2011-05-03

Jesús, compañero de camino

3 Domingo de Pascua - Ciclo A

Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron
Lc 24, 13-35 

Jesús sale a nuestro encuentro

Las secuencias de las apariciones de Jesús resucitado van sucediéndose en aquel día primero de la semana. Esta vez son dos los testigos, discípulos que caminaban hacia un pueblo llamado Emaús. Por el camino van conversando, abatidos y desencantados, y discuten, tratando de comprender lo que ha ocurrido con su Maestro. Es entonces cuando un desconocido interviene en su conversación.

Jesús siempre sale a nuestro encuentro. Cuando estamos tristes y consternados, va en busca de nosotros. Cuando dudamos y nos sentimos desamparados, busca la manera de hacerse el encontradizo en nuestras vidas.

Los dos discípulos comentan con el forastero lo sucedido en Jerusalén. Hablan de Jesús, a quien llaman profeta, crucificado y muerto. Y mientras conversan, el caminante va iluminando su corazón, explicándoles las Sagradas Escrituras desde Moisés hasta los profetas, indicando todos los lugares que se refieren a él.

Jesús instruye

En el camino hacia Emaús, Jesús hace de catequista con aquellos dos discípulos desorientados. Paciente, camina a su lado mientras les va explicando. Este camino es paralelo al catecumenado que una persona recorre hasta convertirse. De la oscuridad de la duda, se llega poco a poco a la claridad. Las Sagradas Escrituras son fundamentales para entender el misterio de la revelación cristiana. Jesús recoge la tradición de la ley judía y de la Torah, parte de sus raíces. Pero ya no se presenta como otro más entre los profetas. Jesús es mucho más que ellos, más que Moisés y David. En él se culminan las profecías del Antiguo Testamento. Los profetas anunciaban una promesa: él es el cumplimiento de esa promesa de Dios.

Cuando llegan a Emaús, los dos hombres invitan al desconocido a quedarse con ellos. Y le insisten: “Quédate con nosotros”. En esa petición, ya se atisba un latido de esperanza. Los discípulos comienzan a despertar.

Qué importante es acoger tanto las instrucciones como al propio instructor. Para que se dé una sintonía entre Dios y nosotros ha de haber ese deseo ardiente, esa petición: quédate con nosotros. Los cristianos hemos de dejar que Dios nos acompañe, que la Iglesia nos instruya, y abrir las puertas de nuestro corazón a Jesús. Sólo de esta manera pasaremos a otra fase espiritual, a un nivel más elevado: nuestra participación en el ágape de la eucaristía.

Compartir y anunciar

El momento de reconocimiento pleno llega cuando los tres participan en la fracción del pan. Entonces sus ojos se abren y reconocen la presencia real de Jesús. Él desaparece, pero esta experiencia íntima con el resucitado les basta.

Compartir el pan con Jesús los convierte en apóstoles. Del catecumenado, la instrucción, pasan a la eucaristía y de ahí llegan a ser anunciadores de la buena nueva. Ya están preparados para recorrer el camino al revés. Deshacen el camino de la desesperanza para iniciar el camino de la fe y el amor. Vuelven, corriendo, entusiasmados, a Jerusalén. Allí comunican a sus compañeros que realmente el Señor ha resucitado y se les ha aparecido. Explican lo que les ha sucedido y recuerdan: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba el sentido de las escrituras?”. Ahora, sus vidas son llamas vivas, que los empujarán a comunicar este acontecimiento.

El camino de Emaús, hoy

Hoy día, los cristianos podemos encontrarnos a menudo en situaciones semejantes a los discípulos de Emaús. Tal vez los problemas y las injusticias amenazan con hundirnos en el desencanto y la decepción. Dios parece ausente de un mundo convulso y herido por las luchas y el afán de poder. Y quizás la tendencia más inmediata sea ésta: retirarnos, huir de los problemas, refugiarnos en nuestro Emaús particular, para discutir, intentando razonar, el por qué de tanto mal.

Pero, al igual que les sucedió a los discípulos de Emaús, Jesús no deja de venir en nuestra busca. Lo hace de mil maneras, a través de personas, lecturas, plegarias; a través de los mensajes de la Iglesia y de los acontecimientos… Como aquellos discípulos, si queremos oír su voz hemos de prestar atención y abrir el corazón. Hemos de saber escuchar e invitar. Dejemos que Dios se aloje en nosotros porque, sin duda, vendrá. Lo descubriremos en aquellos momentos de diálogo sereno, de oración, o de comunión. Tal vez cuando sepamos olvidar nuestros problemas y dejar a un lado el egoísmo, se encenderá la luz dentro de nosotros y descubriremos que allí donde dos o más se aman, se ayudan y comparten lo que tienen, allí está Dios.

Para los creyentes, ese momento de revelación e íntima comunión se da cada domingo en la eucaristía. Tal vez el resto de la semana sea un camino arduo, cargado de problemas, donde nos asaltan las dudas y el miedo. Pero nuestra vida tiene un sentido y la fracción del pan de Cristo nos ayuda a renovarla y nos infunde fuerzas y entusiasmo para seguir proclamando que Dios nos ama y nos busca.

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