2014-10-10

Somos invitados a un banquete




“La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda”
Mt 22, 1-14

Una historia de amor al hombre

La relación de Dios con el hombre es una bella historia de amor. Dios no se cansa de ir en nuestra búsqueda para sentarnos a su mesa. Es un Dios enamorado de su criatura. Como bien leemos en la lectura del Antiguo Testamento (Is 25, 6-10), él “preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos…”, “Aniquilará para siempre la muerte”, “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. “Aquí está nuestro Dios… Celebremos y gocemos con su salvación. La mano de Dios se posará sobre este monte”.

Las escrituras ya nos revelan ese amor apasionado de Dios por su pueblo escogido, Israel. También arrojan luz sobre cómo es ese reino de los cielos: allí donde reina Dios es una fiesta donde hay abundancia de bienes, donde la tristeza, la muerte y el llanto se alejan. Reinan su amor y su magnificencia. Por eso es comparado con un banquete espléndido.

Es Dios quien nos invita

En el evangelio, Jesús nos explica con parábolas cómo Dios nos invita a su reino. De entrada, la iniciativa parte siempre de Dios: es él quien busca al hombre. Nos busca a nosotros. Pero, como el pueblo de Israel, no escuchamos ni aceptamos la invitación. Los criados son los profetas que salen a los caminos para hablar a las gentes de la misericordia y el don de Dios. El mismo Cristo sale a la calle y nos llama a la conversión.  Quiere sentarnos a su mesa, a su ágape. Pero, ¿qué sucede?

No tenemos tiempo para Dios. Nos convida, incesantemente, pero estamos tan metidos en nuestros asuntos, tan ajetreados, tan ensimismados, que no sólo no oímos, sino que tampoco aceptamos su invitación. Todo son excusas para no acudir a su llamada. Porque una llamada pide dar un sí, pide tiempo, dedicación… ¿Estamos dispuestos a responder? Incluso nos molesta que alguien, en nombre de Dios, nos pueda ayudar a discernir sobre nuestra vida. Como hicieron los convidados con los criados, los despedimos de mala manera y los apartamos.

Cuando rechazamos a Dios, el mundo se hunde

Con estas excusas, no nos extrañe que Dios parezca estar ausente. A menudo nos preguntamos, ¿dónde está Dios? Cuando, en realidad, él viene a nuestro encuentro cada día pero lo rechazamos, incluso insultamos y despreciamos a sus enviados. ¡Qué orgulloso se torna el mundo cuando prescinde de Dios y cree no necesitar de aquel que se lo ha dado todo!

Ese alejamiento de Dios tiene consecuencias devastadoras. La primera es la frialdad que nos hace insensibles al sufrimiento, al dolor. Después vendrán otras, que estamos viendo cada día en nuestro mundo de hoy. El hambre, las guerras y la violencia no son fruto del abandono de Dios, sino consecuencia de nuestro brusco rechazo a él.

Más allá del cumplimiento de la ley

Pero Dios sigue buscándonos. Envía a sus criados, nos abre las puertas de su casa y quiere que su mesa esté llena de invitados. Continúa seduciéndonos, insistiendo, porque nos ama.

En la parábola vemos que, finalmente, logra llenar su sala de comensales. Quienes escucharán a Dios a menudo serán gentes que, a nuestro juicio, quizás sean más despreciables, marginadas o incluso pecadoras. Serán aquellas que, en el fondo, tienen una especial sensibilidad para captar su llamada. Recordemos que esta parábola está dirigida a los judíos que ostentan el poder –“fuisteis llamados pero no vinisteis”. Su excesivo legalismo religioso les cierra el corazón y dejan a un lado la misericordia y la bondad. ¿No creéis que nosotros, los creyentes de nuestro tiempo, reflejamos a veces esa actitud de desprecio ante la invitación? Siempre tenemos cosas más importantes que hacer. Estamos absorbidos por mil asuntos y hemos reducido nuestra fe a una mera práctica ritualista. ¿No habremos caído en el legalismo judío? ¿No hemos superado la Torá? Cristo revoluciona la ley, llevándola hasta las últimas consecuencias, y la supera yendo mucho más allá. No quiere perfectos cumplidores de la ley, sino corazones abiertos llenos de amor y misericordia. Claro que esto es más exigente que cumplir unos preceptos.

Vestirse de fiesta

Los cristianos acudimos cada domingo al ágape del Señor: la eucaristía es su banquete. Pero no creamos que por estar aquí ya tenemos el reino del cielo asegurado. El rey, nos cuenta Jesús, repara en un invitado que no lleva el traje de fiesta. En realidad, es su corazón el que no se ha revestido de fiesta, no está limpio ni convertido. Quizás este comensal no ha venido convencido al banquete. Dios nos quiere libres de toda esclavitud para participar en su fiesta. Y aquí el autor sagrado nos muestra la relación entre el sacramento de la reconciliación y la eucaristía. No podemos vivir la plenitud de la fiesta si antes no hemos perdonado y recibido el perdón. Nuestra liberación y nuestra pureza de corazón son el vestido de fiesta que nos permite sentarnos a la mesa con Cristo.

Muchos son los llamados…

Muchos son los llamados y pocos los escogidos. ¿Realmente los llamados seguimos a Jesús? En la medida que entreguemos nuestra vida a Dios seremos escogidos por él para anunciar su reino. Y esto supondrá ir a contracorriente, sortear dificultades y no temer nada, confiando siempre en Dios.


Los que participamos cada domingo del ágape eucarístico hemos de salir a los cruces de los caminos. Aunque no lo parezca, mucha gente está ansiosa de Dios, de ser escuchada, de recibir su amor. Nos lamentamos porque nuestras iglesias se vacían, pero no damos un paso para anunciar a Dios fuera de sus muros. No vengamos a misa sólo para escuchar su palabra: vivamos de su palabra. Nuestra misión es llamar a otros a vivir la experiencia de la amistad con Dios. Sólo de esta manera llenaremos de comensales nuestras eucaristías.  

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