2013-02-08

Una pesca milagrosa


5º Domingo Tiempo Ordinario

“Así que cesó de hablar, dijo a Simón: Boga mar adentro y echad vuestras redes para la pesca. Simón le contestó: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada, mas porque lo dices tú echaré las redes. Haciéndolo, capturaron tal cantidad de peces que las redes se rompían…”
Lc 5, 1-11

El milagro de saber cambiar

Jesús se convierte en un gran comunicador de la palabra de Dios. No sólo porque es un buen retórico, sino porque tiene muy clara su misión: hacer llegar a todos la buena noticia del amor de Dios y su deseo de felicidad para todo hombre. La gente se agolpa a su alrededor porque necesita que palabras que iluminen sus vidas. Jesús, enérgico y firme, cala en lo más hondo de esos corazones que buscan un sentido religioso a su existencia.

Después de dedicar horas a la predicación, Jesús entra en acción. Devuelve la esperanza a unos pescadores que faenan en la oscuridad sin obtener nada. La crudeza del frío, bregando sin descanso y sin obtener fruto, desanima a Simón y a sus compañeros. Jesús los alienta y les pide que remen mar adentro y vuelvan a echar las redes. Simón, fiándose de sus palabras, deja a un lado su desazón y lanza las redes de nuevo. Ese acto de fe provoca el milagro. Pescan tantos peces que las redes casi revientan. Pero el verdadero milagro es que Simón, a pesar del cansancio y del abatimiento, vuelve a lanzar las redes y se fía de la palabra de Dios.
Aquella dura noche se convierte en un amanecer cálido, su acción estéril se transforma en un fecundo trabajo, su desaliento en esperanza y alegría. Y, sobre todo, su apatía se torna fe renovada. Simón cambia de rumbo, obedece las palabras de Jesús y obtiene una pesca milagrosa.

Sacar fuerzas de donde no las hay, con una sincera oración, puede producir milagros. Llenar nuestra vida de esperanza y amor la hará fecunda, cargada de frutos y de inmensos dones de caridad.

Las tres misiones de Jesús

En esta lectura vemos que Jesús tiene muy claras tres misiones. La primera es instruir. Jesús dedica largas horas a predicar. Sentado en la barca de Pedro, enseña a las gentes, consciente de su vocación de anunciar la palabra de Dios.

Su segunda misión es curar y transformar. Acompaña a la palabra su capacidad para obrar milagros. Estos prodigios respaldan su predicación. El milagro no sólo debe entenderse como un hecho sobrenatural, sino como el poder de llegar a tocar el corazón de la gente, moviendo su libertad, despertando su capacidad de amar.

Finalmente, la tercera misión de Jesús es la llamada. Sabe que para llevar a cabo su obra necesita discípulos, hombres liberados que se entreguen al servicio del evangelio y cooperen en su misión. Por eso Jesús llama a sus apóstoles. A la llamada siempre le precede una actitud humilde. Pedro así lo hace: reconoce, cayendo de rodillas, su pequeñez y sus muchas faltas. La sencillez de Pedro es clave. Le pide a Jesús que se aparte de él, porque es un pecador. Pero Jesús hará todo lo contrario. Sin negar sus limitaciones, lo llama a estar con él.

Dos actos de confianza

Pedro responde porque se fía de Jesús. Su primer acto de confianza es remar mar adentro y echar las redes de nuevo, contra toda esperanza. El segundo se da cuando escucha su llamada y lo sigue. Jesús no necesita pedirle que renuncie a todo por él; ya sabe que Pedro se ha dado cuenta de que lo más grande que puede alcanzar es estar a su lado y aprender de su maestro.

Pedro, valiente, fiándose de él, sigue a Jesús. Su vida cambia de rumbo. A partir de ahora se adentrará en las aguas turbulentas del mal para rescatar a las gentes que se ahogan. Esta será su vocación: deja sus redes de pescador para iniciar un ministerio de libertad.

Todos los cristianos recibimos esa llamada, en algún momento de nuestra vida. Cuando abrimos nuestro corazón y confiamos en Dios, poco a poco vamos descubriendo nuestra vocación de colaboradores suyos y tendremos el valor necesario para embarcarnos en la aventura de ser rescatadores de almas.


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