2014-01-03

La Palabra acampó entre nosotros



Domingo 2º de Navidad

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.  Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. […] Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. […] A Dios nadie lo ha visto jamás; Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Jn 1, 1-18

Dios se comunica


Celebramos la Navidad, un acontecimiento que ha cambiado nuestra cultura y nuestra historia. El nacimiento del Niño Jesús da un vuelco a nuestra forma de pensar y de vivir. Navidad es la humanización de Dios, hecho niño, y a la vez es la elevación, la divinización, del ser humano, que se convierte en hijo de Dios.

El niño que nace en Belén contiene un mensaje: Jesús es la palabra de Dios, hecha carne. Con sus obras encarna todo lo que Dios quiere: salvar a la humanidad.

Con el nacimiento de Jesús, la palabra cobra un sentido trascendente. ¡Cuánta palabrería nos invade! Cuántas veces la palabra expresa lo que no quiere, o la matamos, vaciándola de sentido, haciéndola incapaz de transmitir amor.

Navidad es una fiesta de comunicación: Dios se despliega y acampa entre nosotros. Busca el diálogo con su criatura y la comunión con ella. Esta fiesta encierra un extraordinario mensaje de llamada a la conversión, para modificar nuestra forma de ver las cosas y de ser cristianos.

El acontecimiento de la natividad del Señor tiene una enorme trascendencia. Hoy revivimos el gesto de este Dios todopoderoso que se despoja de su rango, desprendiéndose de todo su poder, para hacerse bebé, pequeño e indefenso. En la cultura hebrea los niños, al igual que las mujeres, eran desplazados y marginados a un segundo plano. En cambio, el anuncio del Mesías que ha de venir culmina con la llegada de un niño. La encarnación de Dios está envuelta en sencillez, no tiene nada que ver con el orgullo, la petulancia o el poder. No es espectacular. Esto nos empuja a remirar con otros ojos, como niños, la forma en que Dios actúa en nosotros.

El origen de nuestra fe


En la vida cristiana hay dos momentos litúrgicos fundamentales: Navidad y Pascua. En estas fiestas, nuestras iglesias deberían rebosar. Sabemos que hay muchos compromisos familiares y mucho ajetreo en las casas, pero no podemos faltar al ágape eucarístico. Dios nos invita a paladear la trascendencia. Su luz y su palabra desplazan toda tiniebla. A través de la liturgia de estos días profundizamos en el sentido de aquello que nos hace cristianos. ¿Cómo medir nuestra coherencia? En la respuesta que damos en los momentos claves de nuestra vida. El pesebre, con su sencillez, nos revela el momento crucial del origen del Cristianismo. De la misma manera que no podemos renunciar a un compromiso familiar para celebrar un aniversario o un acontecimiento importante, tampoco podemos renunciar al momento en que celebramos el nacimiento de la semilla cristiana.

A los que la recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios. Vivimos inmersos en las tinieblas del pecado y del egoísmo. Pero la luz brilla en las tinieblas, iluminando el mundo con su amor. Quienes la acogen permanecen en ella; quienes la rechazan se quedan sin su calor, sin poder ver.

Tenemos un tesoro en nuestras manos: el amor de Dios, la salvación. Hemos de encarnar ese amor, abrirnos para introducir a Dios en nuestra vida y saberlo comunicar.

La palabra hecha vida


La palabra hecha carne es vida. No podemos despreciar la palabra de Dios. ¡No es mera literatura! Es una herramienta para expresar lo inenarrable, la belleza divina. Muchas personas son profesionales de la palabra —periodistas, filósofos, maestros, comunicadores— pero, si no damos a la palabra un contenido auténtico y profundo, se la lleva el viento. La palabra no es una entelequia ni una mera expresión bonita. Jesús da sentido a la palabra cuando la hace vida de su vida. Es así como la rescata. Los predicadores y los ministros de la palabra hemos de pensar muy bien en lo que decimos. Como recordaba Santa Teresa, o hablar de Dios, o no hablar. Las palabras banales sobran. Cuanto decimos debe estar en consonancia con lo que hacemos y somos.

En Jesús la palabra lleva a la acción. Ojalá su palabra cale en nosotros, como lluvia fina de primavera que empapa la tierra. Entonces actuaremos movidos por su fuerza.

A Dios nadie lo ha visto jamás; su Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer, continúa el evangelio de Juan. No lo hemos visto, pero sí se nos ha comunicado su palabra y su obra, y sabemos que muchos santos y mártires han dado hasta la vida por expandirla. Su testimonio nos revela cómo es Dios.

En estos días, en que muchas mujeres pasan largas horas en la cocina, amasando y cociendo en el horno para obsequiar a sus familias, dejemos que la palabra de Dios amase nuestro corazón hasta tocar lo más hondo de nuestro ser y de nuestra sensibilidad. Pues se nos ha comunicado para que seamos profundamente felices.

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