenta de que él nos pide mucho más de lo que estamos haciendo. Estamos llamados a convertirnos en auténticos apóstoles de la alegría del resucitado.

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