2011-09-12

Hasta setenta veces siete



24º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A


—Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?
Jesús le contestó:
—No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete…
Mt 18, 21-35.

Las cuentas del mal

El evangelio de hoy nos habla de un tema espinoso, por lo necesario y a la vez difícil que se nos hace a todos: el perdón.
Pedro, con cierta ingenuidad, le pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a un hermano —familiar, amigo, conocido— que le ofende. ¿Hasta siete? Fijémonos en dos detalles. Primero, en el orgullo solapado que se lee entre líneas. Un hermano “que me ofende” denota que nuestra dignidad, nuestro honor, son heridos. Qué susceptibles somos. ¿Nos creemos tan dignos, tan honorables, tan perfectos, que podemos considerarnos ofendidos? ¿No pensamos que nosotros también podemos ofender a los demás,  queriendo o sin querer, por nuestra torpeza o falta de tacto y caridad?
En segundo lugar, casi hace sonreír esa contabilidad de ofensas y perdones. Cómo nos gusta llevar las cuentas del mal. Recordamos todos y cada uno de los agravios sufridos. ¡Tremendas matemáticas de la mezquina justicia humana!
Jesús le responde que no debe perdonar siete veces —el siete es un número simbólico que, para los hebreos, expresa plenitud—… sino setenta veces siete. Es decir, ha de perdonar siempre.

La justicia de Dios

Y, como solía hacer, Jesús explica entonces una parábola. Es un relato impresionante que nos enseña cómo es Dios, cómo somos las personas y cómo estamos llamados a ser.
De entrada, a Dios se lo debemos todo, como ese siervo de la parábola que debe diez mil talentos —una suma millonaria, en aquel entonces— a su señor. Nunca podremos pagar nuestra deuda a Dios. ¿Qué podemos ofrecerle, comparable a la grandeza de existir, de estar vivos, de haber recibido tantas cosas buenas a lo largo de nuestra vida? Hasta la persona más pobre tiene, al menos, que agradecerle el don de la existencia. Y no olvidemos otro gran don. Somos amados. Aunque no seamos conscientes y a menudo lo olvidemos, la mirada amorosa de Dios siempre está sobre nosotros.
El señor de la parábola, ante las súplicas del siervo endeudado, decide condonarle la deuda. ¡Toda! Buena lección que podríamos aplicar a tantas situaciones de nuestro mundo de hoy… Y no sólo a las deudas económicas, sino a esas deudas morales. “Me debe una disculpa”, “me hizo aquello, y me las pagará”… Son esas deudas que provocan nuestras pequeñas revanchas y un sinfín de resentimientos y conflictos que envenenan nuestra vida diaria.
Dios perdona. Totalmente. Sin poner condiciones. Con la misma gratuidad que nos lo da todo. Así es él.
¿Y nosotros? Jesús viene a estirar nuestra pequeña alma, encogida y tacaña, con este ejemplo. Como hijos de Dios, semejantes a él, ¿no vamos a mostrar esa misma largueza de corazón con los demás?

La justicia humana

La parábola continúa. El siervo perdonado se va, feliz, y no se le ocurre otra cosa que ir a buscar a un compañero que le debe cien denarios, ¡una suma muy inferior a la que él debía a su amo! El compañero suplica que le deje pagar con tiempo, le ruega paciencia, pero él lo ignora y lo hace encarcelar. Ante la magnanimidad del señor vemos la vileza del siervo. A buen seguro, los oyentes de Jesús que escuchaban esta parábola se debieron rebelar al oír esto. Tan indignados debieron quedar como los compañeros del personaje, en el relato. Estos van a avisar a su señor y le cuentan lo ocurrido. Y, ahora sí, el señor toma medidas y hace justicia.
¿Qué enseñanza podemos extraer de todo esto? Dios, siendo todopoderoso, siendo infinitamente bueno, justo, fiel y pudiendo castigarnos por nuestras faltas y maldades, no lo hace. Es más, se apiada en seguida cuando acudimos a él pidiendo perdón, igual que el siervo abrumado por las deudas. “Perdona nuestras deudas”, dice el Padrenuestro. ¿Pronunciamos esta frase con sinceridad? Porque la plegaria continúa con una segunda parte, tan importante como la primera: “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (o a nuestros deudores, decía el Padrenuestro antiguo)”.  ¿Lo decimos de corazón?

Mirar con ojos de Dios

La parábola de hoy nos da una gran lección moral. Aprendamos a ser como Dios: compasivos, comprensivos, afables y generosos con los demás. Cuando alguien nos ofende, intentemos ponernos en su lugar y comprender sus razones. Quizás entonces nos demos cuenta de que el daño que nos ha hecho, aunque injusto, tiene una explicación. La ira que albergamos se irá disolviendo y nos será más fácil perdonar. Intentemos ver a la otra persona como a nosotros nos gustaría ser mirados. Con ojos compasivos, abiertos, faltos de prejuicios. Con ojos que ven lo que no se ve, lo más importante, el alma, la dignidad, los afanes y deseos de aquella persona. Intentemos ver a los demás con “ojos del Padre del cielo”. Y procuremos imitarle en uno de los actos más difíciles, pero más bellos y que más nos humaniza: el ejercicio del perdón incondicional.

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