XXV domingo tiempo ordinario
―¿De qué discutíais por el
camino?
Ellos no contestaron,
pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se
sentó, llamó a los Doce y les dijo:
―Quien quiera ser el
primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.
Y acercando a un niño,
lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
―El que acoge a un niño
como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a
mí, sino al que me ha enviado”.
Mc 9, 29-36
Anuncio de una muerte inevitable
Jesús continúa su labor
instructora a sus discípulos. Les comunica algo muy importante que marcará su
trayectoria: su sufrimiento, su muerte y su resurrección. Pero será una muerte que
no acaba en el desespero ni en un grito lanzado al vacío, sino que presagiará
una nueva vida, la resurrección. Con estas palabras, Jesús sube la intensidad
de la exigencia pedagógica y espiritual hacia los suyos. Les advierte que su
misión tiene un precio muy elevado: su propia vida. Será inevitable pasar por
una larga agonía; su fidelidad al Padre le pedirá apurar un sorbo terrible y
amargo. Pero, finalmente, todo culminará con la resurrección, por la fuerza
transformadora de su Espíritu.
Ante la hondura de este
mensaje, los discípulos se inquietan y no osan preguntarle nada. Jesús,
intuyendo lo que piensan, es quien se dirige a ellos para medir la resonancia
de sus palabras. Sin embargo, los discípulos todavía están lejos del corazón de
su maestro, y aún no entienden la dimensión martirial y el sacrificio que comporta
su misión.
Acoger a Dios con corazón limpio
En cambio, por el camino,
van discutiendo sobre quién es más importante entre ellos. Jesús, paciente,
llama a los doce y les muestra a un niño, diciendo: «Quien acoge a un niño como
éste a mí mi acoge, y quien me acoge a mí, acoge al que me ha enviado.»
Por un lado, Jesús está
derribando sus pretensiones de poder y dominio sobre los demás. Abrazando a un
niño, les muestra que para Dios hasta el más pequeño es importante, y que quien
ama a un pequeño le está amando a él. El camino más corto para llegar a Dios
pasa por el amor y la acogida al prójimo más cercano, incluso aquel que a veces
nos pasa desapercibido.
También nos recuerda que
si no nos volvemos como niños no entraremos en el Reino de los Cielos. Sólo si
somos capaces de mirar, de sentir, de escuchar, como lo hacen los niños,
podremos acoger a Dios. Porque un niño no está cargado de prejuicios; no está
contaminado ideológicamente, siempre está abierto, receptivo. El adulto alberga
desconfianzas y miedo, pasa todo cuanto ve por el tamiz de su experiencia
subjetiva y, cuando ha sufrido una decepción, teme volver a confiar. Está
mediatizado por todo lo que le sucede, haciendo lecturas a veces victimistas o
muy parciales de la realidad. La apatía y la descreencia le impiden acoger como
un niño a Jesús, con el corazón limpio y puro.
Acogerle también implica
saber que estamos acogiendo a Dios. Aquel que tiene la capacidad de renacer sobre
las cenizas del egoísmo, alberga en sí la semilla de una vida nueva. Desde una
escucha silenciosa y serena podremos ser transformados y nuestra existencia se
convertirá en un proyecto pleno de Dios.
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