2016-10-06

Curación y salvación

28º Domingo Ordinario - C

Reyes 5, 14-17
Salmo 97
Timoteo 2, 8-13
Lucas 17, 11-19

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En muchos episodios del evangelio vemos a Jesús curar a enfermos y al mismo tiempo perdonar sus pecados. ¿Por qué van unidas las dos acciones? La curación suele ser del cuerpo, pero el perdón es una sanación del alma. La persona necesita ambas: no podemos vivir en plenitud si estamos enfermos, pero la salud del cuerpo sola no basta para tener una vida plena. Muchas veces un alma enferma, herida o torturada por el pecado puede provocar una enfermedad física.

Las lecturas de hoy distinguen entre ambas cosas. Van unidas, pero son distintas. El profeta Eliseo cura a un noble extranjero, Naamán. Él queda tan agradecido que opta por creer y adorar a Dios. Su curación va seguida de un acto de fe y compromiso: no sólo recobra la salud. A partir de ahora su vida dará un cambio. Podríamos preguntarnos qué es más difícil: curarnos o cambiar de vida. ¿Dónde está el mayor milagro: en una sanación o en una conversión?

En el evangelio vemos a Jesús curar a diez leprosos. Increíblemente, sólo uno de ellos se vuelve para dar las gracias. ¿Cómo es posible? Los otros nueve están sanados, pero en realidad nada ha cambiado en su corazón. En cambio, el que agradece ha experimentado una convulsión interior. Por eso, de los diez, es el único que está salvado. Es a él a quien Jesús le dice: «Levántate, tu fe te ha salvado». Aunque todos se hayan curado, el único que se levantará y dará un vuelco a su vida será el que supo dejarse tocar por Dios.

Cuántas veces pedimos favores a Dios, como si él se hiciera de rogar y nos quisiera negar lo que necesitamos. El salmo 97 nos habla de un Dios generoso y pródigo, que no deja de derramar amor… ¿Es este el mismo Dios al que suplicamos, porque parece que no nos escucha o tarda en responder? Quizás no hemos aprendido a conocer a Dios. Quizás lo que nos falta es abrirnos a su don y creer, de verdad, que lo que pedimos, si es bueno, nos será concedido en su momento y lugar. Y si no, nos dará algo mejor para nuestra vida y nuestro crecimiento. ¡No dudemos! La desconfianza y la duda son puertas cerradas a la gracia de Dios. ¿No será este el motivo por el que nuestra fe parece tan muerta? Creemos, pero vivimos como si Dios no existiera, como si no tuviéramos fe… ¿Cómo podemos resistir esta incoherencia? Es como la de los diez leprosos, que ante un milagro tan patente ni siquiera se dignan a dar las gracias.

San Pablo ahonda más en la salvación. Su conversión sí fue un milagro. Pablo ha entendido bien a qué vida nos llama Jesús: una vida eterna, con él. Una vida resucitada. Con él morimos, con él viviremos. Con esta certeza Pablo se ve capaz de afrontarlo todo: desde la enfermedad hasta la cárcel, con alegría y coraje. «Por él sufro hasta llevar cadenas», dice, pero «la palabra de Dios no está encadenada». ¡Qué fe tan firme! ¡Qué belleza! A Dios nadie lo aprisiona ni lo encorseta. Dios nos ama porque quiere, nos ha hecho porque nos quiere y nos da la vida eterna porque así lo desea. Con esta certeza, ¿qué puede asustarnos o desanimarnos? Aprendamos a vivir alimentados de esta fe, porque esta, afirma san Pablo, «es doctrina segura». Dios no falla. Nosotros podemos ser infieles, pero él no puede serlo porque amar es su misma naturaleza. 

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