2022-08-12

He venido a prender fuego...

20º Domingo Ordinario - C


Jeremías 38, 4-10
Salmo 39
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53

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¡Las lecturas de hoy son tremendas! Las tres nos sitúan ante el conflicto, la persecución, incluso la muerte. Nos acercan a los cristianos que, ahora mismo, sufren y mueren violentamente en tantos países. ¿Cómo explicar estas realidades atroces? ¿Qué respuesta nos da Jesús?

Vivir por la fe no es cómodo. Es más, intentar vivir según la voluntad de Dios en este mundo es complicarnos la vida. Nos va a traer problemas de fijo. A Jeremías, por anunciar la Palabra, lo echaron a un pozo. San Pablo anima a los cristianos de su tiempo porque sabe que están teniendo dificultades, y aún y así, les dice: «todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Jesús prevé su muerte violenta, la llama «bautismo», sabe lo que le espera por su coherencia y su fidelidad al Padre. Y estremecen sus palabras: «He venido a prender fuego en el mundo ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» y «No he venido a traer paz, sino división». ¿Cómo entender esto?

No se puede sacar una frase de Jesús del contexto de todo el evangelio. Sólo así comprenderemos que un hombre pacífico, amigo de los pobres, las mujeres y los niños, un hombre compasivo, que se deja apresar e impide a los suyos que utilicen las armas, no puede referirse a la guerra como parte de su misión. No es este el mensaje ni debe utilizarse este discurso para justificar ningún tipo de violencia a la hora de propagar o defender la fe.

¿De qué fuego habla Jesús? Del fuego del Espíritu, el amor puro que transforma los corazones y cambia a las personas por dentro. ¡Ojalá el mundo ardiera de amor, y no de guerra! Sería, entonces, el reino de Dios en la tierra. ¿Y la división? ¿Acaso dividir y enfrentar a unos con otros no es propio del diablo? La división de la que habla Jesús no es voluntad de Dios, pero sí es una consecuencia de la rebeldía de todos aquellos que no la aceptan. El seguimiento a Jesús acarrea conflictos porque en ese camino no valen las medias tintas. Por eso una vocación respondida puede enfrentar a familias, amigos e incluso parejas. El amor de Dios pide corazones indivisos y, cuando se opta por él —que es una forma de optar por el amor incondicional a los demás— no hay egoísmos ni compromisos humanos que valgan.

Leyendo a Jeremías, a Pablo, a Lucas, uno puede caer en la tentación de pensar: ya que ser bueno y auténtico siempre nos va a llevar a la cruz, ¿vale la pena seguir a Jesús? ¿No es una tragedia que los buenos siempre acaben mal? ¿No será mejor una adhesión moderada, una vida de fe a medio gas, sin comprometerse del todo para evitar riesgos? ¿No será más razonable evitar los peligros de una entrega radical?

¡Ah, la moderación! Es la tibieza que mata más que el odio y adormece como un suave opio complaciente. ¡Por la moderación se pierden tantas personas! Siendo moderados somos como Pilatos, que no queremos condenar, pero tampoco nos atrevemos a ser justos. O como el rey Sedecías, que condena a Jeremías incitado por sus ministros y luego permite que otros lo liberen: ¡un títere sin carácter! No queremos seguir la corriente del mundo, pero nos asusta seguir la de Dios. Y acabamos, sin querer, causando más daño del que pretendíamos. Lo peor de todo es que dejamos que nuestra alma se adormezca y se congele, y esto nos hace incapaces de arder. Es decir, incapaces de amar de verdad.

Y donde no hay amor… ¿qué ocupará su lugar, sino el egoísmo, el odio y el aburrimiento? Allí donde los corazones se congelan hay pista libre para que todos los predadores del alma se ceben en las personas. Así encontramos sociedades enteras dormidas, manipuladas, complacientes y sumisas. De tanto en tanto un susto nos despierta, nos horroriza ver el mal que se desata en el mundo, hacemos un poco de aspavientos y algún gesto de duelo, pero de inmediato queremos volver a dormir, queremos volver a distraernos con mil tonterías porque es incómodo estar despierto, ver que hay tanto por hacer y no hacemos nada.

A los cristianos que no hemos llegado al martirio san Pablo nos alerta. Tenéis un maratón que correr. ¡No perdáis de vista la meta! Con los ojos fijos en ella ganaréis la fuerza necesaria. Venimos del amor de Dios, corremos hacia su amor. No, la meta del hombre bueno no es la muerte trágica. El fin de los buenos no es el absurdo. Cristo es el modelo: el hombre nuevo, resucitado, el que se entrega y al que Dios regala una vida eterna. Esta es nuestra meta. ¿Cuesta? ¿Encontramos oposición, incomprensión, dificultades? «No os canséis ni perdáis el ánimo». Porque todavía no hemos llegado a la sangre. Y no lo olvidemos. Jesús corrió este camino solo, y solo se enfrentó a la muerte. Nosotros no estamos solos, nunca. Él es nuestro compañero. Él carga la cruz más grande. Él nos da alimento para el camino. Su pan nos fortalece y nos sostiene.

Jesús tan sólo nos pide que confiemos en él y le sigamos. Que tomemos nuestra pequeñita cruz. Y que no nos apaguemos. Para entrar en el reino necesitamos arder. Como escribió José Luis Martín Descalzo, a Dios le gustan los ardientes.

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