2011-07-09

Sembrando la palabra


15º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A

Evangelio: Mateo 13, 1-23

Salir afuera

“Aquel día, Jesús salió de casa y se sentó junto al lago”. El evangelio comienza con una escena que nos muestra a Jesús, metido de lleno en su tarea ministerial, consciente de su misión de anunciar incansablemente el Reino de Dios. El verbo salir expresa movimiento, acción. Jesús nos invita a salir de nuestras casas, de nuestra cueva interior, de nosotros mismos. Salir afuera es necesario, hemos de anunciar a Dios al mundo, como él lo hizo.
Jesús también es consciente de que mucha gente necesita de Dios. Cuántas personas, en el naufragio de sus vidas, están perdidas y claman pidiendo ayuda. El gentío se agolpaba entorno a Jesús. Y hoy también muchos buscan a Dios, piden una palabra de esperanza que les dé razones para vivir.
Tanta gente acudía a Jesús que subió a una barca y desde allí comenzó a anunciarles el Reino.

La palabra es semilla

Jesús utiliza el género literario de las parábolas. En este caso, explica la parábola del sembrador que va a sembrar. Algunas semillas caen al borde del camino, otras en terrenos pedregosos, otras caen entre zarzas y otras en tierra buena y fecunda. De aquí podemos derivar cuatro actitudes, cuatro maneras de estar ante la palabra de Dios.
La semilla es la palabra, que nos es sembrada por Jesús, los apóstoles, la Iglesia… Dios le da su potencial para crecer y envía la lluvia, como alivio del cielo, ayuda y fuerza divina.
Muchas personas oyen la palabra, y muchas la esperan, esperando que cale en su corazón. Pero no basta con desearlo, sino que hay que interiorizarla y hacerla nuestra para que dé fruto en nosotros.

Las semillas que caen en el camino: el rechazo

Las semillas que caen al borde del camino y son comidas por los pájaros representan a las personas que inicialmente desean escuchar, pero, en realidad, les resbala la palabra. La semilla no entra en su interior, queda afuera y es arrebatada por el Maligno, por las tendencias adversas. Dilapidamos la palabra cuando permitimos que otros se la lleven. La tierra de nuestro corazón no está preparada para dar fruto y la palabra se pierde.

En terreno pedregoso: la superficialidad

La simiente que cae sobre terreno pedregoso refleja a ese grupo de gente que está atenta, recibe la palabra pero no profundiza en ella. La palabra entra, pero al no haber hondura, no puede arraigar. A estas personas les falta interiorización, oración y perseverancia. La palabra cala de forma muy superficial en ellas y no da fruto. El corazón no está lo bastante abierto, no es tierra blanda, sino roca endurecida, y no permite que la semilla eche raíces.

Las zarzas que ahogan: las seudo-verdades

La semilla que cae entre zarzas queda ahogada. Es la imagen de aquellos que escuchan, pero se dejan influenciar por otras ideologías y priorizan otras preocupaciones, otros valores, que acaban creciendo y asfixiando la palabra. Nos ocurre así cuando vamos absorbiendo filosofías alternativas y corrientes de moda que van ocupando un lugar cada vez más importante en nuestra vida y desplazan la palabra de Dios. Nos dejamos ahogar por la superficialidad. Cuando la palabra deja de ser lo más importante, no captamos su trascendencia y anteponemos otras seudo-verdades a ella, nos asfixiamos.

La tierra buena: corazón fecundo

Por último, otras semillas caen en tierra buena y dan fruto: unas noventa, otras sesenta, otras treinta. Son aquellas personas que se han abierto sinceramente a la palabra de Dios, la han interiorizado, la han hecho vida de su vida y han configurado su existencia entorno a esa palabra. Sus corazones están fecundados por la palabra de Dios y dan fruto. Son los que se han dejado interpelar y no han tenido miedo de asumir las exigencias que supone escuchar la palabra, que nos llama a la conversión, a salir de nosotros mismos y servir a los demás.
En las lecturas de hoy del Antiguo Testamento (Isaías 55, 10-11) y en la carta de san Pablo (Romanos 8, 18-23) aparecen dos temas cruciales: la fecundidad y la vida. El cristiano, fruto de su testimonio, ha de ser una persona fecunda y fructífera. Sólo así seremos discípulos de Jesús.
Estamos llamados a ser cristianos contemplativos, dejando que la palabra germine en nosotros y nos ayude a crecer, y cristianos activos, empujados por la fuerza de esa palabra en nuestro interior.

Dureza de corazón

“Les hablo en parábolas porque, aunque ven, no ven nada, y aunque oyen, no escuchan ni entienden…” Refiriéndose a su pueblo, Jesús pronuncia frases muy contundentes y duras: “El corazón de este pueblo se ha hecho insensible, es duro de oído y se ha tapado los ojos…”
Y nosotros, cristianos de hoy, ¿somos así? Tenemos la gracia de Dios: oímos y vemos sus grandezas. Pero, ¡cuidado! Hemos de oír más allá: escuchando a Dios, y ver más allá de lo aparente: Dios está presente en nuestras vidas. ¿Damos fruto? Si no es así, tal vez no estamos escuchando como debiéramos. Tal vez nuestro corazón, pese a haber recibido la palabra, está cerrado y embotado.
A sus discípulos Jesús los llama “dichosos, porque oís y veis”. Dichosos los cristianos que, por el don de la fe, también oímos y vemos las cosas de Dios y las hacemos fecundas en nuestro interior.

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