2017-11-24

Buscaré a mis ovejas heridas

34º Domingo - Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

Ezequiel 34, 11-17
Salmo 22
1 Corintios 15, 20-28
Mateo 25, 31-46


Las lecturas de este domingo, festividad de Jesucristo, rey del universo, giran todas en torno a la cualidad más hermosa del corazón de Dios: la misericordia, la ternura entrañable, el amor incondicional de madre. En la primera lectura de Ezequiel Dios se nos presenta como un pastor que va a buscar a sus ovejas descarriadas, las recoge, las cura, venda sus heridas… ¡No quiere que se pierda una sola! En la segunda lectura, Pablo nos habla del gran regalo que nos ofrece Dios: ya no sólo la vida, sino una vida eterna. ¡Cuánto don inmerecido!

En la cultura cristiana se ha dado mucha importancia a la fe y la fidelidad a la doctrina. Se ha insistido mucho en el aspecto intelectual y moral. En el mundo protestante, considerando la debilidad humana y nuestra continua inclinación al mal, la fe se ha considerado lo único indispensable para salvarse. Basta la fe, no hacen falta las obras, que siempre se quedarán cortas, para alcanzar al cielo.

Y la fe, ciertamente, es importante. ¿Cómo no vamos a confiar en Dios, cómo no creer en él y en el testimonio de los evangelios? Pero Jesús, en la parábola que leemos hoy, nos da una lección muy diferente. A la hora de la verdad, cuando queramos entrar en el banquete del cielo, ¿qué nos abrirá las puertas?

En la parábola de los corderos y los cabritos, Jesús distingue entre dos tipos de personas. Unas son las personas creyentes, que siempre han sido fieles cumplidoras de los preceptos, e incluso han propagado la palabra de Dios. Pero se encuentran una puerta cerrada y una voz que dice: ¡No os conozco! ¿Qué ha fallado aquí? Por otra parte, encontramos todo tipo de gentes, algunas incluso personas no creyentes, pecadoras, alejadas e ignorantes de las verdades de la fe. Pero Jesús les abre la puerta y los invita: ¡Venid, benditos de mi Padre! ¿Qué han hecho para merecer el cielo?

La llave que abre las puertas del cielo se llama misericordia. Se llama amor, atención, cuidado, mimo, compasión. Se llama alimentar al hambriento, escuchar al triste, atender al enfermo, dar afecto al solitario. Se llama visitar al preso, vestir al desnudo, enseñar al ignorante. Al atardecer de la vida, decía san Juan de la Cruz, nos examinarán del amor. Es el amor, por encima de la fe y las palabras, lo que nos salva.

En cambio, aquellas otras personas que parecían perfectas, que incluso, como dice san Pablo, dieron la vida por proclamar el evangelio, o se dejaron quemar vivas, o entregaron todos sus bienes… pero no amaron, no conseguirán nada. Si no tengo amor, de nada me sirve todo lo que haga. Claro que las obras son importantes, ¡pero siempre con amor! Siempre desde un corazón generoso y abierto, que ve al otro como un hermano. Ante alguien que ama, Dios no se resiste.

El papa Francisco nunca se cansa de insistir: ¡misericordia! ¡Necesitamos tanta! Y la Iglesia, que muchas veces se ha endurecido y se ha mostrado parca en compasión, es la primera que debe recuperar esta cualidad de Cristo. La Iglesia ha de ser pastora que busca la oveja herida, la recoge y la cura, sin juzgarla, sin apartarla.

Y esto hemos de ser los cristianos. Porque todos somos ovejas heridas, pero todos podemos ser también pastores, buenos samaritanos, que nos curemos unos a otros. Y Dios nos acogerá a todos.

Ojalá hoy, al salir del templo, llevemos grabadas muy adentro estas palabras: todo lo que hacemos a los demás, se lo hacemos a Dios. Ojalá tratemos a cada persona que se cruza con nosotros con la misma delicadeza, respeto y amor como al mismo Cristo.

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