II Domingo tiempo ordinario
Al día siguiente, otra vez estaba Juan allí con dos de sus discípulos. Y viendo a Jesús que pasaba, dijo: “He aquí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos, al oírle hablar así, se fueron en pos de Jesús.
Jn. 1, 35-42
Juan, guía hacia el Maestro
Este evangelio nos explica, con palabras sencillas y profundas, la historia de una llamada. Juan Bautista, con su intuición profética, reconoce en Jesús al Hijo de Dios y así se lo comunica a sus seguidores. En su gesto vemos sabiduría y desprendimiento, no retiene a sus discípulos junto a sí, sino que les señala al hombre en quien brilla la luz de Dios. Juan ha cumplido su misión como buen maestro y guía de los suyos.
Sus discípulos también responden con docilidad y confianza. No dudan en seguir a Jesús e inmediatamente se quedan con él. Tal vez lo más hermoso de estos momentos es precisamente lo que no cuenta el evangelista: la intensa experiencia interior que debieron vivir aquellos primeros discípulos, cuando recuerdan, con exactitud, hasta la hora del día en que se fueron en pos de Jesús. Son esos momentos de la vida que jamás se borran de la memoria. La alegría de descubrir al Maestro los lleva rápidamente a comunicarlo a otros. “Hemos encontrado al Mesías”. Ese hallazgo los llena de gozo, no pueden callarlo. Así, Andrés corre a avisar a Pedro, su hermano. Y Jesús, viéndolo, lo llama también.
Dios nos llama, personalmente
El texto de este domingo nos invita a reflexionar sobre la historia de nuestra llamada. Dios se vale de diversos acontecimientos históricos para dejarnos entrever que tiene un plan para cada uno de nosotros. Se fía de nuestras capacidades y nos llama a vivir la plenitud de nuestra vida cristiana. Para ello se sirve de personas, situaciones propicias, un espacio y un tiempo preciso en que nos llama a vivir nuestra vocación. El evangelio de Juan señala nombres muy concretos, un lugar y una hora. Seguramente cada uno de nosotros puede recordar exactamente a todas aquellas personas que han sido su Juan Bautista y le han señalado a Jesús. Podemos recordar a nuestros padres, a familiares, profesores, catequistas, algún religioso o religiosa…, personas que Dios ha querido que se cruzaran en nuestras vidas y que han hecho brotar la fuente de nuestra felicidad.
El gozo del sí
Un gozo enorme surge de nuestro sí a Dios y a su proyecto para nosotros. Éste no es otro que establecer su Reino en medio del mundo. Un reino donde se colma el anhelo más profundo de todo ser humano: el deseo de dar y recibir amor, con generosidad y sin límites. Sólo así, confiando en Dios, podremos llenar de sentido nuestra existencia, como aquellos discípulos de Juan que, buscando la Verdad , encontraron a Jesús y lo siguieron.
Cualquiera de nosotros puede sentirse interpelado un día. Cuando Dios entra en nuestra vida, la alegría es incesante. ¡Ánimo! Dios sólo pide nuestro sí, pequeño, pero a la vez muy rotundo, muy denso. Un sí que entraña consecuencias inimaginables.
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