2015-10-30

Todos los santos

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Al ver el gentío, subió Jesús al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. Él tomó la palabra y se puso a enseñarles así:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados. Dichosos los que sufren, porque ellos heredarán la tierra.  Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por ser justos, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos…
Mt 5, 1-12

Un camino distinto hacia la felicidad


En esta fiesta de todos los santos leemos el evangelio de las bienaventuranzas. Dichosos son los que… o felices, en otras traducciones. La idea de fondo que subyace en estas sentencias es una promesa de dicha y felicidad plena.

En la cultura del antiguo Israel era tradicional que se pronunciaran bendiciones a los justos que cumplían la voluntad de Dios, así como maldiciones a los impíos y a los enemigos. Jesús toma esta forma literaria para proclamar sus bienaventuranzas. Como todo su mensaje, rompen esquemas antiguos y están impregnadas de novedad.

Cuando oímos la palabra felicidad, solemos asociarla con el bienestar, el placer, la prosperidad y, en general, con un estado emocional positivo. Identificamos la felicidad con sus consecuencias y, por tanto, nos dedicamos a perseguir estos resultados a toda costa, a veces de forma un tanto interesada y egoísta.

Los antiguos judíos creían que una vida próspera y feliz era consecuencia de la buena conducta, una especie de premio que Dios concedía a los justos. Siguiendo este razonamiento, si a una persona no le van bien las cosas es porque no ha sido justo y Dios le ha castigado. Por tanto, la felicidad es un pago, una recompensa a la buena conducta y al cumplimiento de la ley. Esta forma de pensar, por un lado, lleva a enorgullecerse a aquellos a quienes les van bien las cosas. Y, por otro, no explica el misterio del dolor, por qué las personas buenas a veces padecen injustamente o sufren reveses que no se merecen.

Jesús propone un camino totalmente opuesto a esta mentalidad. Es una paradoja, incluso para nosotros, los creyentes de hoy. Jesús dice que serán felices los marginados, los pobres, los sufridos… ¿Por qué?

Jesús mira a sus discípulos


Aunque Jesús habla ante una multitud, estas bienaventuranzas, señala el evangelista, están dirigidas especialmente a sus discípulos. Por tanto, son para todos aquellos que lo han seguido a lo largo de los siglos y también hoy.

Para quienes critican el cristianismo las bienaventuranzas son una apología de la mediocridad, un consuelo para que los pobres se resignen a su suerte. Incluso hay quien hace una lectura masoquista de este evangelio. La consecuencia es que esta forma de pensar es opuesta a la plenitud y a la dignidad del ser humano, ya que ensalza los valores contrarios.

Pero esta lectura, que se ha extendido mucho gracias a algunos pensadores célebres, como Nietzsche, se queda en la superficie y es muy parcial e inexacta. Entender el cristianismo como opuesto al humanismo es no entender nada de su mensaje. Jesús conoce muy bien la naturaleza humana, conoce sus anhelos y sus aspiraciones y sabe que, a menudo, el camino hacia lo que más desea nuestro corazón pasa por una serie de dificultades y de pruebas.

Jesús no está a favor del sufrimiento porque sí. Lo que está diciendo a sus discípulos es que, por el hecho de seguirlo y de predicar el Reino, van a toparse con muchas dificultades. Van a ser pobres, los rechazarán, sufrirán soledad, llorarán por la incomprensión de los suyos, incluso serán perseguidos y algunos encarcelados por orden de la justicia. Jesús está avisando de lo que les espera a sus seguidores. No es un profeta que “vende” su doctrina con falsas promesas de éxito fácil. Es muy realista y sabe que tendrán que afrontar muchas pruebas dolorosas.

Poseerán el Reino


Pero, pese a todo, ¡felices ellos! ¿Por qué? Porque serán saciados, consolados, compadecidos y apoyados. Porque suyo será el Reino de los Cielos. No lo poseerán como se posee una casa o una tierra, porque el Reino es el mismo Dios, amor entregado. Serán poseídos y colmados por ese amor. Y ese amor será su alimento, su paz, su alegría y su consuelo. No podemos leer las bienaventuranzas separadas del resto del evangelio. Jesús siempre nos habla de su Reino. Y el Reino es la perla preciosa que vale más que todos los tesoros del mundo. Por ella vale la pena dejarlo todo, como lo hicieron los discípulos.

Esta perla preciosa, en realidad, es el mismo Jesús. El mismo que se hará pan, alimento y agua de vida para saciar a los que creen en él. Los bienaventurados no serán los cumplidores de la ley ni los afortunados, sino los sencillos de corazón que se han fiado de Dios, que han creído en él, que se dejan llenar por él.

Y esta felicidad, que pertenece al cielo, no pensemos que empezará en el más allá, después de la muerte. El Reino comienza aquí, sobre la tierra. Los santos ―sancti, beati, en latín― son los felices. Porque han decidido, no tomar, sino dar; no centrarse en sí mismos, sino abrirse a los demás. Felices de verdad porque han decidido, no buscar su felicidad egoísta y personal, sino a Jesús. Y, encontrándolo, han encontrado también la verdadera dicha, el gozo que nunca se acaba.

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