2013-09-28

Un abismo insalvable




26º Domingo del Tiempo Ordinario

Estando (el hombre rico) en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males; por eso encuentra aquí consuelo mientras que tú padeces. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar...”
Lucas 16, 19-31

El Dios de la justicia


Esta lectura nos revela una vez más que el Dios de la tradición judía es sensible: se conmueve ante el sufrimiento y se indigna ante los ricos, que viven en la abundancia sin mirar a los más necesitados.

El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob; el Dios de Jesús de Nazaret, es un Dios con corazón, que se desposa con la humanidad y se compromete con ella. Sufre a su lado y no permanece indiferente a las injusticias. Con la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús nos alerta: ¿qué estamos haciendo con los pobres?

En la parábola vemos al hombre rico que banquetea espléndidamente mientras el pobre Lázaro, a su puerta, malvive recogiendo las migajas. Esta imagen evoca el enorme abismo que se abre entre los países ricos –Europa, América del Norte– y los países más pobres de África, Asia y América del Sur. Estos países son como Lázaro, recogiendo miseria a los pies de los ricos que, en muchas ocasiones, han alcanzado su riqueza explotándolos sin escrúpulos.

La generosidad, coherente con la fe


Sin embargo, no caigamos en el riesgo de hacer una interpretación marxista de esta lectura, que tampoco sería cristiana. La riqueza y el capital, en sí, no son malos. Lo que sí debemos tener en cuenta es el uso que hacemos de ellos. No se trata de renunciar al dinero, a los bienes y a la propiedad. Se trata de ponerlos al servicio de todos, especialmente de los pobres. Hay personas muy ricas que son extraordinariamente generosas. La Iglesia, por su parte, recoge esta vocación de servicio al pobre y lo ejerce a través de las innumerables obras de Cáritas y las misiones, extendidas por todo el mundo.

La fe coherente no se limita a la oración y a la celebración comunitaria. También pasa por la generosidad económica.

La primera cosa que podemos cambiar es a nosotros mismos. ¿Cómo es nuestra vida con Dios, nuestra vida de pareja, familiar, social? ¿Hay coherencia entre nuestra fe y lo que vivimos? No podemos dividir ni separar las facetas de nuestra existencia. Si queremos que el mensaje de Dios llegue a todos, es necesario que vinculemos nuestro ser cristiano con nuestra vida social. Nuestra actitud con los más desvalidos también debe reflejar esta convicción.

Cambiar el mundo está en nuestras manos


Hay quienes afirman que la pobreza es un problema de los políticos. Pero los gobiernos no pueden resolver todos los problemas del mundo. Muchas revoluciones de la historia han venido, no de las cúpulas de poder, sino de la base social. El poder tiende a anquilosarse y a mantenerse; es en la sociedad viva, inquieta, responsable y emprendedora donde germinan las semillas del cambio. Con el enorme potencial que tenemos, los cristianos podríamos cambiar la estructura del mundo. Pero estamos adormecidos y dejamos que se cometan abusos y corrupciones sin número. Nos conformamos pensando que son los gobernantes quienes deben solucionarlo y no nos damos cuenta de que no podemos esperar que el cambio sea de arriba abajo. El cambio se producirá de abajo arriba.

Dios ayuda, pero los cristianos estamos llamados a poner algo de nuestra parte. Nuestra misión es ser solidarios, generosos y luchadores por la justicia, con todas nuestras fuerzas, tanto físicas, como anímicas y espirituales. Como decía san Ignacio, hemos de actuar como si todo dependiera de nosotros, pero con la confianza de que todo, finalmente, depende de Dios, reposando en él con fe sin límites.

Puede suceder que el desánimo nos invada. Hay tanto mal en el mundo, tantos conflictos, tantos problemas… No pensemos que el mal es irremediable. La mirada tierna y cálida de Jesús cambió la vida de muchas personas. Nuestra actitud, nuestras pequeñas obras de cada día, también pueden provocar cambios a nuestro alrededor.

El abismo infranqueable: el egoísmo


La imagen del hombre rico abrasándose en el infierno es sobrecogedora. Pero su tortura es la misma que la de aquellos que se encierran en el ensimismamiento y viven centrados en su propio deseo. Vivir así nos quema, no en el infierno, sino aquí, en la tierra. Pensar sólo en uno mismo nos reduce a cenizas. Nos arrebata los sueños, la alegría, el sentido de vivir. Nos convierte en polvo.
En este mundo dominado por las tecnologías y la comunicación, ¡estemos alerta! Muchas son las personas que agonizan, clamando al cielo. Jesús nos llama a pensar en ellas. El hambre mata más que las guerras; el egoísmo quita más vidas que las propias armas. ¿Qué hacemos nosotros, con nuestra vida, con nuestros bienes y nuestro patrimonio? ¿Vivimos para servirnos de ellos o para servir a los demás?

El hombre rico, consumido por el fuego, sufre tormentos sin fin. Las llamas del egoísmo nos apartan de Dios; el ego inflamado destruye la plenitud humana. Este es el abismo insalvable, el precipicio entre el mal y el bien, entre ángeles y demonios, entre la generosidad y el egocentrismo. El infierno más profundo es la terrible soledad, la carencia de valores, vivir sin norte y sin principios.

Sólo Dios puede salvar ese abismo infranqueable. Abramos nuestro corazón y dejemos que penetre en nuestro interior. Abramos nuestras manos y tendámoslas a los demás. Solamente así construiremos el Reino del Cielo en este mundo.

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