XXXII domingo tiempo ordinario
“Estando sentado
enfrente del gazofilacio, observaba cómo la multitud iba echando monedas en el
tesoro, y muchos echaban muchas. Llegándose una viuda pobre, echó dos leptos…
Llamando a sus discípulos, les dijo: En verdad os digo que esta pobre viuda ha
echado más que todos cuantos echan en el tesoro, pues todos echan de lo que les
sobra, pero ésta de su indigencia ha echado cuanto tenía para vivir”.
Mc 12, 38-44
El valor del sacrificio
Una de las
características más importantes para educar e instruir es la capacidad de
observar. Jesús sabe ver, meditar, interiorizar y comunicar, aspectos muy
importantes en un pedagogo. En esta ocasión, Jesús observa a la gente que acude
al templo y sus actitudes delante del arca de las ofrendas. Y aprovecha las circunstancias
para asentar doctrina. Se percata de que muchos echan enormes cantidades de
dinero y, sin embargo, una anciana, viuda, echa unas pocas monedas. Jesús se da
cuenta de que, pese a ser poco, es todo cuanto tiene. E inmediatamente señala a
sus discípulos el valor del gesto de aquella anciana. Su generosidad es más
auténtica y sincera que la
de aquellos que echan sin esfuerzo alguno, dando de aquello
que les sobra. Para Jesús no hay que donar lo que a uno le sobra, sino algo
más, que implique un poco de sacrificio y hasta renuncia por aquello que crees.
En el esfuerzo se encuentra el sentido último de la generosidad y de la
solidaridad.
Ese poquito esfuerzo de
muchos podría, hoy, ayudar a cubrir muchas necesidades de la Iglesia. Muchos somos los
creyentes y la Iglesia
aún está muy carente. Necesita de nuestro tiempo, de nuestro dinero y de
nuestra libertad para extender el Reino de los Cielos.
La recompensa de la generosidad
La historia de la primera
lectura, del profeta Elías, nos muestra otro acto de generosidad, casi heroico.
La viuda de Sarepta que acoge al profeta en su casa es una mujer pobre. Apenas
tienen para comer, ella y su hijo. Y, no obstante, Elías le pide que le amase
un panecillo para él y que tenga confianza en Dios. Ella así lo hace, y ve cómo
las palabras del profeta se cumplen. Jamás faltará la harina en su hogar ni el
aceite en su alcuza. Dios es providente con aquellos que han sabido ser
generosos y han dado, aún de lo que les hacía falta.
Podríamos trasladar esta
bella historia a nuestra realidad de hoy. Todos nos sentimos conmovidos ante el
desprendimiento de
la viuda de Sarepta. Ese gesto nos invita a hacer lo mismo.
Vemos a nuestro alrededor
muchas necesidades que la
Iglesia , en sus múltiples apostolados y obras sociales,
intenta buenamente cubrir. Ante todo, en la Iglesia encontramos el mayor alimento que nos da
fuerzas y alienta nuestra vida interior: el mismo Dios. Y Dios nos lo ha dado
todo. Cuanto tenemos es un don suyo: la vida, la inteligencia, nuestro trabajo,
nuestra familia, nuestra prosperidad mayor o menor, nuestro pan de cada día…
¡Todo, finalmente, nos lo ha dado Dios!
¿Qué podemos darle a él?
Toda ofrenda será pequeña. Pero él no mirará su cuantía, sino el valor que le
hemos dado. Cuando Dios forma parte importante de nuestra vida, cuando sentimos
que su familia ―la Iglesia― es nuestra familia y se convierte en una realidad
entrañable e imprescindible para nosotros no podemos dejar de ser generosos. La
medida del esfuerzo, del pequeño sacrificio, del amor con que hagamos nuestra
aportación, será la medida de nuestro auténtico amor y compromiso con Él.
Por eso no hay excusas.
Hasta la persona más pobre puede dar su óbolo, su talento, para ayudar a la
Iglesia y contribuir a la obra de Dios en el mundo. Y Dios vela por aquellos
que son generosos, respondiendo con el ciento por el uno. No hay acto de
desprendimiento realizado con amor que no quede recompensado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario